El testimonio de Tiberio Avlus (6)

-Mario Cardona | NOVELA

VI

Un encapuchado de negro se acercó a la mujer y le alcanzó una cesta de mimbre cubierta con un paño negro. Un profundo olor pútrido y nauseabundo llegó con él. Al cabo de unos instantes, me di cuenta que lo que me habían inyectado era alguna sustancia que me causó una erección. Otro de los encapuchados se acercó a nosotros, descubrió el objeto y advertí con horror de lo que se trataba: era la cadera cercenada de una mujer; se veía como un pedazo de carne, estaba en avanzado estado de descomposición. Como era de esperarse, los restos estaban hinchados y casi desfigurados, el color era entre negro y un morado pálido asqueroso; casi podía ver los gusanos moviéndose entre el tejido muerto y corrupto. Vi –aunque era muy difícil de identificar, debido al estado en que se hallaba– la cabeza de un girasol deslumbrante, vigoroso y muy vivo, salir de la vagina negra y putrefacta.

–Curioso, ¿verdad? –murmuró la mujer, en mi oído–. Te puedes imaginar cuántos girasoles tuvieron que vivir y morir para que este brotara… ¿cuántas generaciones pasaron desde que esta cadera, aún con dueña, jugó a las escondidas, tuvo entre su calor a un hombre y vivió la vida? ¿Cómo saber que su destino sería cruzarse con este hermoso girasol, mientras su carne desaparece y es comida por inmundos insectos? –luego, procedió a besarme la frente–.
–Con esta profanación –continuó la sacerdotisa–, serás maldito y podrás participar en el acto presencial de la resurrección y transmutación de Claudio B.

Uno de los encapuchados procedió a coger la cabeza del girasol y la quitó con solemnidad mientras se reía maliciosamente. Noté a otro a su diestra con una almohada color violeta purpúreo, con bordados dorados, otro encapuchado recibía la cabeza ya corrompida del resplandeciente girasol. Entonces me di cuenta de lo que a continuación ocurriría… otro de sus cómplices, le trajo una varilla de metal un tanto gruesa y la metió en el pedazo de cadáver, por el órgano sexual; en principio tuvo dificultad, por el estado en el que se encontraba, pero después de un sonido de quiebre, verdaderamente repugnante, cedió paso. Casi podía escuchar a los cientos de gusanos que se movía dentro de la carne y a los que asomaban por agujeros que las moscas habían hecho para meter sus huevecillos; luego, la mujer cogió mi miembro y lo metió en la vagina. En ese tormentoso y raudo instante grité… grité con todas mis fuerzas. Intentaba mover mi cadera de un lado a otro, para que mi pene saliera y con ello no me obligaran a penetrar y profanar ese resto humano. Pero toda mi oposición fue poco menos que insignificante, ya que me tenían de las caderas.

–¡Vamos Tiberio –me decía la sacerdotisa–, necesitamos que no pongas resistencia, puesto que si lo haces estarás más tiempo adentro… y esto no podría beneficiarte a ti, porque estos gusanos no distinguen entre la carne fría y la tuya!

Casi podía sentir a esos diminutos insectos pasar por mi miembro…, casi puedo jurar que hasta llegué a sentir un par de mordidas en el mismo. Así que después de sus amenazadoras palabras, detuve mi oposición y me conformé con llorar como un niño mi desgracia. Cerré los ojos y me dejé llevar; los encapuchados mantuvieron el movimiento de la penetración por mí. No obstante, no duraría mucho mi escapatoria, puesto que al cabo de un tiempo, escuché cómo la sacerdotisa se comenzaba a molestar cada vez más al no tener señales de un orgasmo.

–¡Abre los ojos –espetó–, tendremos que adelantar lo demás del ritual, pero tú sabes cómo terminará esto!

