El testimonio de Tiberio Avlus (7)

-Mario Cardona | NOVELA

VII

Las reacciones, por otro lado, fueron encontradas. Obviamente los esclavo-tributos quedaron horrorizados (cosa que nos satisfacía e instaba más, a nosotros), profirieron gritos de agonía y de terror desesperado. Por otra parte, los distinguidos caballeros me aplaudieron decorosamente y me ovacionaron de manera digna. Tal fue mi impacto, que desperté en ellos una empatía legítima. Uno de ellos, después de que mi miembro abandonara el cuerpo de la niña, me preguntó si yo tendría lo necesario para echar mis jugos a otros dos esclavos-tributos. Yo accedí con asombro por la propuesta, y entonces me dirigí ante los prisioneros: se trataba de un hombre y una mujer, de edades similares y de razas distintas, pero en la flor de la vida. El hombre era blanco y la mujer era asiática. Ambos estaban amordazados de pies, manos y bocas. A continuación, uno de los encapuchados trajo un bote de gasolina y la arrojó sobre sus cuerpos desnudos.

–Ambos están inmaculados –me dijo el buen hombre–, me he cuidado de que no hagan nada ni entre ellos mismos. Le sorprendería saber que, cuando los prisioneros se enteran qué pasará con ellos, tratan de fornicar entre sí como animales –hizo un gesto de asco–. Las prisiones se vuelven auténticas zahúrdas.

Cuando el encapuchado terminó de verterles la gasolina, otro de ellos le alcanzó una caja de cerillos; al mismo tiempo, el caballero distinguido hizo que le encendieran un cigarrillo y comenzó a fumar. Advertí que mientras él se apreciaba sereno y casi hierático, su mástil estaba muy erguido y duro. Tiró su cigarrillo al suelo y luego encendió uno de los cerillos; inmediatamente lo arrojó a los cuerpos repletos de gasolina, y, después de una llamarada explosiva, sin más ni más, comenzaron a arder vivos. Ante aquel sin igual espectáculo, el caballero distinguido comenzó a estimular su miembro con su mano.

–¡Oh, ardan cerdos, ardan! –decía con un tono de evidente éxtasis–. Echó sus jugos en el cuerpo de sus víctimas y gimió como una bestia. Yo no lo pude secundar, porque me hallaba impactado con la escena.

Me aparté de él, porque, luego de eso, cayó desmayado a mis pies. Así que supuse que querría su espacio, por lo que busqué nuevas cosas para ver. Encontré al otro noble caballero al lado de una muchacha negra que imploraba por no ser dañada de modo alguno, ¡pobre ilusa! En vez de eso, complacería la maquinación podrida del individuo (este era el que más sangre tenía en todo su cuerpo, de mi dulce niña). El noble asintió con la cabeza y, al instante, otro encapuchado que estaba en su flanco opuesto cortó de un tajo, con un machete, la nariz de la dulce y bella mujer, lo que hizo que la sangre comenzara a correr en todo su rostro: la nariz salió despedida al suelo, pero nadie le prestó atención. El distinguido caballero procedió a introducir su miembro en la abertura sangrante de la pobre mujer, que aullaba de dolor.

Después de ver ese cruento acto, desvié la mirada y le perdí la pista, creo que su muerte se debió a la asfixia que le causó la bestialidad. En el caótico espacio morían los esclavos-tributos mientras complacían a los distinguidos caballeros, pero me llamó la atención el siguiente evento: advertí a un hombre amarrado y sujeto por varios encapuchados, mientras otro, con un machete, le cortaba la pierna. Primero, golpeó su rodilla con un martillo, con tal violencia, que escuché el crujir de los huesos romperse. A continuación, con el machete, comenzó a embestirlo como un carnicero lo haría, una vez removida la articulación, le facilitaron un cuchillo más pequeño, pero con la calidad y el filo suficiente para desollarla. Pude ver, no sin maravillarme en aquel estado, de cómo la carne iba siendo cortada y caía desperdigada por el suelo –que ya se había teñido de rojo–, mientras algunos ociosos encapuchados (rememorando, puedo asegurar fácilmente que había más de veinte) se agachaban para coger los pedazos y llevárselos a la boca. Los escuchaba masticarlos como hienas hambrientas, es uno de los recuerdos que más me atormentan todavía. Pues bien, una vez los huesos quedaron expuestos hasta el tobillo, la extremidad tuvo el aspecto de una estaca, pues la cabeza del peroné y la tuberosidad anterior de la tibia habían sufrido rupturas barbáricas antes de la amputación, y en su lugar, se apreciaban quebradas y puntiagudas, en el caso de la cabeza del peroné.

