Marcelo Colussi | Política y sociedad / ALGUNAS PREGUNTAS…
Ya no resulta novedad la noticia de una masacre en Estados Unidos. Siempre se da igual: un «loco» que se pone a matar gente, armado hasta los dientes, en medio de una escena de aparente tranquilidad ciudadana. Si eso ocurriera, por ejemplo, en África o Centroamérica, serviría para aumentar su estigmatización como «regiones pobres y violentas». En nuestros países del Sur, la violencia y la muerte cotidiana adquieren otras formas: no hay «locos» que produzcan esas masacres; la muerte violenta es «natural», está incorporada al paisaje cotidiano.
Explicar estas recurrentes masacres de Estados Unidos solo como explosiones psicopatológicas individuales no explica todo. Sin dudas, quienes la cometen pueden ser personalidades desestructuradas, psicópatas o psicóticos graves; «locos» para el sentido común. ¿Pero por qué no ocurren también en los países del Sur plagados de guerras internas y armas de fuego, donde la cultura de violencia y las violaciones a los derechos humanos están siempre presentes, donde la muerte es cotidiana, casi asimilada como «normal»? («Dios quiere angelitos», dice la gente cuando se muere un niño) ¿Por qué se repiten tanto en la gran potencia? La violencia no es patrimonio de las «repúblicas bananeras». Dígase de paso que la expresión más monumental de la violencia, la más sádica, pensada y estudiada al detalle, es la guerra. Y no son, precisamente, los empobrecidos países del Sur quienes las declaran, las organizan y se benefician de ellas: son las potencias del Norte. Y son educados personajes (en general varones) con maestrías y doctorados –y abultadas cuentas bancarias– los que las deciden en alguna lujosa oficina desde un penthouse.
El patrón de violencia que desencadenan periódicamente estas masacres no es algo aislado, circunstancial. Por el contrario, habla de una tendencia profunda. La sociedad estadounidense es tremendamente violenta. Su clase dirigente –hoy, clase dominante a nivel global– es un grupo de poder con ansias de dominación nunca vistas en la historia, y el grueso de la sociedad no escapa a ese clima general de violencia, entronizado como derecho propio.
Estados Unidos ha construido su prosperidad sobre la base de una violencia monumental (como todas las prosperidades de los imperios: a la base siempre hay un saqueo. La propiedad privada es el primer robo de la historia). La conquista del Oeste, la matanza indiscriminada de indígenas americanos (y su posterior confinamiento en reservaciones), el despojo de tierras a México, la expansión sin límites a punta de balas, el racismo feroz de los anglosajones blancos contra los afrodescendientes –con linchamientos hasta hace 50 años, una segregación espantosa que hace que el 80 % de sus convictos sean negros y un grupo extremista como el Ku Klux Klan, aún activo al día de hoy, con locas ideas de supremacismo blanco– o el actual racismo contra los inmigrantes hispanos legalizado con leyes fascistas, toda esa carga cultural está presente en la cultura estadounidense.
Único país del mundo que utilizó armas nucleares contra población civil –no siendo necesarias en términos militares, pues la guerra ya había sido perdida por Japón para agosto de 1945, cuando se dispararon–, presente en forma directa o indirecta en todos los enfrentamientos bélicos que se libran actualmente en el mundo, productor de más de la mitad de las armas que circulan en el planeta, dueño del arsenal más fenomenal de la historia con un poder destructivo que permitiría hacer pedazos la Tierra en cuestión de minutos y productor de alrededor del 85 % de los mensajes audiovisuales que inundan el globo con la maniquea versión de «buenos» versus «malos», Estados Unidos es la representación por antonomasia de la violencia imperial, del desenfreno armamentístico, del ideal de supremacía. Su símbolo patrio, el águila de cabeza blanca, lo pinta de forma cabal: ave rapaz por excelencia, muchas veces se alimenta de carroña o robando las presas de otros cazadores, conducta «ladrona» que llevó al padre de la patria, Benjamin Franklin, a oponerse vehementemente a la designación de este animal como representación del país. «[El águila blanca] no vive honestamente. Por haraganería no pesca por sí misma. Ataca y roba a otras aves pescadoras», escribió indignado, fundamentando por qué no debía ser esa ave el símbolo nacional. Obviamente, sus ideales no triunfaron.
«El derecho a poseer y portar armas no será infringido», establece tajante la segunda enmienda de su Constitución. Para salvaguardar este derecho y «promover y fomentar el tiro con rifle con una base científica», en 1871 se fundó la Asociación Nacional del Rifle, hoy día la asociación civil más vieja del país, con cuatro millones de miembros y treinta millones de allegados y simpatizantes. Por lo que puede apreciarse, la pasión por las armas (¿por la muerte?) no es nueva. Las masacres son parte fundamental de la historia de Estados Unidos.
Si es cierto, como dijera Freud, que no hay real diferencia entre psicología individual y social, porque en la primera está ya contenida la segunda, la «locura» de cualquier joven asesino que aparece por ahí no es sino la expresión de una cultura de violencia que permea toda la sociedad estadounidense, haciéndola creer portadora de un «destino manifiesto». En el Medioevo, un loco alucinaba con apariciones de vírgenes; en el siglo XX, con platos voladores. Un delirante de Estados Unidos, con Rambo (sintiéndose tal y matando a discreción). Pero la realidad es infinitamente más compleja que vaqueros «buenos» contra indios «malos».
Fotografía tomada de El Mundo Today.
Marcelo Colussi

Psicólogo y Lic. en Filosofía. De origen argentino, hace más de 20 años que radica en Guatemala. Docente universitario, psicoanalista, analista político y escritor.
Correo: mmcolussi@gmail.com
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