Lo sospechaba, pero con esa declaración, lo supe con espanto. Yo solo quería acabar con todo eso, y cual niño ingenuo que es abusado sexualmente, abrí los ojos para colaborar con mis captores. La mujer, besó su estola de colores, luego metió las manos en el cáliz y se lo dio a sus sirvientes; con las manos ensangrentadas me manchó los labios, las manos y la nariz. Comenzó a hablar entre dientes como si dijera una letanía; apenas pude ver su barbilla y sus labios moverse rápidamente: también me di cuenta que sus dientes estaban negros y podridos. Cuando terminó de decir lo que balbuceaba, le alcanzaron de nuevo el cáliz, como si ya supieran cada uno de los pasos, ahora solamente hundió su dedo pulgar derecho y lo colocó en mi frente (más tarde me enteraría que lo que me había dibujado en la frente era una media luna y un girasol), después cogió el cáliz y me lo colocó en la comisura de mis labios.

–Bebe –dijo–.

Yo no paraba de llorar, y comencé a gemir.

–¿Qué le pasa, señor Tiberio? Creí que usted era un hombre… ¿cómo se dice…? ¿Rudo? ¿Qué no era muy mordaz con sus palabras? ¡Beba!

Sentí un frío que brotaba del fondo de mi cuerpo, comencé a temblar, pero me di cuenta que era a raíz de toda esa presión que pesaba sobre mis hombros. Así que cedí y bebí un trago amargo de la sangre que me ofrecían.

–Así es –continuaba–… consume la sangre que guardamos para este día. La mujer murió desesperada por un dolor incontenible. Ella no era más que un cerdo, un becerro cuanto mucho. ¡Bebe!

Di dos tragos más, pero después sentí que mi estómago vibraba con fuerza, estuve a punto de vomitarlo todo.

–Si lo vomitas, beberás de nuevo –me conminó–.

Cuando estuvo segura de que no vomitaría, procedió a derramarlo sobre la cadera, en específico, en la vagina putrefacta y mi miembro hundido en ella, volvió a hablar entre dientes, yo no entendía nada. Los encapuchados procedieron a seguir haciendo el movimiento por mí, hasta que me forcé a concluir con esto, a sabiendas de que si no lo hacía, posiblemente sería el próximo. Así que les di el orgasmo que tanto me pedían, pensando que lo hacía con alguna actriz de cine, y fingí estar en otro lado. Al percatarse de este hecho, en la cara de la mujer se dibujó una sonrisa de satisfacción; en aquel acto, no sé cómo, pero me di cuenta que sus labios estaban secos, delineados por un crayón de carmín rojo fuego, pero que, como una costra, algunos pedazos de esa carne no estaban bien fijos al resto de ellos; en vez de eso, aprecié una carne más enfermiza y terrosa.

Luego, me apartaron del pedazo de carne y sacaron mi miembro viril, aún erecto, pero disminuyendo. Pude ver que estaba repleto de gusanos, con un líquido negruzco de un hedor indescriptible. Me contuve para vomitar nuevamente, aunque ahora me resultó más fácil, teniendo en cuenta mi estado de aturdimiento violento. En efecto, sufrí de un ataque de nervios y comencé a gritar y a exigir que me removieran esa mierda de mi cuerpo, maldiciendo a todos los presentes. Los cómplices, sin inmutarse, obedecieron a mis súplicas con displicencia, pasando un paño en mi pene solamente.

–Tranquilízate –dijo la mujer sacerdotisa–, ya esta parte ha acabado. ¡Hazlos pasar! –ordenó–.

Uno de los encapuchados se dirigió hacia donde mi visión no podía alcanzar debido a mi encadenamiento. Entonces, cuando levanté la cabeza con mi pelo empapado en sudor, me di cuenta que, en filas de dos, entraron tres niños y tres niñas. Uno al lado del otro, de edades similares: los del frente parecían tener ocho años, los del medio diez y los de atrás doce. Eran de distintas razas, lo recuerdo bien: los de ocho años eran asiáticos, los del medio, negros y los de doce, blancos. Entraron en silencio, caminando por su voluntad, con la cara serena y la mirada perdida, como hipnotizados. Todos estaban desnudos. Recuerdo haber fruncido el entrecejo y quedarme callado, en vilo.

–Cuando te dé la señal –repuso la mujer,–, les remueves el hechizo, de nada nos sirven si la sangre no ha sido producto del sufrimiento.

