-Roberto Franchi | NARRATIVA–
Siempre quise ese reloj cucú. Sus bordes de bronce resplandecientes y su pigargo cubierto de diamantes que salía a cada hora por la diminuta puertecilla haciendo eco de sus ganas inmensas de hacerse notar por encima de todo.
Colgado en la pared del salón de mi abuelo fue testigo de mi infancia. Yo pasaba horas viéndolo mientras mis padres me dejaban encerrado en aquella casa que siempre olía a pasta rancia y ambiente desvencijado. Un viaje por el Caribe, una cena, una noche solitaria y yo acabado ahí, frente al reloj cucú. Batallando en mi mente las mil maneras de cómo llevármelo a mi casa.
Cucú–cucú.
Cada hora aquel pájaro hacía acto de presencia cinco veces. Sale, entra. Sale, entra. Cinco veces. Siempre puntual. Después de la quinta salida, el silencio.
Hablemos del presente y estoy yo frente a la cama de mi abuelo. Él, acostado, en sus días finales. El alzhéimer le arrebató sus últimos años. Su organismo no responde. De vez en vez un pensamiento, una acción o un sonido particular le remueve las neuronas y vuelve en sí por cuestión de segundos. Al rato vuelve a ser una piedra. Una escultura inerte sin sentimiento alguno. Ahí, a un lado, colgado y resplandeciente, está el cucú. Tiene años que el pájaro no emite opinión pero el brillo sigue intacto.
– Abuelo, ¿me regalas el reloj cucú en mi cumpleaños? –le insistí una vez.
– No.
– Pero si no lo usas.
– Echa para allá y déjame leer el periódico, cretino.
Aquel reloj había sido un regalo del sargento Sgultz, un viejo compañero polaco de mi abuelo. Ambos cayeron presos por los aliados en un campo africano. Él pertenecía a la Schutzstaffel y mi abuelo era Camicia Nera. Ambos escaparon de aquella prisión a través de unas tuberías subterráneas, durmiendo cuarenta y cinco días entre sus propios residuos humanos, ratas y renacuajos. Sgultz enfermó ante tanta peste alrededor. El hedor le afectó los pulmones causando una muerte lenta por contaminación. En sus últimas palabras, Sgultz le ofreció a su amigo y confidente acompañante aquel reloj de bronce, asegurando que el sonido del cucú lo había mantenido con vida hasta ese día. Con una pequeña navaja talló por debajo «Van Sgultz voor G. M.». De Sgultz para Giacomo Marconi. Tras eso acordaron que mi abuelo podría alimentarse de él hasta que lograse salir de las tuberías. Solo de las piernas para abajo.
Cuando tenía trece años intenté descolgar el reloj de la pared. Las ansias de llevármelo a escondidas y adornar con él mi habitación superaron cualquier restricción de mi abuelo. Me subí a una silla de cocina y se lo arranqué a aquel salón. Al momento de bajarme la sombra de mi abuela cubrió el lugar.
– ¿Pero qué coño stai facendo?
El susto dio para que el cucú resbalara de mis manos y diera contra el suelo.
Desde ese día el pigargo solo hizo acto de presencia cuatro veces cada hora con un segundo de retraso. Sale, entra. Sale, entra. Cuatro veces. Casi puntual. Después de la cuarta salida, el silencio.
Pasamos ahora a cuando cumplí dieciocho años y mi abuelo me contó cómo el sonido del cucú acabó con toda la Brigada 322, de la cual Sgultz formaba parte, en mayo de 1940. Protegidos tras unas barricadas en un campamento a las afueras de Dinamarca, mientras todos dormían, el pájaro hizo sus cinco apariciones indicando que las seis de la mañana habían llegado. Aquel canto guió a los franceses hasta la base de la brigada y logró acabar con casi todos ellos. Se salvaron tres y el dueño del reloj. En la huida, Sgultz dejó caer el cucú sin tiempo para devolverse a recogerlo. Por alguna extraña razón, y según mi abuelo fue la única vez, el pigargo cantó a deshora. Salió, dijo cucú y se volvió a guardar.
Cucú.