–Ahora sí lo disfrutarás todo bien, zorra –dijo el distinguido caballero, acercándose a una esclava amarrada por sus tobillos y muñecas–.

El dignísimo caballero se acercó a la indefensa esclava-tributo, entonces, con el hueso de un infortunado esclavo-tributo, fue penetrada salvajemente. La mujer lloraba, gritaba y movía su cuerpo como un pez recién pescado, sus lamentaciones transmitían dolor y terror, pero de todas maneras fue ejecutada después de complacer amargas fantasías. Luego, volviéndome para otro lado, pude apreciar a una muchacha siendo violada, mientras estas fieras devoraban su carne cuando ella todavía estaba con vida. Vi también a dos ruines encapuchados, perforar con una barrena la cabeza de una mujer, hasta obtener un agujero dentro del cráneo, para luego meter sus delgados miembros. Luego vi, como degollaban a un hombre, para luego beber su sangre y escupírsela en la cara. Recuerdo que en aquel momento, todo me dio vueltas, las cosas parecían ir más lento, me sentía extraído de esa realidad tan desgarradora y cruel, tanto, que creí estar en una fantasía, algo extraordinario y apartado de mi razón.

Mis apetitos sintéticos o animalescos que habían florecido tan desmedidamente se habían calmado, y pasé de querer vivir una abominación, a querer presenciarla, a más tarde, aborrecerla y sentirme avergonzado e inane. Pude presenciar cómo los cuerpos se apilaban y eran puestos en un lugar específico después de su desangramiento, pues el suelo estaba inundado de sangre. Llegada la hora, un cuerno sonó estruendosamente dentro del abovedado recinto, este imprevisto evento hizo que mis oídos casi estallaran y me desvanecí en el suelo. Cuando volví a abrir los ojos, escuché un grillete cerrarse y, en el acto, un dolor que me estremeció todo el brazo. Me vi sentando, con las rodillas flexionadas y elevadas, los pies juntos y las palmas recostadas en el suelo repleto de sangre. Como un reflejo, intenté moverme para reaccionar, pero antes de que mi cerebro reaccionara sin mi pleno consentimiento, el encapuchado que me acaba de encadenar, giró su rostro sobre mí abruptamente; no vislumbré sus ojos, pero sentí su mirada pesada sobre mi pecho, sentí un dolor agudo en mi cabeza y mi respiración se hizo más difícil. Decidí, entonces, frenar mis impulsos, quedándome impávido, en la posición en la que estaba.

–Has cumplido bien tu misión –me sugirió un encapuchado–, ahora comienza la segunda parte de la ceremonia. Y tú eres el testigo… no querrás moverte… ¿o sí?

Advertí, luego, unas figuras humanoides ondulándose. De suerte que mi vista se recompuso con celeridad y así pude apreciar las acciones: la sacerdotisa había reunido al grupo de los distinguidos caballeros en torno a ella. Asimismo, advertí que en el espacio ya no estaban los cuerpos apilados, pero la sangre aún lo inundaba todo, casi un centímetro cúbico. Entretanto, mientras ellos permanecían de rodillas, con los ojos cerrados y sus expresiones apacibles –aunque con una apariencia siniestra producida por toda la sangre, heces, meados, carne humana (en especial en los labios, donde tenían carne mal triturada) y fluidos corporales que habían adquirido durante el bacanal–; los encapuchados terminaban con la carnicería, ejecutando a cada uno de los esclavos-tributos que habían sobrevivido a la orgía. Una vez el último aspiró su aliento final, ella, que estaba solamente parada en medio de los distinguidos caballeros, comenzó a hablar como sigue:

