El testimonio de Tiberio Avlus (9)

-Mario Cardona | NOVELA

IX

Después de que, por poco más de una semana, guardé silencio e hice mi vida como si no pasara nada, cuando dejaba los espacios públicos y mi careta era relegada por el más oscuro y frío de los confinamientos, mis pensamientos me atacaban como abejas salvajes. Cada recuerdo, cada instante, incluso cuando veía alguna parte de mi cuerpo, recordaba la corrupción de la que fui capaz en un momento de locura. Ya no me bastaba llorar, bañarme, distraerme con algo, incluso con algún alucinógeno. Nada podía remediar lo que me pasaba ¡Nada! Hubo días en los que me entregué a los valles silenciosos y coloridos traídos por el opio… pero, de un momento a otro, mi escape era alcanzado por mi culpabilidad y las imágenes otrora grandiosas, se torcieron en atronadoras pesadillas.

Recuerdo que recibía llamadas constantes de mis allegados, gente que me importaba poco y que creía que mi desdén era pagado con la misma moneda. En principio, me refugié con alguno de mis familiares. Pero luego, cuando me soltaba en llanto, no sabía cómo revelarles lo que yo había vivido. Pensaron que la naturaleza de mi comportamiento era debida a mis recién adquiridas adicciones. Trataron de ayudarme, pero los rechazaba, refugiándome en la odiosa pedantería que me caracterizaba antes de mi «incidente». Por lo tanto, volví a mi aislamiento, a mis adicciones, pero de un momento a otro frenaba, cuando las pesadillas y alucinaciones se me volteaban y creía que había vuelto a esa maldita cripta. ¡Volver a ver a la sacerdotisa, ay, eso me espantaba de muerte! Así que no puedo decir que fui un adicto con todas las de la ley.

Un día, harto de hacer el papel de víctima, tomé valor, y decidí acudir con un amigo que tenía en el periódico antagonista –aunque, lo digo en términos relativos, ya que era el segundo periódico de mayor circulación en Atópolus, pero esto no significaba que fuera verdadera competencia para La gaceta de Atópolus– al que yo pertenecía. Llevábamos tiempo de no hablarnos, por una pugna ética, ya que, según él, yo incumplía al prestarme a un diario «despótico». Nunca estuve más de acuerdo y en desacuerdo con él, como me sentía entonces. Así que decidí ir a visitarlo, con el ánimo de encontrar más su amistad que otra pretensión. Si había alguien en el que podía confiar, ese era él.

Mi amigo era un hombre de familia acomodada, pero, después de la desaparición extraña de sus padres (en un viaje que hicieron rumbo a Cuba), él se adentró en el mundo de las drogas. Pocos años después de aquello, una amiga –quien, desgraciadamente falleció, hace tres años– y yo nos encargamos en ayudarlo a salir de su adicción. Para ese momento, Jasón ya había despilfarrado casi todo su patrimonio y solo disponía de unas cuantas propiedades. Así que, después de nuestra intervención, estudió periodismo, para luego fundar su propio periódico: La voz. Para salir de sus deudas y financiar su proyecto periodístico, vendió casi todo sus bienes inmuebles y solo conservó la casa donde se había criado, además de un viejo edificio residencial que se encontraba en las afueras del pueblo, en la carretera principal. Allí fue donde montó su oficina periodística.

Aparqué mi vehículo en el estacionamiento, a la sombra de un sauce. Me apeé y caminé por la inmensidad de la plancha gris, con líneas desteñidas, unas que habían sido blancas y otras de un tono amarillento pálido. Alcé la vista hacia el edificio, era alto en un diseño de ladrillos. Estaba en una condición lamentable y melancólica, algunas ventanas estaban tapiadas con tablas de madera y otras con blocks. Las únicas plantas en las que no se podía apreciar estos elementos, que uno tiende a relacionar con el completo abandono, eran las plantas quince y la primera. Advertí dos coches en las cercanías de la puerta principal y, al lado, un camión. Era domingo por la tarde y supuse que mi amigo debía estar dando los últimos toques a la edición del lunes. Entré sin dudarlo un segundo, al traspasar la doble puerta, me di cuenta que el sitio era un poco oscuro (aunque, tenía razón de ser, debido a sus plantas canceladas) pero se compensaba con la luz artificial; escuché las máquinas que imprimían los diarios funcionando a tope. Me dirigí hacia la recepción, pero me encontré con una mesa vacía y una nota pegada al monitor con cinta adhesiva, que decía lo siguiente:

Vuelvo en 5 minutos
Si es algún proveedor o viene por un cheque, espere unos minutos. Si es visitante y tiene cita previa, coja el elevador hacia la planta 12½, camine hacia el fondo y toque la puerta de madera. Allí está el señor Jasón.

