El testimonio de Tiberio Avlus (2)

-Mario Cardona | NOVELA

II

Continué conduciendo. La carretera se había vuelto de un carril un poco ancho, pero que impedía la marcha de dos automotores a la vez, y en cada vuelta de rueda me percataba que el sol ofuscador e intenso se perdía en la copa de inmensos árboles, que formaban una techumbre que filtraba y ralentizaba la luz. El ambiente era depresivo y oprimente, umbrío e imponente; no obstante, y a pesar de la oscuridad azulada, podía ver con claridad todo en mi derredor. A los lados advertí un espeso bosque mortecino de hayas esqueléticas, repleto de tantas ramas decrépitas que se juntaban entre sí, obstaculizaban la visión fácil más allá de unos cuatro metros. Poco a poco, sentí cómo el calor abandonaba mi cuerpo, y el frío húmedo llenaba mi vehículo. En efecto, el clima se había vuelto templado, y el aire comenzaba a ser violento, así que decidí subir los vidrios .

Llegué hasta el sendero que me había referido el anciano. Detuve la marcha para tantear si podía virar mi auto sin ninguna interrupción en el abrupto camino, puesto que la carretera terminaba allí, y todo se volvía una ruta cubierta por un mantillo muy abundante entre rojizo y café oscuro. Después de observar el camino que me esperaba, como una especie de sugerencia mental combinada con una mórbida curiosidad, volteé hacia adelante. Percibí que a unos diez metros de distancia, el camino se tornaba sinuoso y serpenteaba hasta una colina, allí se perdía en una prominente curva hacia adentro. De pronto, noté un vaho en mi respiración, el frío era exasperante, parecía que hubiera viajado mucho. Parecía ser verdad, al menos parcialmente, puesto que me encontraba en una dimensión siniestra; sí, aquel insólito sitio despedía un aura obsesiva, de una melancólica belleza. Antes de permitirme proseguir con mi viaje –para entonces ya había olvidado el motivo de mi visita– me volví para la parte trasera de mi vehículo donde había dejado recostado sobre la piel de mis asientos, un abrigo que no solía usar, y que siempre lo tenía listo en caso de emergencia. Me coloqué superficialmente el sobretodo, para tallármelo, pues era largo y pesado, además estaba un poco desgastado, su tonalidad era de un negro paliducho. Me lo quité y lo tiré al asiento del copiloto, cuando alcé la vista sentí unos ojos clavados en la ventanilla trasera de mi coche. Casi puedo jurar que mi vista periférica percibió a mi derecha, con el rabillo del ojo, una cara espantosa, cadavérica, deformada por curvaturas serpenteantes, que, en consecuencia, alargaban y estrechaban el cráneo de la criatura de color gris, unos ojos hundidos oscuros y vidriosos. Di un respingo, aunque cuando me forcé a voltear mi vista por completo, no advertí nada.. Bien, a pesar de que mi corazón daba vuelcos en mi caja torácica, empecé a calmarme al pensar un poco más en mi confusión, por un momento me mantuve apretando el volante, hasta que me calmé lo suficiente. Quité el neutro del motor, y viré en dirección Este, internándome en el sendero compacto.

No podía conducir con mucha velocidad, debido a que el camino, como ya lo dije antes, se me presentaba agreste, mi vehículo vibraba violentamente al pisar los desperdicios y los pedazos de madera que se hallaban desperdigados por todos lados. Me tomó una hora y media llegar a mi destino final. Sin embargo, todo el camino estuvo extrañamente inquietante: el silencio abismal dominaba todo, y el manto de una luz nocturna, de un tenue azulado, lo cubría todo con tristeza. A su vez, de lo poco que mis ojos lograban captar de todo aquello, solo las hayas moribundas se alzaban como las conquistadoras de la cargada biosfera, sin nada más que el mantillo a sus pies, y una que otra roca más o menos grande.

