-Mario Cardona | NOVELA–
XII
En efecto, me recluí en mi hogar. Veía cómo mi cuerpo, hediondo, arruinaba cada una de las prendas que solía usar. Pasé por días difíciles, con todos los «síntomas» post mortem, más aún cuando mi carne se llenaba de fluidos (que drenaba a diario, para evitar, entre otras cosas, la hinchazón), mi piel se tornaba amoratada, percibía cómo las moscas pululaban en torno mío y algunas larvas brotaban dentro de mí, en especial durante la noche, por lo que llegué al punto de autoembalsamarme con sábanas para evitar que eso sucediese. La herida de la bala era el punto más difícil de controlar. Al tiempo, vinieron unos encapuchados, parecidos a los que se hallaban en el rito, y me trasladaron hacia Asilo Luz. Allí, fungí labores como celador de los enfermos mentales, siempre con una capa y capucha negra, me advirtieron que, si los enfermos llegaban a ver el estado en que me encontraba, podrían volverse más intratables.
De todas maneras, ese proceso asqueroso y enloquecedor, no pude frenarlo por completo, como tontamente creí que podría, en vez de eso, mi agonía se hizo más profunda. Mi cuerpo se fue volviendo monstruoso con la corrupción. Pero «viví», por momentos, unos meses y hasta años, de enorme tranquilidad y serenidad. Fui cubriendo mi rostro con una máscara y mis manos con unos guantes, que pudieron darme la tan anhelada paz que buscaba. Con ello vino la resignación, al punto de aceptarme a mí mismo, como parte de esta oscuridad y podredumbre. No es el momento ni lugar para hablar del Asilo Luz, pero solo diré que esto, para los pacientes…, para los pacientes vivos, debe ser la antesala al infierno.
Era casi como revivir viejas costumbres medievales, yo prácticamente era un monje. Siempre con mi capucha cubriéndome el rostro, con mi paso errante. Mis compañeros eran totalmente singulares. Aparecían muy de cuando en cuando, y siempre les rodeaba un halo sombrío. No obstante, por mi nueva cualidad, ya no temía nada que pudieran hacerme. ¿Hacerme qué? ¡Me estaba pudriendo en vida!
Pues bien, una noche, cuando estábamos auxiliando a unos pacientes en el dormitorio umbrío del castillo, me acerqué a un encapuchado. Le hablé, pero no me prestó el mínimo de atención. Molesto, llevé mi mano putrefacta hacia el fondo de su capucha negra… para mi sorpresa, ¡no encontré ningún material sólido, solo un gas gélido y turbulento! Esto hizo que recuerdos, como el miedo, se activaran en mí, ya que desde que había muerto en el despacho de Ezio, no tenía la capacidad de sentir nada. Así que, como un impulso, le levanté la capucha para descubrirlo. En el acto, las prendas cayeron al suelo, como si nadie las hubiera traído puestas. En su lugar quedó un aire frío y un hedor a muerte. Escuché un susurro de voz grave que se disipaba, también el frío y la fetidez. ¡Yo, después de mucho tiempo, volví a tener las sensaciones que tenía en vida! Pero la sensación no fue ni mucho menos grata, y solo me recordó que estaba en una prisión, una prisión más allá del infierno.
He aquí todo mi funesto testimonio hasta este día. Ezio murió hace un par de años. Me han notificado que se ha convocado a una nueva sesión, programada para finales de este año. Reviviré, por vez última, esa horrible pesadilla, pero, esta vez, jugando en el bando opuesto. Yo sentenciaré este macabro suplicio. ¿Qué será después? ¿Qué pasará con el último ritual? ¿Qué buscarán? Hoy, ni yo mismo lo sé… eso sí me da pavor.
FIN
Imagen: Girasoles de Anselm Kiefer, tomada de Museo Guggenheim Bilbao.
Mario Cardona

Nací en Guatemala en 1993. Actualmente estudio Derecho en la Universidad de San Carlos. Soy un apasionado lector, dotado con una curiosidad que me ha conducido a advertir pasiones desbordantes: la poesía, la filosofía, la historia, la sociología y algunos los ensayos científicos. Pero, de todo eso, resaltan dos figuras literarias que cambiaron mi vida: Poe y Kafka. He publicado en algunos relatos como Dalia, Los ojos del único ojo y El turno en revistas electrónicas. Escribo casi desde que tengo uso de razón, tanto así, que la creo un ejercido inherente en mi vida.
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