Administración

Siguiendo las instrucciones, caminé hacia el elevador y me metí. Presioné el botón que decía 12½ y me reí un poco. Me parecía simpático que mi amigo fuera tan prejuicioso, puesto que cuando él volvió a habitar el edificio, culpó al piso trece de las desgracias de su familia. El negocio que supusieron ocurriría con la expansión del pueblo por la supuesta inversión minera, nunca se materializó. Por lo tanto, haber construido un edificio, moderno y acogedor, en el medio de la nada –cuando ya habían sonado algunos rumores de que iban a comercializar la zona– no fue un buen negocio. Recuerdo que una de sus primeras acciones fue clausurar la planta trece y cambiarle el número, esto le generó tantas burlas que comenzaron a llamarlo Jasón 13. Incluso, en los momentos más infames de todo esto, algunos niños, el viernes 13, le colgaban máscaras de hockey, haciendo alusión al personaje de las películas. Por eso me pareció harto ridículo la connotación de ese número, sobre todo, cuando la verdadera desgracia no tenía nada que ver con un número en particular. Naturalmente, al recordar en qué lío me encontraba y cuál era el motivo de mi visita, endurecí el rostro y apreté la mandíbula. Entonces, en medio de mi ensimismamiento, se abrieron las puertas del elevador, y ante mí se extendió un salón grande, repleto de cubículos.

Sin vacilación caminé por el estrecho y largo sendero; todo parecía estar vacío y en el más completo de los silencios. Llegué a la oficina de Jasón y toqué la puerta. Mi amigo contestó gruñendo entre tecleos, parecía que estaba muy concentrado en lo que hacía. Yo le contesté con una voz amistosa y nos hundimos en un estirado silencio, que incluso llegó a incomodarme. De pronto, se abrió la puerta. Lo vi, tenía la apariencia de un desquiciado, pues estaba en bata de baño, con unas gafas negras enormes. Tenía una barba despeinada que le caía en el pecho y estaba muy delgado. Su pelo era ralo y grisáceo, y, aunque le bañaba los hombros, tenía entradas muy prominentes.

–¡Tiberio! ¿Qué haces aquí? ¡Amigo!

Me rodeó con sus brazos y me palmeó la espalda. Yo, tosco como era, no me moví mucho de mi sitio, y correspondí a su cálido abrazo con apenas rodearlo con mis brazos. Sin embargo, no creo que él sintiera todo el alivio y la alegría que yo sentí al verlo de nuevo.

–¡Ven –abrió la puerta de par en par, y con un movimiento de la mano me invitó a pasar–, siéntate! ¿Quieres un café?

Yo accedí y entré en su desordenado despacho. Aún no estaba tan seguro de lo que iba a hacer, así que actuaba de manera desconfiada y taciturna. Él, tan enérgico como lo recordaba –a pesar de su apariencia maltrecha–, dio de saltos para ofrecerme una de las tazas que le servía de pisapapeles; la advertí sucia de adentro, pues parecía que todavía contenía rastros de alguna antigua bebida. Sin embargo, la acepté.

–¡Oh, espera! –dijo–, arrebatándome el objeto, y se dio media vuelta hacia la cafetera que estaba encima de unos libros polvorientos, apilados con descuido y con apariencia inestable. Jasón presionó el interruptor que debía liberar el contenido, pero en vez de obtener café de dudosa procedencia, obtuvo una correntada de aire o de vacío.

Sorprendido por su carestía, dio media vuelta y sin mediar palabra se aproximó al umbral de la puerta:

–¡Rodríguez! ¡Deja de dormir y ve a traerme un par de cafés oscuros!
–No es necesario –dije con tono blando.