Recuerdo haber sentido algo distinto dentro de mí, minutos después de que yo, contra mi voluntad, profanara los restos de una mujer, ahora me sentía más animalesco, provisto de pensamientos que iban y venían como relámpagos, y me sugerían cosas que jamás hubiese imaginado minutos antes. Traté de dominar estos instintos, pero mientras más me resistía, más perdía el control. Recuerdo que la primera imagen que me causaron esos niños, fue una rabia que agobiaba a mi espíritu por mi incapacidad de ayudarlos, pero como un rayo, cayó en mi cabeza una idea equidistante, pues me sentí extasiado por la idea de someterles a mi voluntad como lo haría a un simple juguete. Increíblemente, mi miembro viril volvió a erguirse con esos pensamientos blasfemos y degenerados. Mi cabeza se debatía por censurar ese instinto monstruoso que crecía a una velocidad inexpugnable, mientras que su contraparte perdía silenciosamente la batalla, entregándose a ese mismo pensamiento impío cargado de perversiones sexuales y mucha sangre.

–¿Ya lo sientes, Tiberio Avlus? –se volvió hacia mí la sacerdotisa, como si pudiera leerme como un libro abierto–. ¿Puedes sentir que te carcome el instinto más voraz y despreciable?

Se acercó, acto seguido, a una de las niñas, se agachó y estiró un brazo lentamente, con su dedo tocó, casi rosando la pantorrilla de la niña, pasó por su muslo, para terminar en sus nalgas.

–¿Te apetecen?

Mi corazón latía desbocado, mi imaginación imprimía cientos de imágenes, la idea me excitaba tan desenfrenadamente, que solo puedo parangonarlo con la sed, la sed que es tan desgarradora, que sientes arder todo el cuerpo; tan febril que si no tomas una gota, sientes que desfallecerás allí mismo. Y, en resumidas cuentas, se me ocurrió de todo: desde la penetración hasta la mutilación. Inclusive, comencé a sentir que mis manos se volvían parte de ese latir frenético que cabalgaba en mi pecho.

–Yo sé que sí –continuaba, con un dejo que me instaba seductoramente, al mismo tiempo que sonaba un tanto burlón–, ya los tendrás, pero hoy, no solo tú comerás, habremos muchos invitados a la fiesta…

Comencé a resistir ese temperamento indomable y monstruoso. No quería que me soltaran, puesto que pensé que, de hacerlo, no podría detener mis impulsos, aun así, intentaba parar cada uno de esos pensamientos y cambiarlo por alguna vehemente maldición en contra de mis captores.

–¡Maldita! –estallé–. ¿Qué me has hecho?
–Nada que no te agrade en breve –respondió con tono glacial–. Serás parte de nuestro ritual, pero como ves, aquí todos gozaremos como en un convite con la mejor y más variada comida.
–¡No! ¡No! ¡No! –me sacudía, pretendiendo que así removería esos pensamientos que se agolpaban en mi mente; hubo un momento en que solo veía a las niñas, entregado a mis deseos.
–Que pase –dijo nuevamente.

Entonces escuché los pasos de alguien que se acercaba. Pasó rápidamente y no pude distinguirle la cara, pero tenía la apariencia de un fino caballero, pues vestía un traje de leva ostentoso y sobrio, con colores magníficos. También en sus bríos se demostraba un aire fatuo y altivo. Además, llevaba una chistera negra, de exquisita apariencia. Al darse media vuelta, advertí, para mi desgracia, de quien se trataba: ¡era mi jefe, el dueño del periódico! Cuando me vio, se sonrió maliciosamente.

–¡Oh, aquí estás!
–Señor… señor Ezio, señor Ezio –farfullé una exclamación–, me tienen capturado… me han hecho hacer cosas terribles y planean cosas aún peores.

