El testimonio de Tiberio Avlus (10)

-Mario Cardona | NOVELA

X

Después de un par de horas, estábamos sentados uno al lado del otro. Yo me había quebrado en cierta parte del relato, así que nos alejamos de su escritorio para hacer más llevadera la conversación. El café nos fue traído por su colaborador, y tiempo después nos dejó solos en la última planta. Mi amigo sacó de uno de sus cajones una llave y cerró la puerta. Encendió su polvorienta grabadora, arguyendo que lo habían intentado espiar, principalmente el alcalde.

–Cada cosa que me has dicho…, es…, es…, imposible –su voz era un hilillo–.
–¿Cómo podemos destruir la Flor Negra? –le pregunté impaciente–.

Mi amigo pensó por unos instantes. Pero aunque le diera vueltas en su cabeza, no me daría otra respuesta, porque para él no existía:

–No se puede –ahora él sonó genuinamente funesto, estas tres palabras me habían hecho sentir un escalofrío hasta la médula–, al menos, hasta donde yo sé, no se puede.

Lo cierto era que a él no le había interesado averiguar cómo podía destruir un objeto mitológico o que se atribuía a leyendas urbanas. No lo culpé. Yo tampoco había tenido la imaginación o la destreza para siquiera postularme una manera de anular algo que no sabía qué era.

–Pero te creo amigo –me tocó el hombro, para darme alivio–, no sé cómo lo haremos, pero solucionaremos esta difícil situación.

Una vez terminó esa oración, sus ojos explotaron; mucha de esa materia y sangre cayó en mi cara y parte de mi pecho. El sonido fue hueco, como dos globos que estallan. Mi reacción inmediata fue la de empujarme hacia atrás con la silla; la inercia hizo que perdiera el equilibrio y me cayera al suelo. Jasón aulló, pero solo fue por un instante, porque luego se quedó inmóvil. En el suelo, yo estaba como un energúmeno, tratando de quitarme la materia gelatinosa y viscosa que estaba revuelta con sangre. Me había caído en los ojos, en las comisuras de la boca y la parte delantera de los cachetes. Mi vista, atormentada por el repentino suceso, se dirigió hacia mi amigo, de quien solo había visto como sus brazos caían pesadamente sobre sus piernas. Entonces, lo que vi, fue aún peor: su rostro comenzó a despegarse de su cabeza, su frente descendió como si se tratara de una máscara o una rodaja de jamón. Su cara cayó a mis pies. A gritos, comencé a pedir ayuda. Pero como no podía salir de mi conmoción, no hice más que arrastrarme levemente por la alfombra.

–Bien hecho –dijo, de pronto, la cara desollada de mi amigo, con un tono más ronco y profundo, con la particularidad de que ahora, cuando hablaba, escuchaba el castañar de los dientes, los cuales podía ver sin interrupción–, has completado la última y más importante fase del reconocimiento: has sacrificado a tu amigo. Por un momento pensamos que el plazo se vencería, y con eso, todo el trabajo anterior. Pero hoy, que por fin se ha derramado nueva sangre inocente, sin ser rasguñado en modo alguno, te has proclamado ahijado oficial de Ezio y de su candidatura para ser el nuevo y último Decom.

Aquel día y en ese instante, esas palabras fueron incomprensibles para mí. Estaba desorientado y mi juicio distorsionado. Yo no podía dejar de ver el cuerpo de mi amigo sentado en su silla, su ropa estaba manchada con su propia sangre, su calavera, desnuda y roja, y sus cuencas vacías actuaban como si todavía viviera. Solo su mandíbula, provista de carne de la barbilla hacia abajo, se movía. Ese macabro movimiento frío, mecánico y tortuoso que se dirigía hacia mí con total indiferencia, justo en la posición en la que Jasón había intercambiado sus últimas palabras conmigo, segundos antes.

Comencé a llorar en el suelo, casi en posición fetal; mis ánimos y mi terror no fueron suficientes para huir de aquel lugar. Solo escuchaba sus palabras que se repetían como una maldita grabación. De un momento a otro, la voz me ordenó descuartizar a mi amigo, para luego enterrarlo en un sitio que luego se me proporcionaría a modo de coordenadas, solo así se terminaría el episodio. Estaba tan asustado, sobre todo por que descubrieran el cuerpo, que, sin pensarlo, me levanté, aún con lágrimas en los ojos, como si tuviera seis años. Saqué de su bolsillo la llave con la que había cerrado la puerta, la abrí ligeramente para ver si había gente en el lugar. En efecto, advertí a una mujer en la fotocopiadora conversando con otro de los periodistas. Acto seguido, cerré la puerta.

