El ruido de las cosas al caer

Lorena Carrillo | Política y sociedad / DIARIO DE FRONTERA

En las comunidades rurales violentadas y destruidas en las incursiones militares, la memoria de lo vivido quedó plasmada en las grabaciones y en las transcripciones de los testimonios que se tomaron entre 1995 y 1998 aproximadamente, para lo que sería el Informe Guatemala nunca más. No es necesario leerlos o escucharlos todos para tener una idea de la dimensión de la catástrofe. Con unas pocas frases entresacadas de uno u otro es posible aproximarse no solamente a los hechos que ocurrieron ahí, sino a lo que sucedía en el interior de las personas y en su modo de entender el mundo.

Una veta para acercarse a la subjetividad es la exploración de los sentimientos, pero aún más, la «afectividad», entendiéndola no como sentimientos subjetivos, sino como una dimensión de las relaciones entre los seres humanos y los otros seres vivos a su alrededor y también los objetos y los espacios en general. De hecho, esa relación existe y también la interacción entre ellos, mediada por la cultura y otros factores. ¿Qué pasó con los espacios de vida después de aquella desolación que quedó tras la incursiones? Ya no digamos con los grandes espacios de lo ambiental, la montaña, el bosque, el río, que también sufrieron y continúan sufriendo, ¿qué pasó con las casas, los objetos, los animales, el automóvil de donde sacaron al alguien para llevarlo y desaparecerlo?

Hay una novela colombiana reciente cuyo título me inquieta desde que lo supe: El ruido de las cosas al caer (Juan Gabriel Vásquez). Tal como puede imaginarse, es una novela sobre el horror y la violencia. Las cosas se caen con la violencia y hacen un ruido al caer que se queda en nuestra memoria auditiva, mental, corporal. Así, las cosas que caen en un terremoto, las que caen por un descuido, las que caen porque ha llegado el ejército o los hombres fuertemente armados vestidos de civil. En las comunidades indígenas y en la ciudad iban tras las personas, pero al llegar y arrancarlas de sus casas, de sus camas, muchos objetos cayeron haciendo ruido y otros quedaron sin caer, colgados, puestos, ya para siempre convertidos en ruinas. Los objetos violentados, según el modo de entender el mundo en las comunidades indígenas, sintieron cosas, la ropa se quedó triste, las casas estaban tristes sin gente. Así lo interpretaron quienes analizaron los testimonios del Informe Guatemala nunca más, cuando el recuerdo de lo acontecido era aún muy cercano:

La destrucción de bienes materiales produjo un sufrimiento individual y familiar, pero también afectó al sentido comunitario de la vida. En las expresiones de la gente, la tristeza por las cosas materiales tiene incluso cuerpo. (Se queda triste su ropa. Caso 1343, Chicamán, Quiché, 1982).

Al atardecer del día sábado ya no mirábamos a nadie, todas las casas estaban tristes porque ya no había personas adentro. Caso 10583 (Asesinato de los padres) Chisec, Alta Verapaz, 1982.

Estas citas enmarcan preguntas teóricas que se discuten en artículos académicos: «¿el afecto emerge del sí mismo o del ambiente, de la subjetividad o de los objetos saqueados que se han mantenido en circulación?» O bien, «¿hablaremos de una melancolía subjetivamente sentida, o espacialmente realizada?» No entraremos en ello. Consideramos que las ruinas de ese tipo, producidas por la violencia de la guerra no «exudan» afectos unilateralmente, sino relacionalmente con la subjetividad humana. Por otra parte, la elaboración teórica tiene su contraparte empírica en la experiencia del mundo en las culturas mayas, para las que precisamente este funciona en una interacción de igualdad entre seres humanos y demás elementos del universo, incluyendo otros seres y objetos. Así pues, cuando la ropa se «queda triste» o las casas están «tristes», las emociones subjetivas de miedo y tristeza interactúan con las de las cosas y los ambientes, que en los contextos de violencia que describen los testimonios son de destrucción y «ruinización», es decir, cargados material y afectivamente con el peso de la violencia de los hechos, de la memoria de lo ahí sucedido y de la lucha entre el envilecimiento y la dignificación posterior, creando un afecto global de tristeza (melancolía le llaman algunos) de naturaleza cambiante a lo largo del tiempo, pero que en los años inmediatos al conflicto y a partir de la subjetividad de los entrevistados, los encuestadores traducen como «sufrimiento individual, familiar y comunitario».