Cuando terminé de decirle esas palabras, con un notable tono de agobio y debilidad, él dirigió su mirada hacia mí; dejó su cháchara con la sacerdotisa y a pasos espaciados comenzó a caminar para acercárseme. La mujer, al ver que había sido eludida por su interlocutor, lo siguió con la mirada; después de unos minutos entendió lo que ocurría y lo siguió. Se paró a una distancia prudencial de mí, sin decir nada. Aguardó un instante con la frente en alto y los ojos puestos en la nada; movía los labios con indiferencia y aguardaba, tensando el ambiente. De pronto, para mí, toda esa vehemencia y chispa vivificante se convirtió en un cansancio al borde del sueño y de la muerte. Para entonces, yo estaba exhausto y dejaba caer la cabeza, y luego la subía trabajosamente con lentitud. Ezio, mi jefe, pasó de mostrarse sepulcral e indiferente, a un carácter ominoso y malvado; así que comenzó a observarme de forma depredadora, con una sonrisa maligna y desafiante.

–¿Te sientes a gusto? –me preguntó.
–Ya pronto comenzará todo, no desesperes –respondió la sacerdotisa, alejada por unos centímetros detrás de él.
–Espero que esto me vuelva el nuevo aspirante, tal y como me lo has prometido.
–Eso solo lo podremos decidir, o, dicho de otro modo, eso solo lo decidirá el senescal que has elegido para ver si es lo suficientemente honroso para que acuerpe tu candidatura.
–Ya no puedo soportar este suspenso –exclamó en tono de susurro, cuando se volvió abruptamente hacia ella, casi le rozaba el oído con su boca–, mucho tiempo esperé que Claudio muriera o que fuera prudente su muerte. Luego todo el engorroso proceso por el que me hicieron pasar… ¡ya no lo soporto! ¡He dado mucho apoyo a la causa!
–Apoyo indirecto –respondió ella, del mismo modo a su interlocutor–, no lo olvides, Ezio, no lo olvides.
–Porque ustedes no me lo han permitido –repuso él, con semblante y tono de indignación y enojo–.
–Tú conoces las reglas, inclusive, tu causa ha sido siempre protegida por nosotros.
–Porque soy un benefactor muy importante para sus propósitos.
–Eres un hombre muy poderoso –suspiró con hastío–, todos lo sabemos, Ezio…
–¡Pero no poseo cualquier poder, no lo olvides! –graznó petulante, volviéndose hacia mí, con su mirada depredadora–.
–¡Tú no olvides que hemos iniciado a muchos poderosos! –exclamó, y le rodeó el brazo para empujarle el pecho con su mano enguantada–.
–Poderosos… sí, políticos y millonarios… –continuó con soberbia sin volverse, pues mantenía una mirada penetrante en mí, como la que tiene un adicto en su centro de deseo malsano– Bah, ¡basura! ¿Cuántos de ellos verdaderamente, han podido involucrarse en los medios masivos, garantizando la manipulación de la opinión pública en tu favor? ¡A su favor…! ¡… en nuestro favor! ¡Vamos, dilo! Que ambos sabemos, que bajo mi amparo, todo el tiempo estimado se ha reducido considerablemente –todo esto lo dijo con una sonrisa maliciosa y despreciable, pegado a su asqueroso rostro con nariz aguileña y piel cetrina–.
–Pues mira, que ya en breve comenzaremos toda la operación –respondió ella sin inmutarse–, y si todo sale bien, habremos cumplido con el requerimiento de Claudio, y ese ascenso te garantiza ser el séptimo del requerimiento.
–He de ser yo el último –afirmó con ojos soñadores, quitándome la vista por unos pocos instantes.
–Pero de no ser un éxito como esperamos…
–Ah, sí –ninguneó– ¿cuánto debo de abonarles por las molestias?
–Serás devorado por los monstruos come-carne –terminó ella, alejándose. Percibí en ella un tono reconfortante y sutil. Lo disfrutó, a decir verdad–.

Por un instante, observé un rastro de temor y por tanto de humanidad en el perverso rostro de Ezio. Él, al escuchar la declaración de la sacerdotisa, volteó hacia ella y observó cómo se desplazaba hacia donde yo no tenía alcance visual, más allá de los ciento ochenta grados. Y devolvió esa mirada lobuna hacia mí, una víctima desarmada.

