Mónica Albizúrez | Literatura/cultura / INTERLINEADOS
“Ahora es oficial: A cambio de convertir el patio en una milpa-jardín, Ana puede no ir al campamento y pasar el verano en casa”. Esta oración podría anunciar el proyecto de algún habitante de gran ciudad, ávido por el regreso orgánico a la tierra en contra de la “jungla de cemento” y así fundar nuevos lazos comunitarios en torno a un huerto urbano. Porque el aprovechamiento progresivo de patios, terrazas, corredores o espacios intermediales para sembrar es una marca de la fisonomía cambiante de las grandes ciudades del siglo XXI. Es lo que ocurre en la novela de Laia Jufresa Umami (2015), cuando uno de los personajes, la adolescente Ana, decide sembrar maíz, frijol, calabaza y hierbas en el patio del complejo habitacional donde vive, el llamado “La Privada Campanario”, en plena ciudad de México.
En los amaneceres de esta ciudad, nos relata uno de los personajes, se instala diariamente una nata cerrada que, empero, deja entrar: “La nata te traga y te hace olvidarla. Esa es su principal característica: una vez que entras en la nata, dejas de verla.” La nata es la metáfora culinaria para el smog. Bajo esa nata-smog, la milpa-jardín se formará de tierra contaminada por el plomo, pero también de otro veneno: el proceso de duelo. Y es que en “La Privada Campanario”, sus habitantes pertenecientes mayoritariamente a una clase media educada han experimentado la muerte de un ser querido, el abandono y las memorias de un pasado familiar opresivo.
Pero, ¿cómo es “La Privada Campanario? ¿Cómo son sus habitantes? A estas preguntas, responde el personaje Alfonso Semitiel, antropólogo especializado en alimentación prehispánica, quien luego del terremoto de 1985, decidió reconstruir su propiedad con base en un mapa lingual de los sabores. Así “La Privada” está formada por la Casa Amargo, la Casa Ácido, la Casa Salado, la Casa Dulce y la Casa Umami. Quizás este último sabor, el que da nombre a la novela, es el menos conocido. Descubierto en Japón, el sabor unami se encuentra en alimentos que tiene glutamato, como pueden ser las anchoas, los hongos, el bonito, los espárragos y el queso parmesano. La voz narrativa de Alfonso -Alf como lo llama Ana- resume en la página 165 quiénes son los vecinos:
“Casa Amargo: Marina. Una joven pintora que no come bien ni pinta mucho, pero inventa colores.”
“Casa Ácido: Pina y su papá Beto. Su mamá, Chela, se fue en el 2000”. El nombre Pina fue puesto en honor a la coreógrafa Pina Bausch, por la madre que ha abandonado a la hija niña-adolescente.
“Casa Salado: Linda y Víctor. Músicos de la Orquesta Sinfónica Nacional…Sus hijos: Ana, Theo y Olmo. Y Luz, de otra manera”.
“Casa Dulce: Academia de Música Perez Walker”. Es decir, pertenece a Linda y Víctor.
“Casa Umami: Alfonso Semitiel…y las nenas. Las nenas son dos muñecas renacidas que pertenecieron a su bellísima mujer, Noelia Vargas Vargas, que en paz descanse, y que ahora él viste y peina. Una de las dos respira.”
Desde una técnica narrativa arriesgada y bien lograda, Jufresa opta por un coro de voces, lo que Michael Bakhtin llamó polifonía. Es decir, priva en la novela una pluralidad de voces y conciencias autónomas que dan cuenta de un mundo plural. Según Bakhtin, una obra de arte vive solo si se compromete con el diálogo, que es interacción mediante acuerdos y desacuerdos, afirmaciones y negaciones. Es precisamente como funciona Umami. El lector puede reconocer las identidades de los personajes y, a través de perspectivas entrecruzadas, se construyen otras identidades, tal y como ocurre en la vida. Yo me defino, los otros me definen y así el mundo fluye sin una voz predominante y autorizada.
En esa pluralidad de voces narrativas, nos enteramos de la vida de personajes para nada heroicos, menos modélicos. Son personajes que sobreviven alrededor de la milpa-jardín. Linda y Victor han perdido a la pequeña Luz, que murió ahogada en la granja de la abuela Emma en Michigan. Alfonso ha perdido a su esposa, luego de un cáncer agresivo. Pina ha sido abandonada por su madre. Marina asiste a una terapia porque la vida en su natal Xalapa la eclipsa la memoria de un padre violento. De nuevo, las palabras del antropólogo sirven para definir la pérdida: “Nadie te explica eso pero los muertos, algunos, se llevan con ellos costumbres, décadas, barrios enteros.” Y las de Ana: “Desde que Luz se ahogó, hay algo siempre ahogándose en la casa”.
La milpa-jardín es, entonces, lo que está después de la pérdida, el no ahogo. La tierra transformada. Es más, el acuerdo de Ana para no ir al campamento, que es el lugar donde murió Luz, es un acto grande de resistencia: “Le digo a Marina que estoy diseñando un jardín. Y en parte es verdad. Marina no necesita saber que mis padres aún sienten la necesidad de mandarme al epicentro de la tragedia cada año para revolcarme entre algas y recuerdos”. El camino tramposo de la melancolía es eliminado también por Alfonso, con un clic: “La variedad finita de preguntas que genera el duelo ¿por qué? ¿por qué a mí? ¿por qué Noelia? ¿Por qué no yo? Las elimino de un clic.” En el mundo de Marina, por su parte, la clave es reírse del terapeuta y de su propia depresión para no caer en el melodrama del dolor. Juguetona para crear palabras y obsesionada por la luz y el color, Marina llama blanco umbral a la tonalidad de la esperanza mientras el blanfil es la luz dura, la luz filtrada por el tafil.
Como decíamos, en el curso de la novela los personajes dialogan, los personajes se entrecruzan en distintas escenas y escenarios. Por ejemplo, Linda y Alfonso se encuentran por casualidad en un bar para beberse la melancolía y se vuelven acompañantes en el dolor. Pina y Ana son amigas e interpretan sus pérdidas. Linda da clases de inglés a Marina a cambio de que esta cuide a Ana, Theo y Olmo. Chela, la madre de Pina, decide volver un día y el miedo la conduce a la casa de Marina y no al de la hija que debe perdonarla. De esta madeja de relaciones, se construyen personajes verosímiles e historias vivas. La ironía y el humor, además, imprimen velocidad y sabor a la narración, muy particularmente la voz de Alfonso.
El final de la novela está marcado por el Umami, que también en el relato de los niños es un emperador que tiene un castillo en el fondo del agua. Tras ese castillo va la pequeña Luz. Ella misma narra el momento previo de la muerte. El juego de tiempos instaurado en la novela permite esta intervención y con ello, se elude una línea progresiva y simple hacia una resolución culminante.
Termino de leer la novela de Laia Jufresa el 2 de junio de 2018. Hay cambio en México y las palabras de Ana son propicias: “Planté el maíz. Lo demás, de aquí a que tengamos milpa, es sólo riego, cuidados, notas de observación que hago en los márgenes de mis libros”.
Imagen principal proporcionada por Mónica Albizúrez.
Mónica Albizúrez

Es doctora en Literatura y abogada. Se dedica a la enseñanza del español y de las literaturas latinoamericanas. Reside en Hamburgo. Vive entre Hamburgo y Guatemala. El movimiento entre territorios, lenguas y disciplinas ha sido una coordenada de su vida.
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