Edgar Rosales | Política y sociedad / DEMOCRACIA VERTEBRAL
(Agradezco a Radio Nuevo Mundo la divulgación de mis columnas,
por medio de su extraordinario sistema de información a nivel nacional).
Una vez concluido el proceso electoral 2019, uno quisiera creer que el país por fin va a entrar a una etapa de tranquilidad y paz social, después de vivir una nueva época de agudo enfrentamiento y polarización, cuyo origen se remonta a mucho antes de la convocatoria al evento comicial. Lamentablemente, el ciclo que está por terminar solo fue un eslabón ineludible en la vida institucional, pero no pone punto final al ambiente de tensión que el país ha sufrido en los últimos años y que sin duda le espera en los próximos.
Si uno trata de hacer remembranza acerca de cuándo fue la última vez que los guatemaltecos vivimos algún período respetable de distensión, fácilmente cae en la cuenta de que ni siquiera las generaciones que rebasan las cinco o seis décadas podrían recordarlo.
Y es que, uno tras otro, los acontecimientos políticos han sido terriblemente devastadores para esta sociedad ansiosa de un poco de paz: invasión extranjera y fin de la Revolución, en 1954, instauración del liberacionismo anticomunista, enfrentamiento armado interno con sus prácticas de represión indiscriminada, paralela a la «institucionalización» del fraude electoral como método sustitutivo de la voluntad popular y a los golpes de Estado cuando dicha medida agotaba sus propósitos.
La ulterior instauración de un proceso que, en sus inicios se le dio el apellido de «democratizador», despertó enormes expectativas cuando se promulgó la actual Constitución de la República, pero las mismas se fueron diluyendo a medida que la «democracia» solo sirvió para engendrar una «clase» política cada vez más homógenea en prácticas corruptas y sin perfiles ideológicos identificables, que convirtió al Estado en una mera corporación comercial.
Tal degeneración alcanzó niveles definitivos y repugnantes, cuando la Carta Magna se modificó en 1994 para beneficiar aún más a la oligarquía económica, al grado de incluir aberraciones inconcebibles como esa del artículo 133 que, en tono eufemístico, reza: «Con la finalidad de garantizar la estabilidad monetaria, cambiaria y crediticia del país, la Junta Monetaria no podrá autorizar que el Banco de Guatemala otorgue financiamiento directo o indirecto; garantía o aval al estado, a sus entidades descentralizadas o autónomas ni a las entidades privadas no bancarias».
En la práctica, lo anterior se tradujo en el traslado y acumulación de enormes cantidades de recursos públicos hacia la banca privada, con todos los beneficios que la administración de los cuantiosos fondos aportados por los contribuyentes significan para los banqueros y, en este caso, con autorización constitucional para acumular inmensas fortunas.
Ni siquiera la suscripción de los Acuerdos de Paz, que suponía el fin de la confrontación y la instauración de una nueva era para Guatemala, logró aportar un mínimo de estabilidad social y económica, como se pretendía. Lejos de ello, dicho proceso se construyó al tiempo que el Estado entraba de lleno en una furiosa ola neoliberal, cuyos resultados se tradujeron en un nuevo esquema polarizante: mayor acumulación de riqueza en manos de cada vez menos familias oligárquicas, tendencia creciente a la pauperización y desaparición gradual de la clase media, además de la agudización del panorama de pobreza general y pobreza extrema, para utilizar en este último caso el término que los organismos técnicos usan para disfrazar el concepto real: condiciones miserables de vida de amplios sectores de población.
Y lo que suponía un esfuerzo extraordinario y postrero de reordenar un poco del caos originado por las élites empresariales y políticas, tal el caso de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala –Cicig–, resultó en un nuevo mecanismo de enfrentamiento social; en parte estimulado por los sectores afectados por acciones contra presuntos corruptos, pertenecientes a sectores económicos privilegiados, y en parte, por innegables desaciertos, jurídicos y políticos, perpetrados por dicho ente durante la persecución de determinados ilícitos penales.
Así que la polarización no es un mecanismo desconocido para los guatemaltecos y muchos revivimos recientemente aquellas épocas de hostilidad con increíble intensidad –verbal hasta ahora,– como ocurría en la Guerra Fría. Sin embargo, nunca se había vivido la espeluznante escena de un presidente de la República declarando su renuencia a acatar fallos del tribunal constitucional, alegando, irónica y falazmente, la no obligatoriedad de acatar órdenes que no estuviesen basadas en ley.
Todo este prolijo recorrido es para enfocar un punto: la represión, la conflictividad, la inestabilidad, la confrontación, la polarización, la descalificación, la ausencia de paz social, son rasgos distintivos –una verdadera y maldita marca de agua– en nuestros diversos procesos políticos, económicos y sociales, y que parecen acompañarnos por siempre en nuestro recorrido histórico.
Hoy, en plena resaca electoral, quizás muchos presten atención al hecho de que la amenaza sobre nuestra precaria institucionalidad sigue latente. La intención, cada vez más descarada, del presidente Jimmy Morales, de su círculo de asesores militares y algunos diputados al Congreso de la República de arremeter contra la Corte de Constitucionalidad y la oficina del Procurador de los Derechos Humanos, parece ser el siguiente punto de agenda.
Y es que, para muchos de ellos, sobre todo para el mandatario, las alamedas parecen estrecharse a medida que se acerca el final de una de las más terribles administraciones que se recuerden y que, además de mucha pobreza, pobrísima inversión pública, migración desorbitada y escandalosas gallinas con loroco, nos deja un país mucho más enfrentado, fragmentado y empobrecido que hace cuatro años, y con expectativas más nebulosas e impredecibles que nunca antes.
Así las cosas, en esta sociedad parecen agotarse todos los experimentos y posibilidades de construir la paz. La presión sobre la espita retenedora de la famosa explosión social está a punto de agotar su capacidad de resistencia, pero es necesario emprender el esfuerzo –probablemente el último– para evitar el reventón impredecible.
Fotografía principal de EFE, tomada de Brújula.
Edgar Rosales

Periodista retirado y escritor más o menos activo. Con estudios en Economía y en Gestión Pública. Sobreviviente de la etapa fundacional del socialismo democrático en Guatemala, aficionado a la polémica, la música, el buen vino y la obra de Hesse. Respetuoso de la diversidad ideológica pero convencido de que se puede coincidir en dos temas: combate a la pobreza y marginación de la oligarquía.
Correo: edgar.rosales1000@gmail.com
Un Commentario
En algo coincido con usted y es el enriquecimiento de los banqueros a costilla del pueblo, y eso no se dice, nadie lo réplica, pero lo más importante que se puede hacer para revertir ese afecio jurídico maquinado por Dionisio en 1993
Dejar un comentario