–Ya entrarás en vigor. Todo se concretizará para bien –en apariencia, me lo decía a mí, pero la verdad es que lo hizo para convencerse de que yo había sido una buena elección–.
–Antes que sigas alentando a tu ahijado, debes de prometer y firmar estos papeles –se los ofreció con un bolígrafo– que te entregas de lleno al proyecto.

Ezio procedió a firmar los papeles sin miramientos.

–Recuperaremos Thánatem y todo lo demás –le dijo él–.
–Esa es la idea –le sonrió con el tono optimista la sacerdotisa–.
–Ahora sí, se oficializa la orgía preceremonial ¡Hagan pasar a todos los participantes!

Luego de la pitada de inicio, otros encapuchados aparecieron desde las sombras, y se trasladaron a la parte donde yo no podía ver nada. Al cabo, aparecieron más parejas desnudas caminando, de todas las edades y con los mismos márgenes raciales, anteriormente expuestos: una fila de jóvenes en la flor de la vida, es decir, entre la veintena de edad; luego, unas mujeres (en este caso, solo incluyeron a mujeres) cuarentonas, y, por último, dos sexagenarias. Todos los participantes caminaban por propia voluntad –con miradas bobaliconas y perdidas– a paso lento. Todos callados y desnudos, algo verdaderamente extraordinario, teniendo en cuenta sus condiciones y en dónde estaban. Por supuesto, ya he aclarado, que eran manipulados por un trance mágico.

–Ahora –dijo la sacerdotisa–, procederemos a liberar al prisionero, en cuanto él esté libre, el hechizo caerá, y la responsabilidad será de ustedes –señaló a los encapuchados–, deberán sostener a los participantes para cumplir la voluntad de nuestros libertinos hechiceros.

De modo que, al hacer tal mención, recordé a los hombres, distinguidamente ataviados, que habían pasado frente a mis narices, y que se habían posicionado cerca del féretro. Así que cuando dirigí mi vista hacia ellos, observé que se estaban despojando de sus ropas de modo hierático y en silencio.

Sin darme cuanta, ya me hallaba revitalizado, y con cada segundo, fantasías escandalosas, retorcidas y violentas comenzaron a mortificar a mi corazón. Podía escuchar mis latidos, uno a uno; mi cerebro calculaba infinidad de sucesos indecibles y el deseo por alcanzarlos llegó a perturbarme, antes claro, de que mi juicio se nublara y mutara a ese monstruo que disfrutaba con esas proposiciones; en aquella laguna de lucidez previo a entregarme por completo a la elucubración y a la bestialidad, la bondad habló como un grito de alguien que cae por un acantilado:

–¡No! ¡No suelten las cadenas que me impiden echar rienda suelta a mis ardorosos deseos de vejación y demencia!

Pero aquellas palabras no hicieron sino lo contrario, estimular a mis captores a liberar mis grilletes, y con ello, asegurarse que sería otro objeto del mal, hecho para causar daño.

–Está listo –declaró la sacerdotisa.

Los encapuchados procedieron a soltarme. Una vez perdí toda conciencia de moralidad y empatía, no pensé más que en satisfacer mis deseos egoístas. Mi nerviosismo, e incluso mi pánico, desaparecieron. Me sentí como uno más de ellos, me sentía poderoso e invencible. Me sobé las muñecas con las manos –los fierros me habían causado hematomas–, y después dije algo que no recuerdo con claridad, así que lo omitiré específicamente, que quede aquí la referencia de algo como esto. No obstante sí recuerdo lo que dije después:

–Se habían tardado mucho –hablé, con un tono confiado y relajado, como si estuviese con mis amigos–, hace mucho que he querido despellejar a una de esas chiquillas. Y, a todo esto, ¿cuántos de los «invitados» –hice el gesto de las comillas con los dedos–, son sodomitas, o solo se podrá sodomizar a los esclavos?

