-Edgar Rosales / DEMOCRACIA VERTEBRAL–
El deceso del Maestro (así, con mayúscula) Elmar René Rojas, aunque era esperado, no ha dejado de conmoverme profundamente. Es una de esas sensaciones extrañas, no solo por haber tenido el honor de ser amigo de un valor universal de Guatemala (sin duda equiparable a Carlos Mérida, Tito Monterroso o Miguel Ángel Asturias) sino por algo mucho más grande: por haber sido dispensado con su franca amistad.
Al principio pensaba escribir alguna reseña de su obra, pero lo que pudiese decir al respecto ya lo ha expresado con singular erudición el excepcional literato Jaime Barrios Carrillo. Me queda, entonces, volver los ojos hacia el ser humano, al Elmar Rojas amigo, artista y político que conocí.
Tuve el privilegio de verlo mientras trabajaba en su estudio. Era 1972 y se acercaba una de las tantísimas exposiciones que presentó durante su paso por este planeta. Así, viéndolo, aprendí que algunos grandes maestros de los pinceles no siempre precisan de estas herramientas para darle rienda suelta a su espíritu. Algunos de sus clásicos fondos asombrosos o esos difuminados tan elmarianos, fueron logrados al frotar un trozo de guaipe, mientras algunos detalles que definían la obra, no eran sino el resultado de peculiares raspados con papel de lija o el trazo de una punta de alambre de amarre.
Así le vi pintar la serie «Fito Mijangos, amigo y mártir», como tributo cargado de sentimientos hacia el asesinato de uno de los intelectuales más floridos que ha visto este país. O el no menos genial «Caída de los Alfiles», representados estos por las desplomadas figuras de un militar y un jerarca religioso, ante la irónica presencia de un caballo de ajedrez, que firme e impasible, los observaba en su desgracia desde su cómoda posición en el tablero.
«Desarrollar una particular, individualizada iconografía personal, como lo ha logrado el artista guatemalteco Elmar Rojas, requiere no solo del talento, de la habilidad en la transposición de la idea, sino de una absoluta agudeza en la aprehensión del entorno», escribiría alguna vez Elida Román, art dealer y crítica de arte peruana.
Antes de cultivar su gran amistad fue amigo de mi padre. Nos solía visitar en la casona de La Florida, donde almorzó muchas veces, en compañía de Olguita, su bella esposa, y Luisa Fernanda y Mayarí, sus entonces pequeñas hijas. Fue en una de esas reuniones cuando me obsequió un cuaderno de dibujo y unos lápices de colores y me pidió que dibujara cualquier cosa. Al ver que yo no era tan mal dibujante, sin pensarlo dos veces me recomendó con el maestro Roberto Cabrera, quien por aquellos días daba clases en la Escuela Nacional de Artes Plásticas.
También viene a mi mente el recuerdo de tardes bohemias en su casa de la zona 15. Ahí, en compañía de gente como Magda Eunice -otra genial artista de la plástica- Carlos Gehlert Matta, Lionel Méndez D´avila o el Maistro Quiroa, entre muchos otros, Elmar solía mostrar otra faceta de su virtuosismo: la guitarra. En especial, disfrutaba intensamente su interpretación de Paisajes de Catamarca, la famosa zamba argentina. ¡Y qué decir de su maestría en el ajedrez! Uno tras otro, vi caer a varios personajes que hacían gala de sus habilidades en el juego ciencia.
Pero de todas las actividades en las cuales se involucró, acaso la menos favorecida para él haya sido la política, aunque no por ello dejó de mostrar su genialidad cuando tuvo participación. Quizá muy pocos recuerden que cuando Manuel Colom Argueta asumió la alcaldía, Elmar René fue designado para hacerse cargo de la gestión de las áreas marginales; tarea que asumió con humildad, pese a que para entonces ya era un artista de renombre internacional.
O, como bien afirmara Méndez D´avila en uno de sus escritos: «Rojas ha hecho, en múltiples oportunidades en Guatemala, obras presentadas en series que nos dan testimonio de su óptica social y su compromiso con la realidad. Su enfoque ha estado siempre, una y otra vez, forjado con valores plásticos sin caer en las trampas del panfleto o la demagogia».
Pues bien, sin importar lo modesto de la posición en que se encontrase, con increíbles muestras de liderazgo positivo se granjeó la confianza de numerosos líderes de esos sectores relegados económicamente. Con ese apoyo, armó una alianza de bases citadinas del FURD y la Democracia Cristiana, por medio de la cual esperaba tener el respaldo de Colom Argueta y ser su sucesor en la siguiente administración. Lamentablemente, el intento fracasó cuando la gente más cercana a Lionel Ponciano prácticamente le puso un ultimátum al alcalde para que este último fuera el ungido, o nadie.
Y fue Colom Argueta quien, en cierta ocasión, describió el perfil político de Elmar René de una manera elocuente y categórica: «Es que él ve la política como uno de sus cuadros más hermosos, y al que no se le puede discutir la más mínima pincelada».
En efecto, era un idealista y ante todo, un humanista. Para él, lo más detestable era esa farsa que muchos políticos de hoy dan como verdad incontrovertible para justificar su majestuosa iniquidad y que se sustenta en el absurdo de que: «En la política no hay amigos; lo que hay son intereses».
Pese a haberse formado en la Democracia Cristiana, en dicho partido nunca le dieron el valor que realmente tenía. En 1985 le dieron la oportunidad de ser su candidato a alcalde, a sabiendas de que era una misión imposible. Lo mismo ocurrió cuando fue candidato de la UNE, en 2003, y pese a que alcanzó un tercer lugar -nunca igualado por dicha agrupación en la capital- tampoco fue valorado como correspondía. Obvio: el sistema político prevaleciente privilegia la mediocridad y el dinero, por encima de los valores auténticos del individuo.
Pero de todas las facetas que tuve la dicha de compartir, me quedo con la de amigo. Sus desinteresados y sabios consejos. Su peculiar y refinada forma de analizar los acontecimientos políticos y sociales más agudos, todos ellos me marcaron de manera indeleble y seguirán latentes en mis recuerdos, agradecido por haber conocido a un personaje fabuloso.
Tan fabuloso quizá, como los seres de su realismo mágico; como ese enorme papalote negro que entró a mi casa el sábado anterior, en la víspera de su partida y que -según decían los abuelos- son seres que anuncian la despedida de un fallecido.
Así, con dolor y alegría mezcladas, solo me queda decir ¡muchas gracias, Maestro, y hasta pronto, inolvidable amigo Elmar René Rojas!
Fotografía principal por Edgar Rosales.
Edgar Rosales

Periodista retirado y escritor más o menos activo. Con estudios en Economía y en Gestión Pública. Sobreviviente de la etapa fundacional del socialismo democrático en Guatemala, aficionado a la polémica, la música, el buen vino y la obra de Hesse. Respetuoso de la diversidad ideológica pero convencido de que se puede coincidir en dos temas: combate a la pobreza y marginación de la oligarquía.
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