–Así es, desvístanme, entréguenme su mortalidad, a mí y a las brujas…

Uno de los distinguidos caballeros abrió los ojos, y comenzó a quitarle los harapos de emulación eclesiástica. A su vez, los demás despertaron de su letargo y la desvistieron en un parpadeo, su piel era entre negruzca (en las partes que poseía piel) y un extraño color café claro. Su cabeza estaba totalmente ennegrecida, hinchada y grasosa, su pelo, desenmarañado, brillaba grasosamente; las cuencas de sus ojos estaban vacías, pero los rasgos de su cara estaban casi intactos, es decir, sin ser devorados por los carroñeros. El resto de su cuerpo era extremadamente delgado, sobre todo el tronco, revestido con esta piel café con manchas negras; sus costillas se asomaban como si padeciese de desnutrición crónica, y sus pechos parecían dos bolas informes y secas. Sus caderas, por otra parte, eran desproporcionadas al resto del cuerpo, parecían las de un cadáver fresco. La piel que las cubría era todavía lozana, blancuzca, lechosa y con un color más vivo e inmaculado, estaba, también, manchada abundantemente de sangre y se apreciaba, espantosamente, unas puntadas con un hilo grueso de color oscuro. En efecto, parecía como si alguien le hubiera transplantado la cadera de alguna pobre mujer, hacía, tal vez, unas cuantas horas. Tenía unas casi imperceptibles manchas rojizas-amoratadas, propias del livor mortis. A su vez, sus extremidades estaban excepcionalmente delgadas, a penas cubiertas por una capa seca de piel, con excepción de algunas partes, donde se asomaba plenamente el hueso rancio de su cuerpo en avanzado estado de descomposición. Su desnudez, su corrupción y su apariencia esperpéntica, aunada a la voluptuosidad de sus caderas, que le proveían de genitales frescos, estremeció mi estómago. Ahora no contuve mi nausea y vomité sobre mis pies. Aunque carecía de ojos, esto no quería decir que no pudiera verme, pues, cuando exhibí mi aversión por ella, dejó de observar a los distinguidos caballeros, quienes ahora le besaban los talones putrefactos y los miembros podridos y corrompidos, bien poblados de las cresas, y dirigió su cabeza en dirección mía.

–¿No te parezco atractiva? –me dijo–. ¿Prefieres la carne viva a la muerta? ¿Crees que no depositaron besos en mi piel lozana alguna vez? ¡Ah, vano insensato, todos somos carroña alguna vez!

Luego se volvió, y con su mano hinchada y negra, cogió el rostro de uno de los hipnotizados hombres, le elevó del suelo con un gesto gentil y que pretendía ser encantador –pero que lograba todo lo contrario–, y él respondió a su petición con sumisión. Se miraron por un segundo, como lo haría un par de muchachos enamorados, luego ella le cogió de la nuca con excesiva fuerza, y lo acercó a su boca vehementemente. Ambos se hundieron en un beso asqueroso y apasionado. Podía observar cómo sus labios se movían con cierta dificultad, debido a la rigidez de su condición.

Volví a vomitar, aunque esta vez temí que esto provocara represalias de su parte. Pero permaneció sin inmutarse, y la razón era muy evidente, puesto que se hallaba involucrada en otra parte de ese odioso ritual. De un momento a otro, los distinguidos caballeros perdieron cualquier noción de voluntad, y ahora eran como marionetas que seguían un simple y llano instinto. Pues bien, estos tres hombres comenzaron a besar cada centímetro nauseabundo de la sacerdotisa, con tal lascivia mecanizada que no me extrañé cuando ellos mordían uno que otro pedazo putrefacto y colmado de cresas, y se lo comían como si se tratara de un manjar. La operación se concretaba con la penetración en cada uno de los agujeros, mientras que el otro le ofrecía su miembro a la boca virulenta y pútrida de la parcialmente hinchada mujer. Una vez se satisfizo la mujer, o el cadáver siniestro de mujer, los caballeros, ahora privados de voluntad e individualidad, se quedaron parados e inmóviles.

–Ahora –dijo ella, cubriéndose con las ropas que antes le habían removido–, que ya han cumplido con el carácter de su deber, me es preciso preguntar ¿someten de buen grado, su carne a los parajes sin luz, a los fríos aborrecibles y temibles de la muerte?

