Marco Vinicio Mejía | Arte/cultura / TRINCHERA DE FLORES
No creía en los ángeles mofletudos, esos guardianes escurridizos que solo podían ilustrar la inocente parafina. Renegué de la mirada nerviosa de las vírgenes, con sus almas frágiles, vehementes en la soledad y en sus miedos.
Había desistido de llamar por su nombre a las manos de Cristo, pues no están hechas para tocar.
Acepté que el arrepentimiento es un recuerdo pasajero y que la culpa se reviste de miles de olvidos.
Comprendí después a quienes, al cantar, oraban con desesperación, habitantes ruidosos de un barrio sin historia ni destino. Esa aceptación me llevó a trepar sobre el techo de su culto, para saber por primera vez que el llanto es una forma de la alegría.
Entendí que todo está bien.
El Mesías vendrá cuando no esperemos nada, pues permanece el vino, la madera y el pan. La hora final es la oscuridad reflejada en los ojos del hombre en fuga permanente, ceguera contraída después de ser expulsado de la caverna por Platón y condenado a poner sus manos sobre el mundo subsistente.
¿Acaso crecí desde que escribí tarjetas postales desde parajes lejanos, por los que caminé, entré en sus librerías y me senté en sus bares?
¿Acaso soy un desterrado, incapaz de acariciar el cabello de alguna de las caminantes más asiduas de la tierra de nadie?
La penumbra quedó atrás, luego de divisar tu horizonte cuajado de distancias disminuidas y pasos reconstruidos, círculo grabado como enseña de fuego y arena, escalada rumorosa de María inusitada.
La forma definitiva podría encontrarse en este aprendizaje de trepar a los árboles más altos para acodarse en su copa, confesar a los pájaros que la fe continúa y la palabra volar permanece, aunque uno no la entienda.
Empecé a vivirte con tu muerte, sin embozos ni conjeturas, mujer consecutiva de rostro cada vez más difuminado, añorada en tu olor de fruta fresca y ternura de nube viajera.
Hoy, conocí a Magdalena, mostrándome tu nuevo rostro, recuperado en el hallazgo apacible de un nuevo mañana.
Me duele lo poco que he muerto. Por eso, Alejandra, hazme de nuevo tu esperanza, pues te avizoro en el apetecido reencuentro, en esta renovada cuenta de los días.
Devuélveme tu promesa, ahora que repito tu nombre en el mármol de la despedida y de los eternos antílopes en fuga.
Marco Vinicio Mejía

Profesor universitario en doctorados y maestrías; amante de la filosofía, aspirante a jurista; sobreviviente del grupo literario La rial academia; lo mejor, padre de familia.
Correo: tzolkin1984@gmail.com
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