Al final de mi penoso peregrinaje, pude advertir que el bosque, cual solemne umbral, se abría para mí; llegué a una especie de calvero, donde se alzaba un castillo majestuoso estilo isabelino. Estaba medio ruinoso, y aunque se erigía con cierto orgullo, el deterioro le daba una perspectiva distinta, como la de un orgulloso anciano encorvado. El castillo no era de los más grandes, ni poseía murallas más allá de lo estrambótico, y tampoco tenía torreones tan altos, pero sí poseía los elementos necesarios para llamar la atención a cualquier extraño. Aparqué a una distancia prudencial, y luego me apeé. Antes de cerrar la portezuela, me incliné para alcanzar el sobretodo; me lo puse y lo cerré, el frío era muy duro. Pude ver, más allá del castillo, un lago que en la lontananza se asomaba tímidamente entre los árboles. El agua se veía negra como el aceite y fría cono un glacial; no sé por qué me dio mala espina, así que eludí su panorama una vez lo advertí.

La primera impresión que me dio, fue la de un profundo abandono. Me conduje hasta la poterna de entrada; sin embargo, a la distancia adecuada, me percaté que estaba abierta y no había vigilancia. Me inquieté por un segundo, pero luego sacudí mi cabeza; pensé en mí como aquel hombre que ridiculizaba todos esos miramientos fantasiosos y continué. Franqueé la fortaleza, y advertí la torre de homenaje alzándose más cerca de mí. Luego, me enfoqué en el patio de armas; bajé la mirada al suelo: una grama verde y alegre crecía por debajo de mis pies. Luego noté que había muchas mesitas blancas en diseños arabescos (como una especie de anacronismo) apostadas con sus sillas y muchos juegos de mesa en sus encimeras. Algunas piezas estaban desperdigadas, mientras que las otras se veían en un orden pensado, como si estuvieran a medio juego.

Caminé lentamente hacia una de ellas, donde un juego de ajedrez estaba a la mitad, con las piezas en una pausa silenciosa. Todo estaba hundido en un silencio tan desgastante, que me vi tentado a hacer ruido, para aliviar la tensión que sentía.

–¿Quién es usted? –escuché una voz que sonaba lejana.

Mi cabeza, como por instinto, se volvió hacia la voz, y advertí a una mujer vestida hoscamente con una camisa gris claro y una falda más oscura que, recatada, rebasaba abundantemente las rodillas. Llevaba gafas gruesas, con el pelo negro hecho trenzas y recogido. Su apariencia era macilenta, de piel muy pálida y una cara que, parecía, no era ni la sombra de lo que una vez fue. Para mi sorpresa, se me aparecía como una niña. Ella caminó hacia mí con un gesto duro.

–Yo soy el periodista que viene a entrevistar a… a…
–… a la señora Irene –me corrigió con dureza glacial–. Asegúrese de saber su nombre antes de decirle cualquier cosa. Ambos sabemos por qué está usted aquí.

Ella se detuvo a medio camino, y sin voltear y dijo:

–Y si ya terminó de espiar los juegos de los pacientes, sígame, lo llevaré con ella.

De pronto, se escuchó un trueno avizor, de esos que presagian una turbulenta tormenta;acto seguido una pequeña gota cayó en la punta de mi nariz. Estaba muy fría.

–Lloverá –murmuró para sí, bajó su rostro inclinándolo hacia la derecha, como quien se arrepiente de algo; aunque la escuché, me pareció que hubiese olvidado mi presencia–, lo sabía –aquello lo dijo agobiada, como si la lluvia fuera algo muy malo–.

Ambos nos habíamos quedado parados, pero poco tardó en volver en sí; sacudió ligeramente la cabeza y continuó su andar, sin mediar palabra.


Encuentre aquí el siguiente capítulo.

Imagen: Girasoles de Anselm Kiefer, tomada de Museo Guggenheim Bilbao.

Mario Cardona

Nací en Guatemala en 1993. Actualmente estudio Derecho en la Universidad de San Carlos. Soy un apasionado lector, dotado con una curiosidad que me ha conducido a advertir pasiones desbordantes: la poesía, la filosofía, la historia, la sociología y algunos los ensayos científicos. Pero, de todo eso, resaltan dos figuras literarias que cambiaron mi vida: Poe y Kafka. He publicado en algunos relatos como Dalia, Los ojos del único ojo y El turno en revistas electrónicas. Escribo casi desde que tengo uso de razón, tanto así, que la creo un ejercido inherente en mi vida.

2 Commentarios

Ernesto 28/01/2019

Debería ser « Aura obsesiva», a mi parecer, y no « aura obsesivo». Bonito relato. Felicitaciones.

    Susana Alvarez Piloña 28/01/2019

    Muchas gracias Ernesto por la observación, ya hicimos la modificación.

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