Después de decir esto, cogí por las nalgas a la niña de diez años que se hallaba inerte y parada frente a las otras dos. Escuché que alguien chasqueó los dedos e, inmediatamente, la niña reaccionó con sobresalto. Se volvió hacia mí, y cuando me vio el rostro, pude apreciar cómo sus ojos reflejaban miedo y desolación; en el acto, dos lágrimas bajaron de sus ojos y comenzó a chillar. Intentó moverse, escaparse de mis garras cobardes y depredadoras, pero, como antes dije, la sacerdotisa había dado la orden a los servidores que mantuvieran a raya a los capturados. Así que la cogieron por los tobillos y las muñecas y la paralizaron, aunque trataba de zafarse, su fuerza era insuficiente en comparación. A su vez, todos los agudos llantos de los prisioneros comenzaron a colmar el lugar; puedo compararlo con el purgatorio, debido a todo ese ruido de desesperación y súplica, que exclamaba a veces a una voz: ¡no me hagas daño! Ese sonido, admito, que en ese instante, me excitó, y mi miembro creció rápidamente, haciéndome más agresivo. Procedí, en un frenesí, a pasarle la lengua por el cuello, mientras su cabeza giraba como una negación constante y violenta. Uno de los encapuchados se acercó en mi «ayuda» e intentó sujetarle la cabeza a la niña.

–¡No! –le interrumpí–. No hace falta.

La niña me miró cuando me aparté de su cuello y me erguí para detener al intruso. Y yo también la miré con detenimiento y deleite. Alzaba su cabeza de modo lastimero, como un perro; sus ojos vidriosos y su boca torcida en un silencio enternecedor.

–No me lastime señor, seré una niña buena en el futuro, por favor no me castigue por robar esa manzana aquel día –masculló, viéndome a los ojos. No logró conmoverme, pues yo no sentí nada más que placer–.
–¡Oh, no! –dije en un momento de euforia–. ¿Cómo podría dañar la integridad de esas nalgas que tienes?

Alargué mi brazo y me incliné un poco sobre ella, posé mis manos sobre sus nalgas redondas y abultadas. Su tibieza era excepcional. Gemí de éxtasis, y luego las amasé un poco. A continuación comencé a besar su abdomen y luego bajé hasta su vagina pequeña y apretada. Le pasé la lengua por su agujero y sentí el sabor que poseía.

–Si cooperas, te garantizo que morirás rápido –quise sonar como un padre que ama a un hijo–.

Sentí su cuerpo estremecerse después de mis horribles palabras, y luego comenzó a llorar nuevamente. Sentí cómo una alegría subía hasta mi boca y esta asumía un gesto malicioso, hasta estirar mis labios y descubrir mis dientes. Procedí a morder parte de su ombligo, acto seguido metí mi lengua en ese agujero salado.

–¿Lista para morir?
–¡No por favor, seré buena, seré buena!

Pero tal fue el miedo que le infligí, que la mocosa comenzó a mearse mientras mis manos acariciaban su ano. Tuve emociones encontradas, pues pasé de la furia y el asco, a sentirme maravillado y extasiado en tan solo un segundo. Sentí ese líquido caliente en mis manos y luego acudí con mi cara; saqué la lengua y lo recibí en mi boca, hasta que la llené (aunque tragué un par de veces, esa no era mi intención), me paré instantes antes de que terminara –me pedía perdón en el proceso–, y me conduje a su boca y la obligué a besarme, para trasladarle su propia orina.

–¡Eres una cerda! –le reprendía–.

Alcé la vista, y advertí a uno de los distinguidos caballeros, golpeando a una de las muchachas con una fusta. Luego, percibí la sangre de un hombre que había sido degollado, mientras otro de los caballeros se hallaba tomando la sangre que manaba. Esto encendió mis pasiones aún más, entonces, vuelto un loco, comencé a golpearle las nalgas con las palmas de mis manos, mientras su piel se enrojecía… luego de un tiempo, sostuve su culo negro, le metí la lengua en el ano y comencé a lamerlo. Hice que mis ayudantes inclinaran a la niña mientras ella lloraba endemoniadamente; gritaba y gritaba que no siguiera adelante en mis designios. Cogí mi verga y la puse sobre su vulva, pero tantas fueron sus súplicas que me enfurecieron más. Cambié de intención en cuanto al agujero, y la penetré en el ano.

