El sepelio retro del criollo demodé

Virgilio Álvarez Aragón | Política y sociedad / PUPITRE ROTO

El repentino fallecimiento del expresidente Álvaro Arzú Irigoyen, que vino a dejar en la orfandad política y discursiva a los distintos sectores políticos guatemaltecos, nos deparó también un fin de semana repleto de imágenes que, vistas sin la pasión de los aduladores, ni la simplicidad curiosa de los inadvertidos transeúntes, sirven para comprender el carácter ideológico y político del difunto y sus más próximos familiares.

Sin una tradición democrática que nos permita recurrir a las prácticas políticas comunes ante el deceso de un expresidente, el sepelio de Arzú Irigoyen estuvo rodeado de lo más kitsch que la cultura criolla pudo dejar en familias que, pretenciosas, no dejan de ser vulgares en su racismo y desesperado interés por parecer superiores.

Despedido con honras militares, a las que como exjefe de Estado tendría derecho, los altos mandos del Ejército decidieron tirar la casa por la ventana y poner en la Plaza toda su miseria organizacional, demostrando que el Ejército de Guatemala, hoy en día, está muy bien preparado para los desfiles, como lo estaría cualquier agrupación artística, pero poco capacitado para detectar el tráfico de influencias y, no digamos, el uso de los cargos para lavar recursos de las extorsiones, como ha quedado más que evidenciado con la detención del coronel en activo Ariel Salvador de León. Su sobrino político, Ricardo Quiñones Lemus, ahora en funciones de alcalde de la ciudad de Guatemala, no quiso quedarse atrás, y ordenó a cuanto policía municipal hubiera, así como a conductores y trabajadores de Transmetro, Empagua y toda la Municipalidad, a prestar honras fúnebres al recién fallecido, vestidos con sus uniformes de trabajo.

Con ellos, se llenó la Plaza de la Municipalidad, como antes se había llenado la Plaza de la Constitución de soldados, dejando en el aire la sensación, para propios y extraños, que sin tener la logística para «acarrear» supuestos simpatizantes doloridos, trabajadores del Ejército y de la Municipalidad debieron hacerlo. Los uniformes, evidentes en todas las imágenes, quedarán para la historia como la muestra de una multitud que se hizo presente por obligación laboral y no por dolor y cariño ante la pérdida irreparable del líder. Ver a buena cantidad de transeúntes riendo y documentando con sus celulares el evento complementa lo vulgar y manipulado que resultó.

Pocas veces los capitalinos han asistido a sepelios políticos como este. Los de Carlos Castillo Armas (1957) y José María Orellana (1926) masivos y ceremoniosos, dadas las circunstancia de sus decesos, resultaron también contenidos y limitados.

Posiblemente lo más próximo en pompa y bullicio sea el sepelio de doña Joaquina Cabrera en 1908, el que bien puede ser que las familias Arzú e Irigoyen guardaran en su memoria, pues, siendo la antítesis política y social del expresidente, dispusieron superarlo, aunque de ello haya pasado más de un siglo. En aquel año, a la salida del féretro de esta señora rumbo a su natal Quetzaltenango, se hicieron grandes filas de niños y niñas, ricos y pobres, hombres de sombrero y traje, señoras de largas faldas, todos compungidos y tristes. Claro, cuentan las abuelas que las señoras ricachonas les prohibieron a sus hijos ir ese día al colegio, para que nos los obligarán a ir a despedir a la «vieja», pero sí aceptaron que sus maridos vistieran riguroso luto y fueran personalmente a darle el más sentido pésame al excelentísimo señor presidente, pues en ello se jugaban sus ganancias y negocios turbios, incluidas las familias Cobos y Batres, con las que el recién fallecido consideraba estar emparentado.

Pero lo singular de la fiesta fúnebre de Arzú estaba aún por suceder. Odiando estar entre la masa, aunque ella le nutrió de votos en la ciudad capital por más de veinte años, el enterramiento se hizo en propiedad privada, alejado de la contaminación que a su cuerpo pudiera producirle la proximidad de otros cuerpos en descomposición como el suyo. No hay información accesible para establecer que el propietario de la finca haya contado con la autorización municipal y del Ministerio de Salud, trámites obligados y nada sencillos dado lo singular del procedimiento. Si la alcaldesa de Antigua Guatemala, como parte de los acongojados políticos huérfanos pudo haber acelerado el trámite, aún en días inhábiles, preguntadas personas próximas a la Municipalidad no consideran posible que tal autorización haya existido.

Fotografía proporcionada por Virgilio Álvarez Aragón.

Al exalcalde se le enterró en su finca, en un mausoleo que aparenta ser una vieja capilla colonial, en medio de un verde jardían, al que se accede por un portón que imita, en todo, al acceso al Calvario de Antigua Guatemala. Simple, pero sofisticadamente retro, nada tiene que envidiar al suntuoso mausoleo del jefe de jefes, Arturo Beltrán Leiva. Si los jefes narcos hicieron sus mausoleos a imagen y semejanza de sus ambiciones, los restos de Arzú reposan rodeados de referencias de un pasado que él y su familia consideran glorioso, aunque en ruinas. Si aquellos adoran lo suntuoso, los Arzú Irigoyen optaron por lo ruinoso, aunque de auténtico no tenga nada.

La apropiación que la familia hizo de los restos mortales de su patriarca, si bien puede parecer un homenaje, muestra el temor que por sus contrincantes de clase mantienen. Nada quita que, demostradas las ilegalidades y corruptelas mayores del ahora difunto, su sepultura, abierta al público, fuera objeto de ataques. La situación trae a la memoria lo sucedido en 1841, para el fallecimiento de la monja María Teresa Aycinena y Piñol, quien, activa en su radical conservadurismo, no solo se peleó con la Iglesia católica, al querer imponer en su convento el tercer patio de clausura, sino asumió un activa defensa de su hermano Mariano, lanzando octavillas (pequeños pedazos de papel con breves textos) a la calle, atacando despidadamente a sus contrincantes. Temerosas sus discípulas de actos hostiles en su sepelio, se apropiaron del cadáver, cuyos restos, aún insepultos, conservan sus descendientes en la sacristía de la capilla familiar, semipública, de la zona 14.

Pasado el tiempo todo puede suceder con lo material y las osamentas. Lo que quedan son las obras, y de evaluarlas y considerarlas se encargaran los historiadores, con el favor o disgusto de los familiares.

Fotografía del mausoleo de doña Joaquina Cabrera, por Virgilio Álvarez Aragón.

Fotografía principal tomada de Prensa Libre.

Virgilio Álvarez Aragón

Sociólogo, interesado en los problemas de la educación y la juventud. Apasionado por las obras de Mangoré y Villa-Lobos. Enemigo acérrimo de las fronteras y los prejuicios. Amante del silencio y la paz.

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