Alguna fuerza oscura debió verme agobiado, porque nuevamente volví a oír esa terrible voz acompañada del castañear de los dientes: me dijo que no me preocupara por el personal, solo debía usar un machete que estaba en el archivero al lado del garrafón de agua y meter los trozos en las bolsas negras que estaban en otro cajón del escritorio. Obedecí, creo que hechizado por una sensación de manejo parecida a la del ritual. Lo cierto es que no actúe como creo que una persona (o yo mismo) actuaría en semejante circunstancia, sino que lo hice de manera fría. Suelo pensar que mis actos no justificaban mis sentimientos, pero creo que semejante aclaración no hará más que merecerme la aprensión de cualquiera que escuche mis palabras.

Así que, una vez encontré las herramientas, procedí a hacer lo que me habían mandado. Desnudé a mi amigo y guardé su ropa en una mochila que estaba tirada en el suelo. Primero le corté las piernas y separé los pies. Luego, hice lo mismo con los brazos y las manos, echando los dos pies y las dos manos en una misma bolsa, la cual sellé con cinta adhesiva. A continuación, metí los brazos y piernas en bolsas separadas. Cogí su cara y la eché en una bolsa de papel. Entonces, derramé mis lágrimas, y con solemne ceremonia, le pedí perdón, para luego decapitarlo y guardar las partes restantes en bolsas separadas. Cuando sellé la última bolsa, toda la sangre que había quedado esparcida en el suelo, simplemente se evaporó. La voz me había dicho, previamente, que tendría ocasión de abandonar el edificio sin temer que me vieran o que, peor aún, no me dejaran salir con el cuerpo.

Cuando me eché todo encima y salí del despacho, advertí a los dos empleados, todavía parados cerca de la fotocopiadora, pero estaban estáticos, como quien pone pausa a una película. El silencio era abrumador y la tensión era aún peor. Caminé con lentitud por el largo camino, que me pareció interminable, cuando pasé junto a ellos, pude ver que me seguían con la mirada, a pesar de que parecían totalmente inmóviles y ajenos a mi espacio-tiempo. Llegué casi exhausto al elevador, lo tomé. El tiempo del descenso se me hizo eterno. En la recepción encontré a una mujer que parecía estar escribiendo en su ordenador, mientras un hombre mal vestido y gordo la veía con el rostro severo. Cuando pasé cerca de ellos, ambos me siguieron con la mirada.

Las coordenadas que me dieron, me llevaron a un cementerio, y, dentro del cementerio, a una sepultura ya ocupada. La lápida decía lo siguiente:

Carlos Borrell
* 11-5-2001                † 22-11-2002
Una luz efímera que siempre encenderá nuestros corazones.

Allí debía exhumar el cuerpo, siguiendo instrucciones específicas de cómo proceder. Así que, cuando saqué el pequeño cuerpo, tuve que meter primero el dorso, las piernas y los pies, puestos en paralelo. Corté los dedos índice y pulgar de las manos, y luego, extendí el resto de los dedos, de modo que pareciera como si los estuviera extendiendo él, en una seña. Junté meñique con meñique, con las palmas boca abajo, por debajo del cuello cercenado (que se apreciaba patas arriba); por último, puse la cabeza encima del dorso. Escribí con sangre un símbolo, que no describiré, y sellé la tumba.


Encuentre aquí el siguiente capítulo.

Imagen: Girasoles de Anselm Kiefer, tomada de Museo Guggenheim Bilbao.

Mario Cardona

Nací en Guatemala en 1993. Actualmente estudio Derecho en la Universidad de San Carlos. Soy un apasionado lector, dotado con una curiosidad que me ha conducido a advertir pasiones desbordantes: la poesía, la filosofía, la historia, la sociología y algunos los ensayos científicos. Pero, de todo eso, resaltan dos figuras literarias que cambiaron mi vida: Poe y Kafka. He publicado en algunos relatos como Dalia, Los ojos del único ojo y El turno en revistas electrónicas. Escribo casi desde que tengo uso de razón, tanto así, que la creo un ejercido inherente en mi vida.

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