Cada uno asintió, aunque sus ojos reflejaban un abismo indiferente.

–¿Quieren ser el lugar de cobijo, el sitio donde se echen raíces de un acto tan sagrado, quieren ser las incubadoras de las Tres Brujas?

Volvieron a asentir.

–Son ustedes, los más impíos, los más viles, los seres más despreciables y despiadados que haya podido encontrar para tan magnífico acontecimiento. Su alma, plagada de oscuridad, su rabia contenida y sus aborrecibles fantasías les han hecho acreedores a satisfacer… ¡no! A tener la oportunidad de satisfacer sus más oscuras pasiones, pero todo tiene un precio, y, ustedes, nobles caballeros, lo han aceptado. ¡Agradecemos su indispensable contribución a una causa infinitamente más grande que cualquiera de nosotros presentes! –luego, continuó en una lengua desconocida para mí, todas esas y aquellas palabras eran cruciales para el ritual–.

Sacó, de entre sus ropajes, un libro pequeño, de color negro y bordado por las orillas de un brillante dorado. Continuó con una lectura, también en un idioma que no me es posible recordar y mucho menos reproducir, y aunque pudiera, no lo haría. No sé en qué manos llegue a caer este manuscrito en el futuro, pero conozco al género humano, esa curiosidad incansable lo hace proclive a una necedad, y mi propósito es brindar una ayuda con mi testimonio y no estimular a los incautos a la perdición.

En fin, una vez terminó de recitar cada una de esas palabras sin sentido, advertí cómo los abdómenes de los hombres que se hallaban parados comenzaron a estirarse, como quien rasga una tela de nailon que se estira con las manos. En efecto, sus vientres se estiraban y proyectaban una imagen de alguien que escarbaba y que quería salir. Hasta que, tiempo después, la elasticidad de la carne cedió y, cual caucho, se rompió, lanzando sangre y vísceras por todos lados. Yo estaba en una posición más o menos lejana, quizá a veinte metros de las acciones, lo que fue suficiente para zafarme de ese infortunio. Entonces, vi cómo ascendían por el tronco explotado de los hombres, cual serpientes, estas extrañas mujeres, de apariencia muy bella, de pelo verde brillante, que apartentaba ser el follaje de un sauce llorón, y tez amoratada. Vi sus pechos descubiertos escasamente manchados de sangre. Llegaron a la altura de la cabeza de los caballeros distinguidos, y los besaron en los labios. En el momento en que se les desprendían, ellos se desplomaron, muertos. Una vez en el suelo, las mujeres salían de su incubadora humana, dejando, a sus pies, una escena sangrienta y repulsiva.

–¡Ah, mis buenas brujas! –dijo la sacerdotisa volviendo a su macabra solemnidad–; ahora, tienen ustedes la posibilidad de concretar todo este acto piadoso –rió con sorna–.

Un olor a carne chamuscada inundó el espacio de ese infernal sitio. Nuevamente los encapuchados aparecieron en escena, con unos platos de plata en las manos. Todos sus movimientos eran pausados y ceremoniosos. Un pedazo de carne humeante contenían aquellos utensilios domésticos, y uno de ellos se me acercó.

–Come –me dijo.

Al principio me negué, pero esto me puso en el radar de la sacerdotisa, y más que nunca le temía. Comí y luego ellas lo hicieron también. La carne era suave, fibrosa y con un sabor un poco dulce. Sospeché qué era lo que me habían proporcionado, y confirmé mis conjeturas después: era carne humana, y, más aún, la de algún pobre individuo que fue removido después de su participación en la orgía.

Repentinamente, retiraron el plato de plata de mi vista y, mientras masticaba lo que tenía en mi boca, alcé la mirada y vi a las mujeres. Sus piernas eran torneadas y, debo decir, me atraían sexualmente, a pesar del asco que imperaba en mí. Eran distintas a una mujer convencional, ya que podía ver su pelo-follaje de sauce, moverse en el aire como suspendido o flotando como si en lugar de aire hubiese agua. Eran más altas que la sacerdotisa, fácilmente le doblaban la estatura. Afortunadamente, el espacio de la cripta era tan alto que ellas no necesitaron agacharse. Sus manos, por otra parte, tenían solo cuatro dedos, carecían del dedo pulgar, que se agudizaban hasta las últimas falanges, llegando a tener un aspecto de agujas. De pronto, la cabeza de la escultura del arcángel san Miguel (de la que yo ya me había olvidado, a esas alturas) fue despedida como una bala del resto de su cuerpo. Tanto así, que siguió su camino, rebotando macabramente, hasta estacionarse por la inercia a dos centímetros de mis pies. Me sorprendió advertir su mirada severa y decidida, que carecía de iris.

