El testimonio de Tiberio Avlus (11)

-Mario Cardona | NOVELA

XI

Tiempo después, cuando las aguas se volvieron mansas, yo recomencé mi investigación, partiendo de la premisa de que yo era el ahijado de Ezio, lo que le había permitido volverse una de esas cosas. Comprendí que era imperativo que él hubiese muerto, sin embargo, aún lo veía de cuando en cuando, llegaba a su despacho y se encerraba durante horas. Yo estaba en un periodo de mi vida en el que la frustración, la rabia y el odio habían hecho mella en mí, principalmente, porque se creía que mi amigo había desaparecido. Fui testigo silencioso de cómo actuaba la «ley», y de ese fenómeno absurdo del ir y venir de teorías ridículas. Vi cómo el caso de mi amigo se entregaba al olvido y todo el mundo seguía igual. El periódico de Jasón cerró, naturalmente, y comenzó a creérsele muerto. De pronto toda la historia se fuer cubriendo por el acontecer diario y las noticias vanas, como una pila de papel polvoriento.

Un día, animado por el deseo revanchista, conseguí un revólver y me escabullí en la oficina de Ezio. Él estaba dormido, con los pies sobre el escritorio y sus sucios dedos entrelazados. Llevaba el arma oculta entre mi pantalón y cubierta por la camisa; una vez dentro, carraspeé para despertarlo. Él, sobresaltado volvió en sí con un gesto de somnolencia. Parpadeaba incesantemente y bostezó. Procedió a bajar las piernas de su pulcro escritorio –no sé por qué mi mirada se fijó en una fotografía, me di cuenta que estaba junto a un niño rubio y de ojos azules, que sonreía de una manera extraña, mientras un ojo parecía que sufría de estrabismo–, se llevó el pulgar y el índice de su mano izquierda hacia sus ojos. Luego de esa demostración de pigricia, dirigió su mirada hacia mí.

–¿Y ahora qué quieres? –me dijo con tono perezoso, como si no pasara nada–.

Yo estaba envuelto en mi bilis y solo quería tener el control por primera vez. Apreté la mandíbula, con mi mano izquierda cogí la parte inferior de mi camisa a cuadros azules y la levanté. Con mi mano derecha, cogí la empuñadura y saqué el revólver S&W Magnum 500, de cañón largo, me mantuve amenazante. Cuando Ezio miró el arma, esbozó una pequeña sonrisa.

–¿Qué? ¿Has venido a matarme? –ahora colgaba en su rostro una sonrisa sardónica–.

Yo no respondí, solo lo miraba fijamente. Sentía muchas ganas de destruirlo a disparos. El arma pesaba mucho y el calibre era grueso. Lo habría deshecho con un par de disparos. Había probado el arma un par de veces en el bosque, imaginando la cara de Ezio y todas esas monstruosidades que había vivido. Jasón apareció en mi mente, todo se agolpaba en mi cerebro, como un cúmulo de sentimientos que chocaban entre sí. Comencé a temblar y sudaba frío. Entretanto, Ezio también me miraba fijamente. Curvó hacia abajo sus labios, en un gesto de desdén aún más burlón y provocador. Inmediatamente, alzó los brazos a la altura de sus hombros y los abrió ante mí, haciendo lo mismo con las palmas de sus manos, como quien se encoje de hombros. Él me estaba caricaturizando.

–Hazlo –me dijo–, me harías un favor.

Su temple era frío y socarrón. Así que, exasperado, alcé mi brazo y lo encañoné con mi revólver. Él solo procedió a echarse para atrás, provocando el rechinido agudo de su silla reclinable, su sonrisa se hizo más clara, enarcó las cejas, también, en modo irónico. Halé el martillo. Todo en aquel momento fue lento. Entonces, nos enfrentamos en una mirada, a lo que yo contesté con una rápida acción: en un movimiento, llevé el cañón a mi boca y halé el disparador. Sentí un golpe impresionante, al que mis sentidos no pudieron responder. En el acto, me desvanecí como un muñeco de trapo y caí al suelo pesadamente. Todo quedó negro, al menos por unos pocos segundos. No obstante, aunque parecí perderme por un segundo, pasado este lapso, mis oídos escucharon estas palabras en la lontananza:

–Tú sí que eres un idiota –entre risas, era la voz de Ezio–.

