Tomás Rosada | Política y sociedad / MIS CINCO LEN
Érase un rey torcido que solo se miraba el ombligo. Incapaz de alzar la vista, no pasaba del pubis y las rodillas, hacia el sur, y los codos y pezones, hacia el norte. Pobre rey acomplejado, panzoncito y sin orejas era. Hablaba quedito y hacia adentro, incapaz de hacerse escuchar ni por su propia sombra. Cada tanto se amarraba la corona con un lacito rosa bajo el güegüecho, porque su postura tan torcida la deslizaba o sobre sus propias narices, como queriéndole recordar a cada rato que debía enderezarse y tratar de gobernar erguido, o hacia el lado derecho, pues gustaba ver el mundo de un solo lado.
Érase una corta corte, lambiscona y bizca, que le seguía el rumbo al torpe sordo rey. Puñado amontonado de embusteros, baratijas humanas, saltimbanquis trasnochados, que también caminaba con la cabeza inclinada sobre el hombro derecho, unos para hacerle burla al rey y otros porque juraban que así es como estaba escrito que el mundo debía ser: derecho. Al ser bizcos con la cabeza girada a la derecha, su mirada era digamos que… bueno… alrevesada.
Érase una real guardia que desde hacía muchos años se había convencido de que la cabeza no era más que un apéndice del cuerpo, deformación de los codos y las rodillas. Tan mal hecha que hasta pelo le crecía, y por eso cada tanto había que cortarlo al rape y ponerle quepis para esconder su fealdad. ¡Ah, si tan solo se pudiera golpear con la cabeza, pero ni siquiera para eso sirve!, se decían entre ellos. Blandengue esfera con dos pelotitas blancas que a su vez tienen otras dos más chicas y oscuras, y que dizque sirven para mirar alrededor y comparar. ¿Comparar? ¡Palabra maldita! ¡Palabra proscrita! ¡Palabra subversiva! ¿A quién le interesa levantar la mirada cuando se puede levantar la voz? ¡No hay nada que ir a buscar afuera para comparar!
Érase un reino con un único súbdito. Muchacho joven, con dos orejas para escuchar, con dos ojos para ver (y comparar), con dos manos para escribir lo que escuchaba con las orejas y lo que veía y comparaba con los ojos, con una boca para contar lo que escribía (que no era nada más que lo que escuchaba y veía y comparaba con sus dos orejas y sus dos ojos). Con sus piernas largas andaba y se movía. Se ponía en distintos puntos de la geografía del reino. Subía cerros, azoteas, se metía en los bosques, o simplemente se acostaba en el pasto por las noches estrelladas a contemplar y escuchar el silencio en silencio.
Le gustaba eso de ver las cosas desde lugares distintos: distintas perspectivas, que le llaman. Y así fue como se dio cuenta que en el reino donde vivía todo estaba al revés. El rey por no poder serlo no tenía poder. La real guardia no era real ni era guardia. Y la corte era realmente corta, de visión, de estatura, de todo.
Así no hay reino que prospere, se dijo. Aquí no hay espacio para mí. Y un buen día decidió caminar y alejarse, y alejarse caminando, hasta dejar al torpe rey sin súbdito.
Ya sin nadie a quien poder reinar, se quedó el irreal rey sin su fuente de poder real. Entristecido guardó silencio por un año y luego pensó «me voy a deshacer el nudo del lacito rosa y colgaré la corona en la pared». Y abdicó…
Tomás Rosada

Guatemalteco, lector, escuchacuentos, economista y errante empedernido. Creyente en el poder de la acción colectiva; en los bienes, las instituciones y los servidores públicos. Le apuesta siempre al diálogo social para la transformación de estructuras. Tercamente convencido de que la desigualdad extrema es un lastre histórico que hay que cambiar en Guatemala. Por eso, y sin querer, se metió al callejón del desarrollo, de donde nunca más volvió a salir. Algún día volverá a levantar el campamento y regresará a Guatemala para instalarse en el centro —allí cerquita de donde dejó el ombligo—, para tomar café, escribir, escuchar y revivir historias de ese país que se le metió en la piel por boca y ojos de padres y abuelos.
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