Luego, me di cuenta de que los pies de esas mujeres extraordinariamente altas eran muy distintos a los pies humanos: eran largos, escamosos y brillantes. De un color más obscuro al del resto de su cuerpo, y con dedos largos como el de un pollo y separados donde sobresalía el medio. Seguí con la mirada a la sacerdotisa, quien bebió de un cáliz y luego dijo:

–¡Traigan la caja!

Inmediatamente, el pobre alumbrado comenzó a parpadear, como si esto no presagiara nada bueno. Un grito osco y lleno de un odio desgarrador se oyó como un retumbo. Esto solo pareció excitar aún más a la mujer. Vi a uno de sus lacayos alcanzarle una caja pequeña, de unos diez centímetros de altura y veinte de ancho. Era de madera avejentada, lisa y pobremente ornada. No tenía nada más que una cerradura de cobre, con sencillos arabescos, eso sí, era muy pequeña. La caja se agitaba con vehemencia, como por arte de magia. Esta era la que emitía –o de donde parecía que provenían– esos gritos guturales insoportables, de algo que, no sé por qué, transmitía odio e inquietud. Cuando la sacerdotisa recibió el objeto, la caja comenzó a derramar sangre de todos los lados, como si se estuviese rebalsando; la sangre en cuestión era espesa y roja, un poco marrón. Y cada segundo que pasaba en las manos de la sacerdotisa, se agudizaban los alaridos a unos más desesperados.

Luego de unos instantes, todo el ambiente se tensó un poco más, sentí mi pecho más pesado e incluso percibí un poco de ese mismo sentimiento en esas mujeres monstruosas. La sacerdotisa cogió una pequeña daga que le facilitaron los encapuchados, y diciendo unas palabras que no repetiré nunca, apuñaló la caja de madera en su centro. En el acto, una sustancia repulsiva, babosa y de color negro, comenzó a emerger del centro.

–Te invocamos… te necesitamos… nuestro es el ritual… ¡Oniri Emiss! Te invocamos… te necesitamos… nuestro es el ritual… ¡Oniri Emiss! Te invocamos… te necesitamos… nuestro es el ritual… ¡Oniri Emiss!

No sé cómo, pero lo peor no había pasado, puesto que cuando aquellas siniestras y aciagas palabras comenzaron a ser repetidas por esas criaturas, la escasa luz comenzó a tornarse más tenue. El silencio se volvió arrollador, pronto, entre las sombras, comenzaron a desaparecer los encapuchados que antes emergían de la nada. Sentí olor a un incienso pútrido, que combinaba aromas a vómito, excrementos, carne podrida, sangre y fuego. Todo esto, procedente de una fuente humeante que siseaba impunemente entre la oscuridad y el suelo frío. Por un segundo quedé atrapado por esas palabras, pero la sangre que bañaba tímidamente mis pies y manos, me despertó de mi letargo… ¡tal aberración no podía ser una imagen de la realidad! Negué los hechos, por considerarlos demasiado estrafalarios. Pero no había vuelta atrás, las monstruosidades que presencié y de las que había sido partícipe eran reales y estaban acaeciendo frente a mis ojos. A continuación, sentí un escalofrío provenir de mi espina dorsal y se apoderó de mi cuerpo. Desvié la mirada de donde ellas estaban y advertí mi palma repleta de sangre…

–Necesitamos de tu presencia… ven a nosotros… concreta con tu apariencia, la corruptibilidad que hemos llamado, todo se ha cumplido, la sangre es toda tuya… ¡Oniri Emiss! Necesitamos de tu presencia… ven a nosotros… concreta con tu apariencia, la corruptibilidad que hemos llamado, todo se ha cumplido, la sangre es toda tuya… ¡Oniri Emiss! Necesitamos de tu presencia… ven a nosotros… concreta con tu apariencia, la corruptibilidad que hemos llamado, todo se ha cumplido, la sangre es toda tuya… ¡Oniri Emiss!