Poco a poco, el sonido de las cosas comenzaba a ser más claro. La debilidad comenzó a dejar mi cuerpo y sentí cómo las fuerzas llenaban de nuevo mi espíritu. Abrí los ojos, advertí que el suelo estaba teñido de sangre. Mientras, un dolor incalculable se instaló en mi cabeza.

–¿Ese era tu brillante plan…? –decía Ezio entre risas– ¿…venir y querer asesinarme? ¿Matarte tú mismo?

Escuché nuevamente el chirrido de su silla.

–¡Mira el desastre que has hecho, imbécil! ¡Levántate, levántate hijo de puta! ¡Tendrás que limpiar esta mierda… oh, cuánta sangre! –macheteó una carcajada cuando dijo esto último–.

Debo decir que me sentía sumamente confundido y desorientado. Veía sangre por todas partes, y la sentía en mi mejilla izquierda, caliente. Escuché los pasos de Ezio acercándose, y, como por instinto, me alejé de él. Fue entonces cuando lo vi parado a unos cinco metros de mí, sosteniendo una carcajada de cruel éxtasis.

–No hay duda de que eres un idiota –meneaba la cabeza–, ahora sí que te has condenado –miró al suelo, y yo le seguí en su insinuación–: te has matado…

Cuando me levanté, no dejaba de manar sangre del agujero de mi nuca, que también bañaba con su calidez mi espalda, había también pedazos de carne y hueso, se veían como grumos en la sangre. De repente, el insoportable dolor de cabeza se desvaneció y ya no sentí nada. Lo mismo pasaba con mi herida y con cualquier parte de mi cuerpo.

–Bienvenido a la no-muerte –continuaba disfrutando del momento–, ahora que tu cuerpo ha muerto, mientras que tú no puedes morir, pasarás por el estado natural de putrefacción en vida. Así, hasta que sea el ritual final, nuestro gran día –entonces me guiñó el ojo–.
–¿De qué hablas?
–No creí que fueras tan imbécil de pensar que podías escapar de tu situación volándote la tapa de los sesos, principalmente, porque te creía un hombre de investigación. Un hombre frío y no impulsivo. ¡Has cometido un error infantil! ¡Un error hecho antes por un ahijado ignorante!
–¡Cómo que no puedo…! –farfullaba–.
–Ahora te has condenado a una vida o una no-vida, llámale como prefieras, entre las sombras, puesto que para ti, la relativa inmortalidad a la que estabas, por derecho, adherido, solo sirve para mantener tu carne en una edad estancada. La muerte, en cambio, al menos en su proceso biológico, sigue su curso… ¡y tú serás testigo de las fases de la corrupción de tu cuerpo!

Esas palabras golpearon mi cabeza como un mazo, vi que había una sudadera, y la cogí; me la puse y cubrí mi cabeza con la capucha. Solo quería salir de ese sitio, así que lo hice, atrás de mí se escuchaba una estela de cruentas carcajadas.


Encuentre aquí el siguiente capítulo.

Imagen: Girasoles de Anselm Kiefer, tomada de Museo Guggenheim Bilbao.

Mario Cardona

Nací en Guatemala en 1993. Actualmente estudio Derecho en la Universidad de San Carlos. Soy un apasionado lector, dotado con una curiosidad que me ha conducido a advertir pasiones desbordantes: la poesía, la filosofía, la historia, la sociología y algunos los ensayos científicos. Pero, de todo eso, resaltan dos figuras literarias que cambiaron mi vida: Poe y Kafka. He publicado en algunos relatos como Dalia, Los ojos del único ojo y El turno en revistas electrónicas. Escribo casi desde que tengo uso de razón, tanto así, que la creo un ejercido inherente en mi vida.

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