-Mario Cardona | NOVELA–
III
Me condujo por el patio de armas, pasamos cerca de un pozo que estaba cubierto por una tabla de madera, a un metro de él descansaba, sobrepuesta y de lado, una tabla de madera con el siguiente mensaje: NO ARROJARSE AL POZO.
Esta visión de ese crudo mensaje me turbó durante una sección de la visita, puesto que constantemente me hacía la misma pregunta: ¿la gente se arroja al pozo por locura o porque prefieren morir a estar en ese lugar tan desagradable? ¿Qué nivel de desesperación tiene que embargar a un corazón desdichado, para que prefiera una muerte tan horrible? Llegamos por fin a la puerta de la torre del homenaje, no estaba tan lejos, aunque constantememente sentía mi perspectiva y hasta mi vitalidad adulterada. Había una pequeña escalinata para una puerta modesta de madera; así que incliné un poco la cabeza y la alargué hasta la superficie, entonces advertí la escalinata principal.
–¿No usaremos la puerta principal? –le pregunté con el tono más casual que me permitía mi situación.
–No está en funcionamiento. Este es un castillo muy antiguo, muchas de las cosas han sobrepasado su vida útil hace cientos de años.
–Ah… –asentí.
Ella me abrió la puerta, y entramos a un habitáculo oscuro, donde advertí muchas bolsas de comida puestas en desorden. Ella siguió su andar y me llevó hasta los pies de la escalera de piedra que subía hasta la segunda planta.
–No dé un paso más –ordenó–. Yo la traeré para usted. Ella está con los demás en el espectáculo de títeres que habíamos organizado. Sabemos que su tiempo es preciado, así que la dejaremos con ella el tiempo que necesite, en el patio de armas, en una de las mesas que ya conoció… digo, en las que ya se entrometió.
–¿O sea, que no puedo pasar?
–Efectivamente, es menester que aguarde aquí. Lo han autorizado a entrevistar a una paciente, no a conocer la intimidad de Asilo Luz. Con su permiso.
Y me traspasó, pasando junto a mi hombro; siguió caminando escaleras arriba. En efecto, me quedé esperando a que bajara la mujer de la que había leído y que, afortunadamente (el periódico para el que escribía poseía mucho poder en el pueblo, no era una cosa a pocas voces, pero, como todo lo demás siempre se trata de llamar la menor atención posible) mi editor y mi jefe me había conseguido. Cuando lo hice, pensé que me diría que no. Luego supuse que me diría que sí, pero que publicara lo que ya tenía primero, y todos sabemos que esas afirmaciones no conducen a ningún lugar, más que a la condescendencia y, algunas veces, al autoengaño. No obstante, cuando le manifesté mi interés por concertar una cita con la mujer recluida en este lugar, se mostró muy entusiasmado, tanto así que le vi brillarle los ojos por vez primera, y algo más extraordinario: yo era la causa… o mi trabajo lo era. Mi jefe era una persona flemática y calculadora, y pocas veces lucía complacido con el trabajo de alguien, fuese bueno o malo, para él, siempre había un detalle que afinar, en fin, alguien incansable. Así que cuando me dio su visto bueno y, más aún, me concertó la cita para una semana siguiente, lo vi ya como un verdadero triunfo. No obstante, mis investigaciones no cesaron y me aseguré de pensar muy bien lo que le iba a preguntar.
Por fin, después de una espera prolongada, escuché a las dos mujeres discutir.
–¿Por qué tengo que ser yo la que se pierda el espectáculo? –era una voz diferente.
–Porque es a ti a la que vinieron a buscar –respondió la mujer, con su voz gélida.
–Pero si mi familia no me visita desde aquel año que les dije todas esas cosas horribles. No los culpo, yo tampoco vendría. ¿Por qué no veo mejor el espectáculo? –dijo con un acento lastimero, muy parecido al de una niña–. Me he portado bien, ya no digo esas cosas…
–Ya te he dicho que no es una reprimenda, y tampoco sabemos nada de tu familia.
Ambas callaron, el silencio fue lo que siguió. Pensé que su marcha se había detenido.
–¿Ustedes son mi familia? –murmuró la mujer, yo apenas pude escucharla.
–Claro –fue la respuesta–. Ahora no hagamos esperar al señor que te visita –el acento de su voz, esta vez, fue más dulce e inquietantemente tranquilizador, como el de una madre a su hija, pude imaginar, incluso, que para sosegar su desconfianza la cuidadora acariciaba su pelo mientras hablaban,
Se asomaron por fin. La mujer llevaba de la mano a Irene. Me pareció una mujer avejentada con el cabello entre gris y blanco, estaba descuidado y crespo, además advertí que llevaba una camisa de fuerza. Se me hizo alguien afable.
–Mucho gusto señora Irene –comencé–. Estoy aquí de parte de la revista Mundo, quiero platicar con usted sobre un asunto que le pasó hace unos años.
La señora asintió de manera amable, mientras la cuidadora me la entregaba Aun así, la exhibición me pareció escabrosa, por decir algo. Para ser más precisos, me perturbó.
–Vamos –dijo la mujer cuidadora–. Llévela al patio de armas. Tendrá el tiempo que yo considere oportuno para su entrevista. Recuerde no estresar a la señora, puesto que ella tiene ciertos problemas al recordar cosas que no le son agradables –hizo una pausa viéndome directamente a los ojos; sentí helárseme la sangre–. Considero que usted tiene buen juicio y parará cuando lo considere prudencial. Ella es una mujer y no una bestia, tenga esto presente, «señor periodista».
Encuentre aquí el siguiente capítulo.
Imagen: Girasoles de Anselm Kiefer, tomada de Museo Guggenheim Bilbao.
Mario Cardona

Nací en Guatemala en 1993. Actualmente estudio Derecho en la Universidad de San Carlos. Soy un apasionado lector, dotado con una curiosidad que me ha conducido a advertir pasiones desbordantes: la poesía, la filosofía, la historia, la sociología y algunos los ensayos científicos. Pero, de todo eso, resaltan dos figuras literarias que cambiaron mi vida: Poe y Kafka. He publicado en algunos relatos como Dalia, Los ojos del único ojo y El turno en revistas electrónicas. Escribo casi desde que tengo uso de razón, tanto así, que la creo un ejercido inherente en mi vida.
0 Commentarios
Dejar un comentario