Foucault y Marcuse: dos pensamientos críticos de la modernidad

Camilo García Giraldo | Arte/cultura / REFLEXIONES

Desde que Marx mostró en su obra El capital que la capacidad o fuerza de trabajo de los hombres fue convertida por los empresarios capitalistas modernos en una mercancía que pueden vender en el mercado laboral para intercambiar su uso por un determinado salario que les permita adquirir los bienes necesarios para reproducirla, se puso en evidencia un hecho central de la modernidad: que las fuerzas y energías vitales, físicas y metales de los hombres pueden siempre ser convertidas por estos empresarios o por los agentes del poder en medios usables para obtener sus fines y sus propósitos particulares: para obtener beneficios o ganancias económicas o para sujetarlos a sus órdenes.

Esta situación mostrada críticamente por Marx es la que sirve de punto de partida para el análisis de las sociedades modernas que llevaron a cabo pensadores como Michel Foucault y Herbert Marcuse. En efecto, para Foucault, como lo expuso en su libro Vigilar y castigar, las sociedades modernas están esencialmente compuestas por instituciones u organizaciones cerradas como las cárceles, los hospitales, las escuelas o las empresas y fábricas en las que operan casi invisibles redes de poder, una «micro-física» del poder, que mediante el ejercicio continuo e ininterrumpido de la vigilancia de los funcionarios de esas redes de los movimientos físico-corporales y las conductas de quienes ingresan a ellas, las encauzan, ordenan y disciplinan para que sus fuerzas y capacidades físicas y mentales se incrementen y se tornen útiles y efectivas para los fines generales de la sociedad, para que sirvan efectivamente a su conservación y reproducción. Pero, al ocurrir esto, estos individuos son convertidos por estas instituciones en simples medios para cumplir fines ajenos que no les son propios; es decir, pierden su condición de ser fines en sí mismos, pierden la libertad esencial que los humaniza.

Y por su parte, Marcuse consideró, en sus libros Eros y civilización y en especial en El hombre unidimensional, que la organización de la sociedad moderna industrial capitalista se ha constituido de tal manera que le ofrece a los individuos no solo los bienes y mercancías para satisfacer sus necesidades reales o naturales, sino también les ha creado, a través de los mensajes publicitarios que les transmiten los medios de comunicación, muchas «necesidades ficticias e irreales» que les atrapan sus vidas al dedicarse a satisfacerlas casi sin límites; es decir, son necesidades que los empujan a comprar y consumir mercancías que real y naturalmente no necesitan. Satisfacción que, además de integrarlos al orden económico industrial del capitalismo les da la falsa ilusión de ser felices.

De este modo, los individuos no solo dejan de saber quiénes son, dejan de ser conscientes de su propio ser real, sino que además pierden de vista lo que considera, siguiendo a Freud, la principal necesidad que tienen en sus vidas, la de ser libres sublimando sus pulsiones sexuales de placer, su libido. Al perder la posibilidad de diferenciar las necesidades naturales de las artificiales, los individuos pierden, entonces, la capacidad de reconocer esta necesidad central de sus existencias. Pérdida que se demuestra, según en él, en el hecho de que reducen y restringen consciente o inconscientemente el placer sexual al uso de sus órganos genitales. Y al ocurrir esto, los individuos se quedan sin la posibilidad de sublimar, es decir, de liberar en diferentes y múltiples dimensiones de sus vidas, sus energías sexuales-corporales con las que pueden conquistar su más auténtica libertad, con las que puedan alcanzar una realidad en la que lleguen a ser fines en sí mismos.

Sin embargo, este diagnóstico crítico de las sociedades modernas, de la modernidad, en que los individuos que la componen son convertidos sin saberlo por la redes del poder disciplinario en las instituciones cerradas o por el poder de coacción de los abrumadores mensajes publicitarios en simples medios objetivados, carentes de libertad, que viven y obran en función de fines ajenos, creyendo ilusamente que son los propios, no refleja toda la compleja realidad de estas sociedades, sino solo una parte. Pues al lado de la presencia de estos poderes existe un mundo de la vida cotidiana, como lo mostró, describió y analizó muy bien Habermas en su libro Teoría de la acción comunicativa. Un mundo en el que los individuos se forman como seres humanos, aprendiendo y renovando los saberes culturales tradicionales, los conocimientos científicos y técnicos, y las normas y valores morales que necesitan para convivir entre sí, usando libremente el lenguaje, es decir, hablando o dialogando entre sí sobre el contenido de estos saberes o sobre todos los problemas o asuntos del mundo o de sus vidas que deseen, entre ellos el de la existencia de estos poderes externos que cuando actúan sobre ellos les niegan su libertad, los despojan de la condición de sujetos capaces de obrar en función de los fines que se dan a sí mismos.

Pues los individuos, al hablar entre sí con libertad en el interior del mundo de sus vidas de la existencia de estos poderes organizados que les suprimen su libertad, la recuperan, es decir, niegan o disuelven el poder de esos poderes que les han negado en un determinado momento su libertad. El lenguaje, cuando los hombres lo usan libremente, revela su verdadera fisonomía: la de poseer un poder que no solo los hace libres y humanos sino, además, disuelve los demás poderes que niegan o suprimen su libertad.

Por eso, en las sociedades modernas, los individuos son y no son al mismo tiempo libres, son sujetos libres cuando pueden usar libremente el lenguaje en el mundo de sus vidas para hablar o dialogar entre sí; pero pierden esa libertad cuando quedan convertidos en «objetos» sin voluntad propia al ingresar a determinadas instituciones que les imponen la obligación de obedecer sin restricciones u objeciones un conjunto de reglas disciplinarias estrictas o cuando quedan atrapados por el contenido seductor de los mensajes publicitarios que transmiten a diario los medios masivos de comunicación que les ordenan, sin aparente coacción, igualmente su conducta. Es en esta situación contradictoria en la que se desenvuelve y transcurre la vida real de los hombres en la modernidad. Situación que confirma, por lo demás, la vieja sentencia del pensamiento dialéctico formulada metafóricamente por primera vez en la antigua Grecia por Heráclito, y elaborada de modo sistemático en los tiempos modernos por Hegel, de que el ser es y no es al mismo tiempo, de que los contrarios coexisten en el ser. Y al confirmarse en la vida de los hombres actuales, la dialéctica nos ayuda a comprender esas vidas tal como son.


Camilo García Giraldo

Estudió Filosofía en la Universidad Nacional de Bogotá en Colombia. Fue profesor universitario en varias universidades de Bogotá. En Suecia ha trabajado en varios proyectos de investigación sobre cultura latinoamericana en la Universidad de Estocolmo. Además ha sido profesor de Literatura y Español en la Universidad Popular. Ha sido asesor del Instituto Sueco de Cooperación Internacional (SIDA) en asuntos colombianos. Es colaborador habitual de varias revistas culturales y académicas colombianas y españolas, y de las páginas culturales de varios periódicos colombianos. Ha escrito 7 libros de ensayos y reflexiones sobre temas filosóficos y culturales y sobre ética y religión. Es miembro de la Asociación de Escritores Suecos.

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Correo: camilobok@hotmail.com

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