En principio, me tomó mucho trabajo hacer que su esfínter cediera mi paso, pero cuando perdí la paciencia empujé con una fuerza descomunal; pude sentir cómo rasgué su ano, y la sangre que mi salvajismo provocó. Ahora sus lloriqueos no eran más que el producto del desgarrador dolor que le hacía sentir en cada embestida.

–¡Coge el hacha! ¡Coge el hacha! –le ordené a uno de los encapuchados, en medio de mis delirios.

Entonces, mis manos se deslizaron entre su cintura, sus muslos y sus piernas. Le besé la espaldita, y le mordí el cuello levemente. Su olor me enloquecía, pero ni aún su culo podía proporcionarme todo el placer que yo quería… deseaba cada vez más, mi mente maquinaba una fantasía que se me había ocurrido en el acto. Me dirigí hacia su boca, pero ella me volteó la cara cuando se dio cuenta que trataría de besarla. Eso no me gustó, pero ya era tarde, me había contenido mucho, en el deseo desenfrenado de una maquinación impía.

–¡Decapita a la puta! –grité–.

Me erguí mientras su dorso seguía inclinado porque los encapuchados habían aprisionado sus pequeñas muñecas. Dirigí mi hambrienta mirada hacia el encapuchado verdugo y la niña comenzó a gritar, sus alaridos opacaron incluso los clamores y gemidos de los otros esclavos-tributos que sufrían. «¡No, no, no, no!», gritaba agudamente. Entretanto, yo seguía penetrándola, así, como un testigo-actor de la obra. El verdugo alzó el hacha, casi podría presumir que todos pararon sus dolencias o sus impiedades gracias a esa sutil ocurrencia.

–¡Hazlo que ya voy a tener el orgasmo!

El verdugo atacó con toda su fuerza y decapitó a la niña de un tajo. Recuerdo que su cabeza cayó a mi derecha y rodó dos veces; un chorro de sangre salió despedido a borbotones, con furia, como un hidrante cuando una válvula se abre o se rompe, el sonido era el mismo del agua que corre libre. El cuerpo, por otro lado, tuvo dos espasmos violentos –que ni siquiera ella fue capaz de reproducir en vida–, los cuales, aunados al descuido de los encapuchados, dieron la apariencia de que iba a gatear o a zafarse de mí. Yo reaccioné raudamente y la sostuve por la cadera. Todo me había provocado un goce indecible, pero aquel incidente fue lo que marcó un éxtasis adicional, algo que sobrepasó mis expectativas. Así, mientras trataba de no dejarla escapar, advertí su cuello cercenado y su sangre que manaba como un chorro a presión, violento y a raudales. Pero no todo quedó ahí, pues los distinguidos caballeros no se pudieron abstener y ser solo testigos, sino que querían participar: caminaron hacia el chorro de sangre de la chiquilla, y mientras esta los bañaba por escasos segundos, los que alcanzaron, se masturbaron con la sangre que les caía en el miembro.

Después de observar aquel acto de desprecio y voluptuosidad, observé su cabeza a unos pasos de mis pies, el charco creciente que bañaba el suelo lúgubre y sombrío de la cripta… todo aquello… ¡oh! La embestí tres veces más, antes de echarle mis jugos en todo su culo.


Encuentre aquí el siguiente capítulo.

Imagen: Girasoles de Anselm Kiefer, tomada de Museo Guggenheim Bilbao.

Mario Cardona

Nací en Guatemala en 1993. Actualmente estudio Derecho en la Universidad de San Carlos. Soy un apasionado lector, dotado con una curiosidad que me ha conducido a advertir pasiones desbordantes: la poesía, la filosofía, la historia, la sociología y algunos los ensayos científicos. Pero, de todo eso, resaltan dos figuras literarias que cambiaron mi vida: Poe y Kafka. He publicado en algunos relatos como Dalia, Los ojos del único ojo y El turno en revistas electrónicas. Escribo casi desde que tengo uso de razón, tanto así, que la creo un ejercido inherente en mi vida.

Un Commentario

Ernesto 04/03/2019

Errores de ortografìa encontrados:

«casi le rosaba el oído con su boca» por rozaba.
«Pero tal fue el miedo que le infringí» por infligì.

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