Hacia una nueva Tópica

-Leonardo Rossiello Ramírez / LA NUEVA MAR EN COCHE

En las últimas décadas hemos visto en la prensa y en los medios sociales una especie de retorno a los principios fundamentales del positivismo. Solo parece valer la observación y el descubrimiento de leyes. En lo concerniente a interpretaciones, a búsqueda de causas, a problematizaciones y puestas en contexto, poco y nada. Se postula la existencia de una serie de «leyes» que pretenden describir y en algunos casos reglamentar los comportamientos humanos y sistémicos, y ya. A su lado aparecen parientes memores: principios, paradojas, corolarios, extensiones, reglas, curvas y navajas.

Me parece que unas y otras están unidas, como las neuronas, por una asombrosa red de implicaciones , concomitancias y vínculos de variado tipo. Hay que reconocerles ingenio, humor y a veces aplicabilidad. Por ejemplo, la famosa navaja de Ockham, que establece que en igualdad de condiciones, tiene más probabilidad de ser verdadera la más sencilla de las explicaciones. Usando esa navaja uno puede afeitarse tranquilo y sin ruborizarse defender el creacionismo con el argumento de que el evolucionismo es una explicación más complicada (siempre y cuando una inteligencia infinita no haya creado la evolución, lo que sería una explicación aún más sencilla que el creacionismo puro).

En los países escandinavos, donde la jactancia y la altanería no son apreciadas, todavía tiende a regir la también muy famosa Ley de Jante y sus diez normas o incisos. También tiene su filo; es una especie de guillotina horizontal y democratizante que corta, para bien y para mal, las cabezas de los sobresalientes. En Suecia y Noruega, por ejemplo, está bien visto el justo término medio, sintetizado en la palabra lagom.[1]

Los teóricos de la economía nunca se cansarán de hacer gárgaras con el principio de Pareto, que especifica una relación desigual entre ingresos y egresos: 20 % de lo que entra o se invierte es responsable de 80 % de los resultados obtenidos. El principio sirve por ejemplo para que la directiva de una empresa pueda amenazar con despedir (vamos, esto en tiempos de crisis, que los empresarios no mascan vidrio) a la mayoría (hasta un 80 por ciento) de los trabajadores con el argumento de que producen poco o mal. Se puede formular una extensión de la regla: 80 % de las consecuencias se derivan de 20 % de las causas. Se deja pensar.

Este principio está emparentado, me parece, Pareto, con ciertas aplicaciones de la curva Bell (o campana de Gauss), que más se asemejará a una campana cuanto mayor sea el universo que se mide.

Imagen proporcionada por Leonardo Rossiello Ramírez.

Por ejemplo, dado un grupo puesto a hacer huevos fritos, solo alcanzarán la excelencia unos pocos (un 5 % ), mientras habrá otros pocos (un 5 %) que los romperán, o harán carbonizados o ellos mismos se quemarán con el aceite de la sartén.

Claro, a esa minoría se le puede aplicar la más famosa de las Leyes de Murphy[2], que estipula que si algo puede salir mal, va a salir mal. Pero eso es abstracto y quizá algunos no lleguen a comprenderlo. Digámosles en cambio que para ellos rige que si un cocinero puede romper un huevo frito, carbonizarlo o quemarse al freírlo, va a romperlo, a carbonizarlo o a quemarse al freírlo.

A los que se sientan mal por ese resultado, uno puede engañarlos con el principo de Woodside: «La bolsa que se rompe siempre es la de los huevos». O conformarlos con la conformista Ley de Kranske: «Cuidate del día en que no tengas nada que lamentar». Y a los que se jacten por haber sido de los mejores freidores de huevos se les puede recordar la Ley de Jante, inciso siete («No te creas que sos bueno en nada») o, mejor administrarles algo más sofisticado, como el postulado de Boling: «Si llegaras a encontrarte bien, no te preocupes. Se te pasará».

Lo interesante de la curva Bell es que se puede poner al mismo grupo de personas a hacer otra cosa y comparar resultados. Por ejemplo, poner a los anteriores freidores de huevos a repartir tortazos por la calle. Se obtendrá exactamente la misma curva, pero cambiarán las posiciones de los individuos. Así, uno que antes ha estropeado un simple huevo frito podrá encontrarse entre los excelentes repartidores de tortazos por la calle.