¡Repetía, repetía eso mismo de una manera que nunca antes había escuchado! El tono de su voz era completamente diferente, más siniestro, más mecánico… como si fuera un coro de voces en vez de una sola. Leía el libro que sostenía en sus impúdicas e impías manos, y alternaba luego, con palabras en una lengua ininteligible para mí. Mi corazón palpitaba rápidamente en mi pecho, quería escapar, pero el sopor no me dejaba ni siquiera mover un solo músculo. Traté de refugiarme en mi pecho o de cubrir mis ojos con mis manos, pero todo resultó infructuoso, porque ni siquiera mis manos parecían ser mías. En vez de eso, volteé levemente, pero al cabo, mi mirada, impelida por poderes más allá de mi voluntad, hizo que mi cuello se torciera, para presenciar el acto sagrado con el que por fin tendría lugar la llamada formal de la Flor Negra. Aunque no era mucho lo que mis ojos podían ver, entre esa cortina de oscuridad, sí distinguí a la sacerdotisa, que sacaba un sable, y que con él cortaba la yugular de cada una de esas mujeres, y la sangre manaba a chorros. Cada una cayó al suelo, agonizando, extendían su mirada ausente hacia el techo de bóveda, mientras entre discretos espasmos, gimoteaban, en una lucha tremenda por respirar. Y con esa energía menguante murmuraban lo siguiente:

Oniri EmissOniri EmissOniri EmissOniri EmissOniri Emiss

Lo repitieron ceremoniosamente, hasta que perecieron. Entretanto, su sangre, también roja, se sumaba a toda la orgía de muerte que nos envolvía. Sus cuerpos yacían al lado de los cuerpos destrozados de los hombres de los que habían germinado. Toda esa escena me espantó, a pesar de que la oscuridad no me permitía apreciar los horribles detalles.

Sin embargo, todo cuando ya no podía ser peor o más oscuro, de repente, se terminó: las luces (hay que recordar que mis referencias son relativas, ya que las criptas suelen ser oscuras o por lo menos sombrías) volvieron y todo clareó a la naturaleza del lugar. También, con la remoción del velo de la negrura, percibí con más detalle todo el repulsivo panorama: cuerpos esparcidos y amontonados como sacos, y herramientas con las que habían sido asesinados, descansaban caóticamente en un charco lagunoso de sangre que poseía su propio movimiento de hondas. El panorama más se asemejaba a un campo de batalla o de concentración, que al de una fría y melancólica cripta común. De pronto, la luz desapareció por completo, pero esta vez, la oscuridad era tal que parecía como si tuviera mis ojos cerrados. Pero luego, en menos de un segundo, volvió. Vi entonces que los cuerpos habían desaparecido, también las herramientas y todos los artefactos que se usaron durante la orgía y los asesinatos, e incluso los platos donde habíamos sido servidos para nuestro infame acto de antropofagia. Todo, de pronto (con sus excepciones, como la del ataúd, que seguía incólume, y la cabeza del arcángel san Miguel, que descansaba tétricamente a mis pies), parecía inmaculado. No obstante, el charco, de dos centímetros de profundidad, permanecía mojando mis pies, mis nalgas y las palmas de mi mano. En ese instante, parecía que me había quedado solo, pues hasta la sacerdotisa había desaparecido de mi vista. También, mi jefe, que parecía ser parte de esta oscura zahúrda y a quien no hallaba por ningún lado.

Como quien abre nuevamente los ojos, las tinieblas se disiparon con la misma celeridad: la sacerdotisa estaba donde antes habían estado los caballeros y las mujeres que habían salido de ellos. Frente a ella estaba el féretro. Pero, ahora estaba distinta, vestía una larga capa negra con una capucha holgada que le cubría toda la cabeza y se le derramaba ampliamente, e interfería la visión con su pútrido rostro. Observé, que estaba en una posición rígida y estática, con la cabeza inclinada hacia el féretro.