Esta clase de sufrimiento es una «afectividad» y constituye, creo, en Guatemala, el componente contemporáneo de una política y una economía afectiva de dimensiones nacionales y de carácter histórico, que, para el caso del conflicto armado, se objetivó en el modus operandi perfectamente organizado y planificado de la estrategia contrainsurgente, aplicada por igual en las ciudades en el área rural. Esta economía y política afectiva de ruinización y degradación subjetiva, ambiental (en ambos sentidos, el de entorno natural y el de «atmósfera» subjetiva), espacial, objetual, se habría venido conformando y reproduciendo a lo largo de siglos como un producto residual de la violencia sistémica. La experiencia en esos ambientes y espacios físicos y simbólicos degradados y «ruinizados» produce sin duda estructuras afectivas constantes (opresivas, melancólicas, agresivas). La conversión de las comunidades en «aldeas modelo» o la política que hizo posible la convivencia en comunidades pequeñas de exmiembros de las Patrullas de Autodefensa Civil u otros, que fueron victimarios, con quienes fueron sus víctimas, es un ejemplo elocuente de una política de degradación y envilecimiento de los espacios de vida.

Los objetos de memoria, como las varias placas conmemorativas que recuerdan lugares de asesinatos en el centro de la ciudad de Guatemala, el reciente intento de despojo por el crimen organizado de la casa de Oliverio Castañeda de León, o la casa saqueada por el ejército días después del secuestro y desaparición de siete miembros de la familia de Adriana Portillo, su posterior conversión en cantina y tienda, al punto de ya no reconocerla, son ejemplos distintos de «ruinización» y degradación con efectos materiales y subjetivos parecidos. En Guatemala se vive en medio de la degradación y la ruina. La ciudad, el país, tienen tantas esquinas donde pasaron cosas horribles, tantos pueblos que aunque se hayan reconstruido son ruinas; las casas, los objetos familiares que todavía circulan tal vez en manos de otros dueños, son recordados por alguien y usados por otro o se fueron a la basura y se acabaron para siempre. Son ambientes de tristeza y generan violencia y miedo, se oyen todavía los ruidos de las cosas al caer. Por eso hay quienes prefieren Cayalá, o algo así, nuevo, sin memoria, sin espacios marcados ni objetos del pasado que estén tristes todavía o hagan ruidos indeseables; para fingir, para olvidar.


Fotografías por Edgar Ruano Najarro, lugar del asesinato de Oliverio Castañeda de León.

Lorena Carrillo

Doctora en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesora-investigadora del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Docente en los posgrados de Historia y Ciencias del Lenguaje del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la BUAP. Una de sus últimas publicaciones es Motines y rebeliones indígenas en Guatemala. Perspectivas historiográficas, como coordinadora.

Diario de frontera


Un Commentario

Coco Gutiérrez-Magallanes 13/05/2018

Gracias por esta entrada tan sugerente, compleja y conmovedora.

El cierre me hace pensar que a pesar de la negación y de la venta y compra de paraísos, las burbujas también se revientan… y hacen mucho ruido. ¿Cuánto dura la burbuja? ¿ cuánto dura la mentira? ¿La desmemoria y la indiferencia realmente ayuda a escapar de la violencia?

Me parece que la Historia a la que se hace referencia de manera compleja aquí, deja ver que las heridas de la violencia/guerra/ genocidio en Guatemala ( que en la actualidad pudieran también ser otros países o lugares en el mundo ) son heridas abiertas que duelen profundamente a cuerpos específicos y al cuerpo social.

El texto con-mueve a reflexionar que a pesar de que se quiera borrar de la memoria y todo indique a querer hacer olvidar las violencias corporeizadas, las «ruinas» materiales y subjetividades afectadas son memoria viva. Por ello la importancia de recordar y volver a las heridas para tener la posibilidad de sanar. He allí la paradoja.

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