Si uno es un hijo de POTUS, en un discurso en la India suelta el aserto «Admiro a los pobres porque sonríen» y comprueba luego que el mundo entero se ha indignado, puede hacer varias cosas. Puede por ejemplo lamentarse por no haber aplicado la Ley de Fahnestock sobre el debate: «Vale la pena evitar todo tema que valga la pena debatir». Pero si es un luchador puede empezar a escudarse en el principio de Heisenberg sobre la incertidumbre, que establece que la localización de todos los objetos no se puede conocer de forma simultánea, y en su corolario: «Si encontrás un objeto que estaba perdido, desaparecerá otro». Así, podrá aducir que encontró una formulación, pero desapareció el sentido de lo que en realidad quería decir.

Siempre hay salidas. Uno puede incluso achacar cualquier despropósito al estrés y la premura esgrimiendo la Ley de Boob: «Las cosas (en este caso la formulación), siempre se encuentran en el último sitio en que las buscás». De última, ya eludiendo toda responsabilidad, uno puede esgrimir la síntesis de Schnatterly sobre los corolarios: «Si algo no puede salir mal, saldrá mal». En caso de que los periodistas formulen preguntas incómodas, se los puede acusar de no respetar la Ley de la Selva.

Después de soltar esos descargos uno tiene que evitar a toda cosa acordarse de la extensión de Gattuso de la Ley de Murphy: «Nada es tan malo nunca como para que no pueda empeorar», ya que una vez activada una espiral descendente el final puede resultar amargo. Se trata de limpiar las ca, qué digo, las suciedades (al menos las expelidas en el nivel retórico) y quedar más o menos bien. El problema es que ahí empieza a funcionar la Ley de Imbesi sobre la conservación de la suciedad: «Para limpiar algo, hay que ensuciar otra cosa», ley aplicada con esmero por ejemplo en la serie House of Cards.

En fin, uno tiene que defenderse, y si es posible, opinando. Debe tener cuidado de que no vayan a aplicarle la teoría de Goia: «La persona menos calificada es la que da más opiniones». Conviene asegurarse que otro ser humano dé más opiniones que uno, aplicando en esto las dos primeras Leyes de Lackland: «Nunca seas el primero» y «Nunca seas el último».

A veces lo mejor es el silencio: cualquier cosa que digas puede ser usada en tu contra. Cuando metiste la pata bien pero bien metida, rige el principio de Schopenhauer sobre la entropía. Es algo así como que si agregás una cucharada de vino a un tonel con basura vas a obtener basura, y si agregás una cucharada de basura a un tonel de vino, vas a obtener basura.

Una conclusión posible de todo lo anterior es que en estos tiempos de neopositivismo y neodarwinismo la Retórica se enriquece aceleradamente. La Inventio, el inventario de los materiales del discurso, engorda con nuevos tópicos o «lugares» que resultan contenidos y coagulados, también en estas y muchas otras leyes, corolarios, principios, postulados y navajas. Algunos ya son lugares comunes mientras otros permanecen reservados a una élite de entendidos. La pregunta es, en cualquier caso, qué hacen con nosotros. Cómo nos persuaden y (mal)educan y, sobre todo, para qué. Ovejas bobas, donde va una, van todas.

Así, al Beatus ille, al refranero, al Tempus fugit, a las frases célebres, al Ubi sunt, a las paremias, se le suman ahora oneliners, memorables y memorizables. Tomá nota, pues, de la Ley de Whistler: «Nunca se sabe quién tiene razón, pero siempre se sabe quién manda».


[1] Según el Diccionario de la Real Academia Sueca el concepto se ha formado con lag, lo que está bien y es común a un grupo, sumado a un antiguo dativo plural, hum: lo apropiado para lo que es común. En cambio (¡estos sabios que no se ponen de acuerdo!) la Enciclopedia Nacional sueca asegura que lagom originalmente significó: en una posición o circunstancia adecuada.
[2] Sobre las «Leyes de Murphy» y sus múltiples derivaciones, comentarios, agregados, etcétera, véase esta fuente, que en parte utilicé para este artículo: http://mendillo.info/Desarrollo.Personal/Ley.de.Murphy.htm

Leonardo Rossiello Ramírez

Nací en Uruguay en 1953 y resido en Suecia desde 1978. Tengo tres hijos, soy escritor y profesor en la Universidad de Uppsala.

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