–Este acto –comenzó–, este divino acto, debe ser presenciado por un testigo, después de que el mismo halla profanado la carne y se halla vuelto un miembro activo, víctima de la coacción metafísica…

No entendí una palabra. Permanecí inmóvil.

–El tributo ha sido pagado Oniri Emiss… –casi lo murmuró.

Súbitamente, como si se tratara de un apagón, la luz se esfumó nuevamente, y me sentí parte del vacío y de la nada. Cuando volvió, al instante siguiente, en la escena, algo nuevo había aparecido. Inclinado, sosteniendo el libro negro con dorado, estaba al que presumí, era mi jefe. Vestía también una capa oscura, larga y holgada, con una capucha que le cuidaba su identidad. Su posición era tal que la sacerdotisa podía leer el libro. Comenzó, pues, a decir su jerigonza de manera rápida y que parecía multitudinarias voces. A veces, los sonidos que emitía parecían ser gritos leves.

La sacerdotisa se detuvo de golpe, lo que dio pie a un acto impresionante, pues la sangre parecía ser absorbida por una parte específica en el medio del suelo, como si existiese un orificio allí donde no había nada. Tal hecho sucedía a unos cincuenta centímetros de donde yo estaba encadenado, con la espalda pegada a la pared. Cuando toda la sangre fue drenada, el suelo no quedó con el menor rastro de ella, ni siquiera una humedad característica, sino que fue absorbida en su totalidad, hasta que solo quedó una gota de sangre en donde la misma fue absorbida.

–Es sangre buena… es sangre buena… es sangre buena –repetía la sacerdotisa a guisa de letanía, sin mover un solo músculo–.

Entonces, se escuchó un leve crujido en el concreto. Se creó una fisura en el suelo, como por arte de magia. La gota de sangre desapareció, y de inmediato emergió del suelo un girasol pequeño, como de unos diez centímetros de largo, con una cabezuela de cinco centímetros completamente ennegrecida. Parecía estar hecha de carbón solamente. Brotó como si se tratara de cualquier planta, pero con una majestuosidad y suntuosidad ajenas a cualquier espécimen natural. Cuando la vi brotar del suelo, sentí como si algo incorpóreo me golpeara el rostro. Luego otra vez, y adquirió el ritmo de mi corazón, como un pálpito reflejado en mi rostro. Mi respiración se hizo más rala y comencé a sudar. Me di cuenta de que un hilillo de sangre bajó de mi orificio nasal derecho, mientras otro hilillo se precipitó desde mi ojo izquierdo hasta mi mejilla, atravesándola hasta llegar a mi quijada, desde donde las gotas comenzaron a caer sobre mi hombro. Me alarmé aún más, como se ha de suponer, pero en mi estado pasmoso, permanecí en el mismo lugar, como una estatua. La sacerdotisa comenzó, otra vez, su repertorio de sonidos ininteligibles. ¡El acento apareció como una maldición! Ese mismo acento gangoso, parecido al francés, que causaba dolor a mis oídos, fue seguido por una voz masculina: ahí fue cuando confirmé mis temores, era mi jefe.

Advertí, después de un golpe hueco del féretro, procedente del interior, cómo se levantaba macabramente la puerta de madera. Las voces no se detenían, al contrario, aceleraban y agudizaban el tono. Comencé a escuchar, en la lejanía, miles de gritos histéricos de niños que aullaban al estilo de los lobos.

¡Retumbó un trueno! Nuevamente las luces se apagaron, y esta vez, el silencio y la oscuridad duraron cerca de diez minutos. Permanecí inmóvil la mitad de este tiempo, pero cuando me di cuenta de que podía ser mi oportunidad de huir, palpé mis cadenas en la oscuridad y me percaté de que estaban sujetas al suelo. Cuando las luces volvieron, advertí que el féretro estaba abierto. La extraña Flor Negra, también se hallaba inmóvil, a unos centímetros, pero ya no estaban ni la sacerdotisa ni su cómplice. Temblaba del miedo. Luego sentí que alguien me revolvía la coronilla de la cabeza, de modo que, por instinto, vi hacia arriba, y advertí la grotesca cara de la sacerdotisa en proceso de descomposición. Me sonrió.

