-Virgilio Álvarez Aragón / PUPITRE ROTO–
Juveniles, casi mayoritariamente infantiles, las cuarenta y una víctimas mortales del crimen de Estado sucedido el 8 de marzo de 2017, apenas si imaginaban cuánto desprecio y autoritarismo puede caber en el espíritu de funcionarios públicos incapaces de entender la inmensa responsabilidad social de la que fueron investidos cuando electos.
Hijas tiernas, en un país donde se desprecia la juventud y la pobreza, querían volar cual mariposas en búsqueda de sus horizontes, pero las larvas del egoísmo y la vanidad que corroen a quienes, diminutos moralmente, se ensoberbecen cuando tienen alguna cuota de poder, odiaban sus alas y temían sus trinos que, aunque desafinados, ensayan una canción de libertad y esperanza.
¡Pongan candado!, ¡que no escapen! Fueron, palabras más, palabras menos, las órdenes de quien, soñoliento, pedía que no le importunaran por el simple hecho que un ciento de niños y niñas, puestos bajo su responsabilidad por los tribunales, se habían hastiado de los malos tratos, abusos y agresiones de empleados que, contratados sin mediar el más mínimo criterio de selección profesional, solo sabían, como sus superiores, de autoritarismo, violencia y engreimiento.
Inexpertas ante la vida y el mundo, creyeron que con sus gritos y protestas podrían captar la atención de los responsables del centro donde les trataban peor que reclusas en campos de concentración, para así poder cambiar, en algo, la situación humillante que una sociedad enferma de individualismo y soberbia les había impuesto.
Eran aún canción cálida, sonrisa alegre. Como cualquier adolescente de su época soñaban con una vida digna y amable, infinitamente superior a la que una sociedad construida en el desprecio y explotación les había heredado. No pedían mucho, simplemente un poco de respeto y atención genuina, que superara los simples actos burocráticos que las habían conducido a un local que nada tenía de hogar, y que en ningún momento les brindó la más mínima seguridad.
Creían que podrían tragarse el mundo antes que este se las tragara a ellas, y esperaban, coquetas, que el amor y el cariño les diera el hogar que muchas nunca habían disfrutado. Soñaban ser pobremente felices, pero sus protectores, convertidos en encarnizados carceleros, les negaron hasta el derecho a la vida.
Pobres, la demagogia conservadora había utilizado su situación para enriquecer ilegalmente a quienes les despreciaban. Mezcla de caridad hipócrita con benevolencia fingida, les tiraban por la cara duros frijoles, valuados en viandas finas para que los funcionarios responsables de sus cuidados se enriquecieran ilegalmente.
De sonrisas y ojos luminosos, como los todas las niñas que alegres se despiertan a los retos de la vida, de golpe se encontraron sumidas en el calor incinerante del desprecio y el odio de los que, considerándose ungidos celestiales, exigen pleitesías y silencios ante su ineptitud administrativa.
Incapaz de reconocer su responsabilidad en el crimen, cual falso candil de la calle, el altanero demagogo presidente de Guatemala se atrevió a presumir ante el comité de lobistas favorables al régimen conservador israelí en Estados Unidos -Aipac, por sus siglas en inglés- que, con las recientes incautaciones de cultivos de amapola impidió que «más de 22 millones de personas pudieran ser afectadas por el uso de las drogas». Salvó americanos de su propia enfermedad, pero fue incapaz de salvar del maltrato y las posteriores llamas a cuarenta y una niñas que estaban bajo su total y absoluta responsabilidad.
Las madres, los jueces, la sociedad, le entregó cuarenta y un fuegos infantiles, que querían calentar la vida con su alegría, él, junto a sus altaneros y arrogantes lacayos y cómplices les devolvió cuarenta y un cuerpos carbonizados.
Fotografía por Virgilio Álvarez Aragón.
Virgilio Álvarez Aragón

Sociólogo, interesado en los problemas de la educación y la juventud. Apasionado por las obras de Mangoré y Villa-Lobos. Enemigo acérrimo de las fronteras y los prejuicios. Amante del silencio y la paz.
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