Procedí a echarle una leve inspección al lugar. Lo primero que advertí, fue su alfombra polvorienta y desgastada, de tono oscuro. Luego, su escritorio, modesto, estaba invadido por cientos de papeles, una portátil en el centro, un vaso plástico blanco, unos negativos, un paquete de galletas integrales, con un empaque color verde claro, una billetera barata que estaba abierta, color café, y sobre ella un billete de lotería. Por último, advertí un repuesto de brazo de reloj color negro.

Escuché unos pasos ágiles venir, y apenas pude ver a un hombre de edad juvenil pasar hacia el enfilado del elevador. Recuerdo muy bien su cabello liso y graso, color castaño, medianamente largo. A continuación, mi amigo cerró la puerta de su despacho, y se giró sobre sus talones.

–Es un vago –me dijo, un poco exaltado–. Por eso es que La voz no ha alcanzado a esos pillos de la… –levantó el rostro y me miró con severidad–. ¿A qué vienes, Tiberio?

No me extrañó que tras tan agradable recibimiento, se agriara nuestro trato.

–No lo sé –dije apenas y miré al suelo–.

Su rostro se endureció.

–¿Vienes a pedir empleo?

Yo no respondí. Pero él tampoco quiso insistir con esa conversación, en vez de eso, se quedó en silencio, observándome.

–¿Qué problema tienes? –dijo–.

Yo volteé de inmediato, con un semblante de incredulidad y sorpresa. Enarqué las cejas y negué seguidamente con la cabeza. Solo repetía quedamente «no me pasa nada».

–No te creo Tiberio –replicó con seguridad–, siempre te destacaste por ser alguien frío y directo. Pero a mí no puedes mentirme y menos cuando sabes que yo sé que algo tienes.

Cuando él dijo esto, sentí que debía hablar. Pero cuando estaba a punto de hacerlo, recordaba las palabras de amenaza de Ezio que hacían eco en mi cabeza. No obstante, la barrera se debilitaba, yo ya no podía estar solo. Pensaba que el miedo era su mejor aliado y la manera en la que me controlaba.

–Debes confiar en mí… has venido hasta aquí, ¿no es cierto?

Dirigí mi vista hacia él, pero aún no quería decir una palabra.

–Tú me ayudaste amigo, en un momento en el que yo tanto lo necesité. Déjame devolverte el favor Tiberio.
–Siempre te gustaron esas cosas extravagantes, ¿te acuerdas? –le dije y extravié la mirada–.

Esta vez, fue él, quien permaneció en silencio.

–Leías esas extrañas historias relacionadas con cosas oscuras e inexplicables… –continué–. En cambio, yo, lo veía como una pérdida de tiempo.
–¿De qué hablas?
–¿Creías en todas esas historias? –ahora lo miré a los ojos–.

Lo vi incómodo por la forma en la que yo actuaba. Sin embargo, no tenía intención de cambiar de estrategia, ya había conseguido lo que quería: una tensión silenciosa.

–¿Hablas de las historias que leía cuando niño?

Asentí con la cabeza.

–Eran historias, Tiberio –replicó, con el entrecejo partido en dos–. Esos son escaparates de imaginación, tú sabes que lo que me gustaba era el misterio que abunda en una buena historia de terror, o incluso, una de ciencia ficción.

Gruñí con desazón.

–Pero –prosiguió–, hay cosas que no son leyenda o simples cuentos, nacidos de la ebullición de un solitario escritor.

Ahora puse más atención, aunque procuraba que no me viera tan interesado, de modo que eso no condicionara lo que él me iba a decir.

–Tal vez nunca comenté esto contigo, porque siempre fuiste el aguafiestas oficial del tema, pero si yo te contara todos los descubrimientos que he tenido en mis investigaciones, estoy seguro de que cambiarías de parecer.

Lo dudo, pensé, pero creo que proyecté ese sentimiento con mucha expresión, porque Jasón, se lanzó en busca de una respuesta inmediatamente. No respondí en el acto, puesto que permanecí mucho tiempo en silencio, y cuando en apariencia me decidía a hablar, solo echaba suspiros. Mi amigo estaba muy comprometido, puesto que respetó mi silencio sin acelerar o intentar precipitar mi confesión.

–Desaparecí –me oí decir–, por unos días.

Los ojos de Jasón comenzaron a brillar, y se pusieron como platos. Creo que él pensó que le revelaría algo más parecido a lo que su imaginación le sugería, que lo que en verdad me pasaba. Lo recuerdo, casi después de hablarle nuevamente, mordiéndose los labios para evitar interrumpirme.