Los franceses se desviaron hacia el sonido salvador del pájaro, mientras Sgultz y los otros tres sobrevivientes de la Brigada 322, los fusilaron. Desde ese entonces, el polaco no se separó del reloj de bronce hasta el día de su muerte en la tubería.
– No aguanto a ese pájaro di merda –gritaba mi abuela una vez en medio del almuerzo–. Comíamos pasta como todos los días. Mis padres estaban de viaje en Ecuador.
Salía. Cucú. Entraba.
– Calla vecchia pazza, zitto –gritaba mi abuelo defendiendo aquel regalo.
Salía. Cucú. Entraba.
Yo encantado. Esperaba cada sesenta minutos para ver y escuchar aquello. Las discusiones. El canto del pigargo.
Salía. Cucú. Entraba.
Salía. Cucú. Entraba.
Volvemos al presente. La habitación de mi abuelo huele a muerto. Recuerdo el hedor que sufrió Sgultz encerrado en aquella tubería. Lo observo. Postrado. Inmóvil. Incapaz de controlar su cuerpo. Menos aún su mente. Veo al cucú en la pared. Son las siete de la noche en punto. Tampoco se mueve. Está igual de tieso que mi abuelo.
– ¿Te vienes a despedir?
Volteo hacia la cama y ahí está. Despierto.
– ¿Me reconoces? –le pregunto confundido.
– Claro que te reconozco. ¿Vienes a despedirte o a robarte el reloj?
– Me vengo a despedir. Llegué ayer. Me dijeron que ya estabas en tu tiempo.
– Ahh, mi tiempo pasó hace rato. La muerte está atrasada conmigo.
Los dos giramos la cabeza hacia el reloj. Lo vemos en silencio.
– ¿Lo quieres todavía? –me dice mi abuelo.
– Nunca he dejado de quererlo, pero ya no funciona.
– Te puedes sorprender –me dice con cierta complicidad–. Sgultz decía que era mágico. Anda, llévatelo.
– ¿Estás seguro?
– Claro, ¿qué voy a hacer con él si ya me voy? Ese reloj solo se traspasa después de una muerte.
Me acerco a la pared. Lo veo detenidamente. Aún brilla. Me volteo para darle las gracias y encuentro a mi abuelo tieso de nuevo. Nunca supe si esa conversación fue imaginación mía o fue parte de esos segundos en los que las neuronas hacían conexión y volvía en sí.
Agarro el reloj cucú y lo descuelgo. Ahora es de mi propiedad. Cuando doy la vuelta para salir de la habitación con mi nuevo regalo, me resbalo con un charco marrón proveniente de una cascada de heces que cae salvajemente de la cama de mi abuelo. En el brinco que doy tal como daban las caricaturas con una cáscara de cambur, veo la imagen de Sgultz atrapado en aquella tubería rodeado de residuos humanos. El murió contaminado por su propia podredumbre y la de mi abuelo. Yo estaba siendo víctima de la de mi abuelo. Ahí vuelo por los aires esperando el impacto. El reloj se me escapa de las manos. Alcanza una altura más arriba que la mía.
Sale. Cucú. Entra.
Mi cabeza da contra el borde de la cama. Luego contra el suelo.
Sale. Cucú. Entra.
El reloj pierde altura. Cae sobre mi frente. Todo se vuelve negro.
Sale. Cucú. Entra.
Sale. Cucú. Entra.
Este texto fue seleccionado de entre los que participaron en la Convocatoria que la revista gAZeta abriera en febrero de 2020. La selección estuvo a cargo de Ana María Rodas, Andrea Cabarrús, Antonio Móbil, Carlos Gerardo, Diana Morales, Eynard Menéndez, Gustavo Bracamonte, Jaime Barrios, Leonardo Rossiello, Luis Eduardo Rivera, Manuel Rodas, Marco Valerio Reyes, Marcos Gutierrez, Marian Godínez, Monica Albizúrez, Roberto Cifuentes, Rómulo Mar, Ruth Vaides y Tania Hernández, a quienes agradecemos enormemente su apoyo y dedicación en este proyecto.
Roberto Franchi

Venezolano, cineasta, escritor, productor y director de teatro. Ha realizado varias obras teatrales en Venezuela, España, Argentina, entre otros países. De vez en cuando, escribe cuentos o relatos cortos para enviarlos a concursos.
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