¿Futuro? (III)

-Marcelo Colussi | NARRATIVA

El anciano quedó deslumbrado, al mismo tiempo que impresionado, o quizá golpeado, para ser más exactos. Tanto, que le reapareció el inveterado tic en su ceja izquierda, que solo se activaba en circunstancias difíciles, y que inexorablemente estaba unido y reactivaba el recuerdo de las torturas sufridas en la juventud, cuando su militancia en el Partido Comunista. Ante cualquier situación emotiva fuerte, le regresaba. Como ahora.

– Felicitaciones, Robertito. Veo que estás muy familiarizado con todo ese mundo tecnológico. –

– Así es, abue. Aunque… ¿por qué felicitarme? Si yo ya nací con todo esto…–

En realidad, para el anciano intelectual, ese mundo fabuloso de las tecnologías digitales, de la inteligencia artificial y todo lo que él intuía como «de avanzada», tenía algo de mágico, de portento incomprensible…, pero también peligroso. Su preocupación fundamental, nunca ocultada, era el crecimiento de una cultura no lectora y acrítica que ya hacía tiempo se había consolidado. Eso, según su parecer, era un déficit irrecuperable. «¡Un verdadero peligro; quizá el peligro más grande de estos tiempos!»

– Bueno, abue: pero ¿cuál era esa pregunta tan «hilarante» que ibas a contar hace un momento?–

– Aunque te rías, Robertito, la situación era esta: en esa investigación se le preguntaba a jóvenes de tu edad qué harían si suena su teléfono celular justo cuando están haciendo el amor. –

– ¿Ajá?–

– Y al menos la mitad afirmó que por supuesto contestaría. –

El nieto guardó silencio. Esperaba que su abuelo siguiera con el relato; no entendía por qué se había detenido. Ese silencio lo único que lograba, para Roberto, era volver más incomprensible la anécdota.

– Abue… ¿y qué tiene de hilarante eso?–

Más desconcertado aún quedó el abuelo. No entendía cómo su nieto no reaccionaba airado, o divertido, o simplemente… ¡no reaccionaba! ante el relato. Para él era inconcebible algo así. Evidentemente, para Roberto –quizá para todos los jóvenes de su generación– no. «¿Es que estos muchachos viven solo para andar manipulando maquinitas?», se preguntó acongojado.

Sin dudas había dos códigos en juego, dos cosmovisiones, dos proyectos de vida. Incluso, proyectos enfrentados. Eso no quitaba que se quisieran entrañablemente. De hecho, Robertito había sido criado en gran parte de su infancia por sus abuelos, dado que sus padres habían marchado al exilio durante la última dictadura que asoló su país algunos años atrás. Durante ese período el abuelo, en ese entonces más joven y con mayor energía, había hecho lo imposible para lograr que su nieto –era el único que tenía– se inclinase por la lectura, por los valores de criticismo que él levantaba como los más importantes. No entendía que un joven fuera conformista, apegado al sistema de cosas imperantes, que lo más importante le resultara tener las máquinas de moda. Para él, tal como alguna vez lo dijo el ahora ya lejanísimo Salvador Allende del Chile socialista, no podía entenderse la juventud sin rebeldía, sin irreverencia.

– Hoy día estos jóvenes parecen viejos. No se cuestionan nunca jamás una cosa. Solo compran y compran. ¡No saben hacer otra cosa…!–, reflexionaba amargamente. Para él, un amante furioso de la lectura, era impensable que un estudiante universitario no armara ya desde su primer año una nutrida biblioteca. Llegó a derramar lágrimas en silencio viendo que su nieto no se interesaba por las mismas cosas que él: no leía, no le importaba la política, solo pensaba en estar a la moda tecnológica, aceptaba pasivamente lo que sus mayores le decían…

Pero había algo más que lo tenía triste, profundamente afligido. En realidad, eran dos cosas. La muerte de su hija en el exilio, la madre de Roberto (un cáncer fulminante), y el estilo de vida elegido por su otro hijo, el ingeniero, a quien consideraba «perdido». Vladimir Libertario –así lo habían bautizado, aunque el muchacho prefería hacerse llamar Jimmy–, quien siempre estuvo en una relación de tensión con el ahora anciano militante. Vladimir era exactamente la antítesis de lo que su padre –y también su madre, miembro del Partido Comunista igualmente, hoy ya fallecida– querían. Era, quizá, como Roberto, pero en un grado superlativo.

Prefería hablar en inglés y no en español. Se mofaba de los indígenas de su país, miraba el imperio con profunda admiración reverencial y era un consumidor de tecnologías de punta infinitamente más exagerado que Roberto. Tenía cuatro chips insertados (el último, de la más reciente generación, le permitía cambiar de sexo indistintamente). En este momento vivía en Los Ángeles, y hacía años que no se comunicaba con su padre. La última vez que nuestro héroe –el anciano militante– había tenido conocimiento de su hijo ingeniero fue cuando leyó un artículo de difusión de él, en inglés, donde adoraba la tecnología como nueva deidad, poniéndola como el elemento que «le hace falta a los países pobres, subdesarrollados y salvajes del sur del mundo para salir de su atraso». Lo que no le perdonaba era la frase con que cerraba el texto de marras, escrito sin dudas con saña y con secreta dedicatoria para su padre, quien siempre regañaba/acusaba a Vladimir por su racismo: «el día que nuestro país se desarrollará será cuando cada indio posea un teléfono celular inteligente». Hoy, años después de escrito ese artículo, en el país había casi el doble de teléfonos móviles que de habitantes… y el «progreso» no había llegado.

El abuelo era reticente a ese endiosamiento de la tecnología, pero no la denostaba. El día después de esta escena que relatamos más arriba, llamó a su nieto a su estudio, y con aire ceremonial le comentó:

– Robertito querido, tengo que contarte algo que te va a hacer caer de espaldas. –

– ¿Qué cosa es, abue?–

– Bueno…, durante el exilio de tus padres en Europa, cuando la guerra civil aquí, pasaron cosas muy desagradables. –

– Ajá…–

– Por lo pronto, murió tu madre. –

– Sí, eso ya lo sabía. Me lo contaste muchas veces, ¿te olvidaste? De un tumor canceroso en la cabeza, cuando tenía 35 años. Y también mi papá, las pocas veces que ahora lo veo en la pantalla, me lo dijo. –

– Bueno, Robertito: de eso se trata… Tu padre nunca regresó del exilio. Esa persona que a veces te habla por la computadora no es tu papá de carne y hueso. ¡Es un holograma!–

– ¡Ah! ¡Qué bien! Debe ser el mismo programa que uso yo a veces, cuando no tengo ganas de hablar en persona aquí, y monto mi holograma. ¿No lo habías notado? Ahora, el verdadero Robertito está en un motel, abue, con una de sus parejas. Pero si recibe una llamada por teléfono seguramente contesta. ¿Lo llamamos?–


Marcelo Colussi

Psicólogo y Lic. en Filosofía. De origen argentino, hace más de 20 años que radica en Guatemala. Docente universitario, psicoanalista, analista político y escritor.

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