–Pero antes, pasó algo más –enterré la cara en mis frías manos, estaba temblando, no quería llorar–, antes de que me secuestraran –hice una larga pausa, y luego proseguí– Ezio me legó una nueva tarea: investigar sobre los fenómenos de la Flor Negra… ahí fue donde todo comenzó…
–…eso lo publicamos hace dos meses, ¡maldito troglodita! –me interrumpió, con un rugido colérico–. ¿Y tú, te prestaste para semejante disparate? Creí que eras menos susceptible a temas de folklore.
–No tuve opción –repliqué con la voz áspera–, yo me negué en principio por ser un tema irrelevante; pero luego me amenazó con dejarme sin mi paga mensual (ya que, tú sabes, nosotros trabajamos por semana), por lo que me vi obligado a aceptar esa labor ruin antiperiodística.

Los ánimos se habían caldeado, de cierta manera, aunque nuestros tonos no eran necesariamente groseros y tumultuosos, sí habían adquirido un aire hostil. Jasón no podía olvidar que se sentía como un eterno segundón, en parte porque el periódico con el que competía, según él, tenía nexos ilegales con la oligarquía de nuestro pueblo. Nada alejado de la verdad, pero que a la población poco importaba.

–No sé qué encontraste, Tiberio –dijo al cabo, mirándome fijamente a los ojos, con la expresión severa y un aire temeroso–, pero eso no es algo con lo que tú deberías jugar. Tal vez te parezca una idiotez, pero hay cosas que simplemente no tienen cabida para tu mundillo.
–No tenían –le atajé con aire funesto–.
–La Flor Negra –continuó, ninguneando a posta lo que antes había dicho–, tiene un pasado escabroso, por no usar palabras más adecuadas. ¡Es una nave de perdición! Cada cosa de la que me he enterado, es simplemente alucinante. Mientras hacía mi propia investigación, me vi muchas veces tentado a dejarla, o peor aún, a sumirme en la más delirante locura.

A continuación, se volvió y caminó hacia la ventana y apartó una cortina de tono corinto con feos diseños floridos en un sucio bordado dorado. Luego posó sus palmas sobre el vidrio y vio hacia el vacío.

–Perdón –dijo–, pero no puedes comprender todo lo que hice para conseguir toda la experiencia –expandió los cinco dedos, a modo de que quedara una mano completamente abierta tocando el cristal–. No solo se trata de leer viejos archivos de las bibliotecas, inclusive, algunos testimonios se quedan cortos. Cuando la obsesión es tu combustible, quebrantas cualquier ley racional por un propósito egoísta: querer saber y nada más. Eso hace que pierdas el juicio y experimentes vivencias más allá de lo recomendable.
–¿Sabes lo de las orgías? ¿Y cómo se inicia a un Decom?

Cuando me escuchó decir eso, se escandalizó, y se volvió hacia a mí, ahora más intrigado, sin rastro de menosprecio a lo que yo podía contarle. Ahí fue cuando comencé mi historia de principio a fin, con cada detalle que pude recordar para entonces. Le conté, con especial precisión, los datos más escabrosos de mi visión, y también de mi inmunda participación. Jasón es una persona que no suele sorprenderse con facilidad, mucho menos cuando yo he sido su interlocutor. Pero por mucho que quiso no verse perturbado por mis palabras, lo hizo, tanto así que, a mitad de mi relato, me llegué a plantear la idea de terminar someramente. Pero algo no me dejó hacer eso.


Encuentre aquí el siguiente capítulo.

Imagen: Girasoles de Anselm Kiefer, tomada de Museo Guggenheim Bilbao.

Mario Cardona

Nací en Guatemala en 1993. Actualmente estudio Derecho en la Universidad de San Carlos. Soy un apasionado lector, dotado con una curiosidad que me ha conducido a advertir pasiones desbordantes: la poesía, la filosofía, la historia, la sociología y algunos los ensayos científicos. Pero, de todo eso, resaltan dos figuras literarias que cambiaron mi vida: Poe y Kafka. He publicado en algunos relatos como Dalia, Los ojos del único ojo y El turno en revistas electrónicas. Escribo casi desde que tengo uso de razón, tanto así, que la creo un ejercido inherente en mi vida.

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