Hablemos de la culpa

Matheus Kar | Arte/cultura / BARTLEBY Y COMPAÑÍA

Últimamente, los temas referentes al desarrollo de la salud mental han quedado en las garras de estafadores. Estafadores que lanzan su anzuelo para ver si más de alguien lo muerde. El verdadero problema para ellos es que cada día necesitan más anzuelos. La autoayuda, como ya lo he dicho, se ha convertido en parte del engranaje del sistema neoliberal, siempre buscando la explotación del hombre para inflar los bolsillos.

Cuando se habla de valores siempre se termina hablando de trabajar, de ser efectivo, de hacerse rico o de tener éxito. Bueno, ha llegado el momento de desenmascarar a los estafadores y pensar que esta felicidad que nos venden nos puede terminar aniquilando. No hay ningún tesoro interno, hay que saberlo. Por más que nos esforcemos, no siempre vamos a alcanzar nuestras metas. Muchas de nuestras metas, pensándolo bien, coinciden con las metas del sistema.

Ahora bien, al hablar de la culpa no lo haremos para ser más efectivos, más entusiastas o hacernos ricos. Ya lo decía Diderot: «Filosofar es aprender a morir». Morir es una decisión personal, que nadie puede tomar por nosotros. Algunos animales, cuando se acerca la muerte, se alejan de la manada para morir lejos, y así ahorrarles molestias.

La culpa es, quizá, junto a la identificación, uno de los principales hidrocarburos del hombre. Sin ella, no habría dulces hijos cuidando a sus padres en los últimos años. Me refiero a que no es una decisión consciente, es una forma de devolver un favor, así es como se instala la culpa (es una responsabilidad distorsionada).

En el abuso sexual infantil, cuando el abusador busca el silencio de su víctima, lo primero que hace es trasladar la responsabilidad. «Este es nuestro secreto», le dice, «si lo revelas, es tu responsabilidad lo que suceda». El niño, por supuesto, teme que sus padres se divorcien, riñan o, en el peor de los casos, no le crean. Algunos estudios revelan que solo se conoce el 6 % de los casos de abuso infantil, por lo que el silencio (o la culpa) es un factor importante para su resolución.

En el diario vivir, vemos la culpa a cada momento, cuando uno busca delegar la responsabilidad o tomar decisiones por otros. Uno de los principales elementos para una vida digna es la autonomía. La autonomía exige el goce total de la responsabilidad de las propias acciones. Muchos prefieren que otros tomen las decisiones. Pero, ¿por qué? Bueno, por miedo a equivocarse. Si se equivocan, piensan, al menos no es su responsabilidad, quien se equivocó fue otro.

Los padres, a su manera, también padecen de culpa. Cuando un padre hace todo por sus hijos, incluso si estos ya son mayores de edad, es bastante contradictorio. No son padres castrantes hostiles, pero sí pasivos. Les consiguen trabajo, les dan dinero, les pagan el doctorado, no los dejan ni siquiera hacer su cama, como si el niño fuera un bebé. ¿Cuándo empezará a vivir esta persona?

¿Pero de dónde surge la culpa? Al principio hablamos de la identificación. Esta nos permite introducir en nuestro equipaje mental atributos admirables, sostenibles y nutritivos que nos ayudan a planificar proyectos personales. ¿Quién no desearía ser un modelo a seguir, un tótem admirable y prestigioso? Pues claro que muchos. Eso no se puede lograr fácilmente, no muchos han aprendido a vivir con dignidad. Entonces se le teme a la equivocación, a perder prestigio o el poco cariño que otros brindan. Así como el abusador teme ser descubierto, el padre teme perder la admiración que su hijo siente. De igual forma, todos le temen al olvido. Se cuida a otros para que otros nos cuiden cuando estemos viejos. Equivocarnos, en el «mundo real», por lo tanto, es «algo malo».

Alguna vez escuché que hacemos con los animales lo que nos gustaría que hicieran con nosotros. La neurociencia, a su manera, apoya esto. El cerebro está diseñado para imitar las conductas observables, incluso si está solo, para reproducir los sentimientos del otro. Eso que llaman empatía. Cuando otro está triste también fingimos estarlo, pero solo es un mecanismo adaptativo del cerebro: reproduce la conducta para aprender del sentimiento, sin necesidad de pasar por la experiencia (dolorosa).

Por lo que hacerse rico, ser altamente productivo, notable y efectivo no es más que un intento desesperado por hacerse un tótem prestigioso y admirable. El chantaje (emocional o económico), la delegación de la responsabilidad, las presiones o pequeñas extorsiones (como los ¿en serio me quieres?) no dignifican la vida. Una vida digna provee una muerte aceptable.

Y como dijo Diderot: «Filosofar es aprender a morir».


Imagen tomada de El portal del hombre.

Matheus Kar

(Guatemala, 1994). Promotor de la democracia y la memoria histórica. Estudió la Licenciatura en Psicología en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Entre los reconocimientos que ha recibido destacan el II Certamen Nacional de Narrativa y Poesía «Canto de Golondrinas» 2015, el Premio Luis Cardoza y Aragón (2016), el Premio Editorial Universitaria «Manuel José Arce» (2016), el Premio Nacional de Poesía “Luz Méndez de la Vega” y Accésit del Premio Ipso Facto 2017. Su trabajo se dispersa en antologías, revistas, fanzines y blogs de todo el radio. Ha publicado Asubhã (Editorial Universitaria, 2016).

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