El significado de Felipa para la memoria… y para los Carlos

Carlos Juárez | Política y sociedad / CLANDESTINO Y ARTESANAL

Las fotografías son testigos de los más sorprendentes eventos de la vida humana. No hay recurso visual que impacte más que ver la realidad humana a través del lente del fotógrafo. La fotografía puede provocar diversos sentimientos, sea cual sea, en todo caso, siempre genera reacción.

Mientras recorro el pasillo de entrada a mi lugar de destino diario, siempre me ha impactado la imagen de las mujeres que, en 1984, cansadas de las incesantes desapariciones forzadas, se armaron de valor para salir a la calle a exigir el aparecimiento con vida de sus familiares. Uno de esos cuadros grita de angustia cada vez que recorro los doce pasos de ingreso. Es la imagen de unas mujeres de cuyos cuellos cuelgan las fotos de sus seres queridos desaparecidos, mientras recorren las principales avenidas de la ciudad gritando por justicia.

Mujeres en su mayoría, hay una en particular que siempre me ha impactado. Es la imagen de una señora de avanzada edad, su cabellera blanca contrasta con su rostro dorado, más bien bronceado de tanto sol y angustia que lleva en su vida. Sus pies descalzos no cargan solo su humanidad, sino el peso de vivir con la incertidumbre que las desapariciones forzadas producen en las familias.

«¿Dónde retienen a Carlos?», se lee a medias en una fotografía convertida en cartel que sostiene.

Un año y medio después desde que vi la imagen, esta ya no solo cuelga en las paredes del trabajo, está colgada en mi subconsciente y me invita a indagar al respecto.

Tres hombres de entre 40 y 45 años ingresan a la oficina mientras tanto, dicen tener a su padre desaparecido desde la época del conflicto armado interno y que están seguros de que en el Grupo de Apoyo Mutuo –GAM– consta aquella información.

Son atendidos por otra familiar de desaparecidos y yo observo con tranquilidad, esa que da la habitualidad del dolor ajeno y que nos acostumbra a la lejana tragedia del conflicto armado interno. Como si no estuviéramos viviendo lo mismo bajo otras circunstancias hoy en día.

Finalmente soy invitado a participar, César, Edgar y Carlos se presentan con timidez. Yo devuelvo el saludo con incertidumbre, espero poder ayudar ahora que soy parte de la situación.

Me es planteada la solicitud del expediente, trato de no crear expectativas mientras mi compañera, con el ojo clínico de quien ha sufrido la desaparición forzada, y que además es fundadora de la organización, me compromete aún más.

«Él (señala a Carlos) me es familiar a una foto de las que tenemos acá». Estoy cada vez más involucrado en la situación a estas alturas, sigo temiendo crear expectativas en ellos, no siempre se cuenta con la información que las víctimas requieren.

Me cuentan que la abuela Felipa buscó toda la vida a su hijo Carlos Estuardo Juares, que viajaba a Guatemala a las manifestaciones del GAM, y que fue una madre que no descansó buscando respuestas a su desaparición. De la finca de Suchitepéquez que cuidaban le fue arrebatado desde la década de 1980, fue tomado por miembros del Ejército y no volvió a aparecer, dejándolos a ellos sin padre y convirtiendo a su abuela en la figura más cercana a este.

Felipa falleció a los noventa años, pasó casi la mitad de su vida con una silla vacía en su mesa, su hijo Carlos Estuardo Juares fue desaparecido físicamente, pero su recuerdo siempre vivió en ella. Los años han transcurrido desde la muerte de Felipa, los hijos de Carlos, sin embargo, han sido heredados con la valentía –o la angustia– de Felipa y desean saber qué pasó con su padre.

Mi cautela persiste, más no la de mi compañera. Pide una descripción física de Felipa y se dirige, en cuadrilla, hacia las fotos del pasillo. Invita a revisar las fotografías y ocurre lo impensado –quizá solo por mí–: Felipa, con sus pies descalzos, encabeza una manifestación de un 15 de septiembre de 1986, sostiene una fotografía de su hijo. La víctima es un calco del menor de sus hijos, Carlos.

«El más consentido» –dice César mientras las lágrimas irrumpen en el grupo– .

Así la memoria nos golpea, nos despierta y nos hace reaccionar; así, justamente así, nos dota de humanidad aunque nos resistamos a creer, por esa herencia de desconfianza que tenemos ante los demás, y por esa indiferencia en la que permanecemos por el día a día o porque no creemos posible ser parte de eventos tan maravillosos como este.

En mi vida sabré cómo reaccionar ante una situación similar, pero estoy seguro de que no olvidaré la forma como se cerró aquel capítulo, cuando, en el intercambio de contactos ,me pidió Edgar escribir mi nombre en un papel:
Carlos Juárez –escribí–.
–¿Me colocó el nombre de mi papá o el suyo?– preguntó.
–El mío-.
–Uff, de repente y hasta parientes somos, usté-.

Qué tremenda es la vida, somos tres Carlos entrelazados por una búsqueda que inició Felipa en 1980 y que vino a parar dos generaciones y 38 años después acá, en estas notas que escribo desde la tranquilidad de un ordenador, y no desde una acera arriesgando la vida como lo hicieron aquellas y aquellos locos que tomaron las calles, se enfrentaron a la dictadura y gritaron en tiempos de mordaza y cañón.


Carlos Juárez

Estudiante de leyes, aprendiz de ciudadano, enamorado de Guatemala y los derechos humanos, fanático del diálogo que busca la memoria de un país con amnesia.

Clandestino y artesanal

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