En la feria de Santo Domingo

Gabriela Carrera | Política y sociedad / FÍJESE USTED

Crecí en una familia que cree firmemente en el cuidado del ambiente. Mi papá es un ingeniero agrónomo que comenzó a trabajar desde hace ya varias décadas por su cuidado. Cuando aprendía a pintar, me dibujaba diferentes tipos de flores para que las llenara de colores, mientras me explicaba la importancia de ellas en mi vida. Mis hermanos mayores comparten con él este interés. El abogado, desde joven y desde el Estado, nos contaba de sus viajes a las reservas naturales, lo que ahí veía, cómo se defendía la selva del norte del país de las petroleras. El otro estudió economía ambiental y trabaja en una institución de investigación sobre recursos naturales. Lo recuerdo especialmente de niña, cuando me leía el poema de Darío, ese que anda llamando hermano al lobo y hermanas a las estrellas. En los últimos años, en la casa de mis papás, acompañé muchísimas veces a mi mamá a un depósito de reciclaje de vidrio, papel y cartón en la zona 5. Nos enseñó a dividir la basura y usar lo necesario. Y me sorprendí cuando noté como las macetas de flores se adornaban de chiles pimientos, gracias al agua reciclada de la cocina.

No hablo de mí porque creo que, aunque estuve siempre en contacto con esa preocupación, fíjese que nunca la sentí como propia. No era una causa personal que modificara mis actitudes cotidianas.

Hasta este año. Cambié de trabajo, conocí a otras personas con otros hábitos y con otras discusiones de sobremesa. Coincidí con una antigua compañera de universidad. Zaira, se llama. «¿Otra vez duroport?, ¿por qué tantas bolsas?, ¿y si no imprimimos la agenda?», así, todos los días. No solo son las tortugas bebés, ni las imágenes de los basureros inmensos, los océanos, la cantidad de árboles talados a cada minuto. Es ante todo el futuro. Lo comprendí el domingo que fui con mi papá a la feria de Santo Domingo. Tenía un antojo reprimido por semanas de un atol de elote, de una doblada y un taco. Entramos a uno de los puestos, y logramos encontrar un pedacito de banca entre los otros comensales. Ambos quedamos frente al bote de basura. Lo vi llenarse, completo, de nada a todo, en menos de una hora. Eran vasos, bandejas, boles, tenedores, todo de duroport y plástico. Entonces puse en acción la matemática básica: un basurero por una hora, por 10 horas, por 15 o 20 puestos, por un día, por 4 semanas, por el mes de octubre, de cuántos años. Todo eso por un infinito de años para que se degrade en 150 años (dato real) el vaso de plástico del vaso de la limonada. Me dio vergüenza y la imagen del futuro fue de terror.

Escuché a mi papá pedir otra porción de tacos para compartir. «Pero en la misma bandeja», dijo. Le dije que todos nos íbamos a ir al infierno, que era un pecado social. Su respuesta: creo que podemos hacer algo. Reaccioné, entonces. Mi papá tiene razón, no sé a qué escala, pero tiene razón. Así que decidí identificar dónde se podían hacer cambios pequeños, pero que podían significar un pequeñísimo grano de arena: llevar pachón de agua –para no comprar botella plástica-, meter en bolsas de mercado las compras del súper –para no sumar 15 bolsas más en la casa-, tener a la mano el termito de café –y dejar de pedir palito para mover el azúcar-. No creo que cambie mucho, pero supongo que Zaira, mi papá y la feria de Santo Domingo me interpelaron para tener otros hábitos, puede que mi hermosa bolsa de mercado invite a otros a comprar la propia.


Gabriela Carrera

Creo firmemente que la política y el poder son realidades diarias de todos y todas. Por eso escogí la Ciencia Política para acercarme a entender el mundo. Intento no desesperanzarme, por lo que echo mano de otros recursos de observación como los libros y las salas de cine. Me emocionan los proyectos colectivos que dejan ver lo mejor de las personas y donde el interés es construir mundos más humanos.

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