Fútbol… ¡bendita pasión!

Rodrigo Pérez Nieves | Política y sociedad / PIEDRA DE TROPIEZO

Jugamos como nunca, perdimos como siempre.

Existió un país, tierra de eterna primavera, infinita esperanza a pesar de los reveses, que gustaba del fútbol, que comía fútbol, digería fútbol, pero no lo asimilaba porque no sabía jugarlo. Un país que vivía a la expectativa eterna de ser campeón, aunque siempre era el perdedor de la jornada.

Generalmente, los habitantes de esta pequeña y subdesarrollada nación eran flacos, esmirriados o panzones. Los pulmones saturados de humo de sus futbolistas nunca podían resistir los noventa minutos de un partido. Sus pequeñas piernas morenas, eran siempre víctimas de las musculosas de los ticos, brasileños y hasta mexicanos.

Los jugadores de este pequeño país tenían mucha habilidad con el balón. Cualquier jugada era magia en sus pies. Cada uno era la estrella en su pueblo: el Pando, Coyoy, el Moyo, el Chino. Su defecto era que no le podían pasar la pelota a un compañero. Todos vivían pegados a su propio balón. El egoísmo era una característica inherente de cada uno. Algunos decían que era parte del legado español, otros que era parte de la idiosincrasia egocéntrica y baloncéntrica.

País noble de corta memoria y longevos recuerdos, donde los jugadores eran amados y las derrotas olvidadas por sus recurrentes esperanzas de una victoria.

Los suplementos deportivos de los periódicos siempre explotaban el fracaso ajeno. La derrota con dignidad era casi un código de ética nacional. Las buenas noticias deportivas eran derrotas de menos de tres goles y una goleada nunca caía mal. «Jugamos como nunca perdimos como siempre», alguna vez dijo un comentarista deportivo intentado encontrar un excusa luego de la derrota.

Los cronistas deportivos solían ser futbolistas frustrados, pero con orgullo. Ellos preferían hablar de los vencidos antes de sentirse parte de las derrotas futbolísticas. La cultura del fracaso fue la moda promocionada por la prensa.

Muestra de esta realidad eran dos equipos de raíces comunales y capitalinas, eran los más populares de todos los equipos en este país. Clubes de fútbol que enseñaron que el perder con honor fuera de las fronteras era una tradición nacional.
Además, el orgullo nacional era un día perdido en el tiempo, en el que, según contaban los viejos, la selección «casi» clasificaba a un mundial. No clasificó, ni siquiera lo protagonizó, pero eso no importaba.

El Gobierno, sabio como siempre y cansado de este sentimiento perdedor, decidió cortar con tantas derrotas internacionales. Acabar con los futbolistas esmirriados, periodistas forjados en miseria deportiva y dirigentes usureros del llanto popular. El Estado decidió prohibir que los equipos de fútbol participaran en cualquier tipo de competencia allende las fronteras.

No más comparaciones entre jugadores técnicos y futbolistas improvisados. No más llantos incontenibles de aficionados llenos de esperanza. No más copas Concacaf con goleadas estrepitosas, ni eliminatorias rompecorazones. Ya no había que soñar con llegar al Mundial. Los periódicos vendieron más, la afición era más feliz peleándose entre sí y los jugadores vivían engañados de su gran nivel.

El Congreso la llamó: la Ley del Buen Perdedor. «Si queremos tener almas ganadoras hay que ganarnos entre nosotros», gritó el presidente en su mensaje a los conciudadanos. A partir de ese día las sonrisas se dibujaron y el fútbol fue sinónimo de éxito nacional (AP).


Fotografía proporcionada por Rodrigo Pérez Nieves.

Rodrigo Pérez Nieves

Ingeniero graduado en Alemania, columnista durante 12 años en el periódico El Quetzalteco, con la columna Piedra de tropiezo. Colaborador con los grupos culturales de Quetzaltenango y Coatepeque. Catedrático en la URL en la carrera de Ingeniería Industrial, sede Quetzaltenango. Libros escritos: Pathos entrópico (poesía y prosa), Cantinas, nostalgias de un pasado y el libro de texto universitario Procesos de Manufactura.

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