–Ha acabado todo –dijo.

Se escuchó una pisada pesada en el concreto frío y duro de la cripta. La vi hincarse para recoger la Flor Negra. La cogió del tallo con su dedo índice y pulgar, en forma de pinza. Hizo un leve pero determinado movimiento con el pulgar hacia un lado, y quebró el tallo. Escuché el sonido del mismo, crujiente, como si fuera una planta joven y llena de vida. Me percaté que en lugar de savia, lo que comenzó a manar de la grieta fue un poco de sangre, pero más opaca y espesa. La sacerdotisa colocó la infame planta (si es que dicho epíteto puede ser usado en este caso) en la palma de su mano, y la miró como una madre vería a un hijo, mientras la trataba como una auténtica pieza de porcelana. Caminó lentamente hacia el féretro. Estaba a punto de meter la flor en él, cuando alzó la cabeza para verme, sus ojos cambiaron de una cálida mirada materna a una de auténtico horror.

–¡No! –espetó–. ¡No le hagas daño! ¡El es el testigo!

Mi gesto de reflejo, cual niño, fue dirigir la mirada hacia donde la sacerdotisa miraba con el rostro expresivamente perturbado. Lo que vi, fue una calamidad sin igual: su carne era amarilla, opaca; su cabeza, dos veces más grande que una normal, entre la frente baja y los ojos se había estirado de tal forma que parecía un tiburón martillo, de modo tal que sus ojos ocupaban cada extremo de esta deformada protuberancia… esos ojos ratoniles y redondos, agudos y sin rastro de brillo me miraron. No poseía nariz, sino una especie de pico agarrotado de color negro que se curvaba de tal manera que la punta quedaba desviada hacia su labio superior. La parte inferior de ese demencial rostro era más parecida a la de un humano, sin embargo, cuando abrió la mandíbula, dejó entrever sus agudos colmillos en forma de gancho, terriblemente largos y puntiagudos. Cuando abría la mandíbula, emitía un sonido que no logro encontrar parangón con ninguna otra criatura de la tierra, me aventuraría a decir –aunque mi intención siempre ha sido ser lo más explícito y conciso– que no hay palabras que puedan descifrar lo que en su momento viví. Por lo tanto, creo que este sonido peculiar, extraño, ensordecedor y enloquecedor solo puede ser comprendido por una persona a posteriori. Puedo, con el motivo de ser más específico, comentar , que en el argot de estas criaturas, a dicho bufido siniestro y predador se le denomina tumhölls.

–¡Me escuchas –insistió, sin mover un solo músculo–, no puedes dañar a un testigo, nos dañaría a todos!

El monstruo reflexionó sobre estas palabras. Entonces, retiró su mirada lobuna y hambrienta, dio media vuelta y comenzó a alejarse de mí con total indiferencia. Mi mirada rápidamente se dirigió hacia la sacerdotisa, advertí el alivio en su rostro. Sin embargo, al verme, se percató de lo que yo sentía, y, tras un instante, volviendo a sus antiguos modales, me dijo:

–No pienses en la gratitud. No se trata de un favor el que te he hecho, porque ahora tu vida es más importante para nosotros que para ti mismo.

Luego de sus palabras perdí la consciencia, quedando grabada en mi memoria su mirada de alivio.


Encuentre aquí el siguiente capítulo.

Imagen: Girasoles de Anselm Kiefer, tomada de Museo Guggenheim Bilbao.

Mario Cardona

Nací en Guatemala en 1993. Actualmente estudio Derecho en la Universidad de San Carlos. Soy un apasionado lector, dotado con una curiosidad que me ha conducido a advertir pasiones desbordantes: la poesía, la filosofía, la historia, la sociología y algunos los ensayos científicos. Pero, de todo eso, resaltan dos figuras literarias que cambiaron mi vida: Poe y Kafka. He publicado en algunos relatos como Dalia, Los ojos del único ojo y El turno en revistas electrónicas. Escribo casi desde que tengo uso de razón, tanto así, que la creo un ejercido inherente en mi vida.

Un Commentario

Ernesto 05/03/2019

«mi propósito es bridar una ayuda con mi testimonio» por brindar

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