-Susana Alvarez Piloña-
Está sentada, la cabeza sostenida entre sus manos, perdida. Hace horas que una idea le taladra la cabeza, ha hecho nido allí, no sabe quién la sembró, pero allí está y es ruidosa. Ruidosa e inquieta porque de a pocos se ha ido adueñando de su cuerpo. Llegó a sus ojos y no ve más nada que esa misma idea cobrando forma, la siente en la punta de la lengua y se le anuda en la garganta. Ha descendido a su estómago donde va creando un remolino y sus pies, fríos, tiemblan al sentir cómo se aproxima.
Un ruido sordo la saca de sus cavilaciones, sorprendida, se percata que ya es de noche y que su cuarto está envuelto en negrura. Se levanta y busca a tientas el interruptor de la luz, lo presiona… nada. Lo vuelve a presionar dos veces… nada. ¡No puede ser! ¡Era lo último que le faltaba! De pie ante el interruptor no puede evitar sonreír, esa idea insistente está cobrando más fuerza. Regresa a la mesa, a tientas la rodea, llega al trinchante, abre la gaveta y saca una veladora. ¿Y los fósforos? ¡Mierda! No recuerda haber comprado fósforos la última vez que visitó el supermercado. ¡Es más! Ni siquiera recuerda cuándo fue la última vez que visitó el supermercado. Nada es más inútil que una veladora sin fósforos. Decide no perder todas las esperanzas y busca cerca de la estufa. Nada. Entonces recuerda que había utilizado el último fósforo para fumarse aquel cigarrillo que sabía a hierba enmohecida. Busca la ventana, la abre. Tal vez algo de la luz de la calle llegará a iluminar su habitación.
El aire fresco de la noche la estremeció. Hurgó sus bolsillos y encontró una moneda, con eso bastaba para comprar fósforos. Dejó su cuarto y caminó por las calles vacías de la ciudad. Sus pasos resonaban en las paredes antiguas, esas paredes que guardan más secretos que ella.
Tres cuadras después encontró la primera tienda. Cerrada. ¿Será el destino quien la aleja o será que la idea sembrada en su cabeza ha encontrado ayudantes? Hacía semanas que evitaba alejarse mucho de su cuarto, no quería verse ante la tentación de llegar a ese lugar que tanto la llamaba. En estos momentos le vendría bien un cigarrillo, al menos de esa manera podría ocupar las manos y, al ocupar las manos, podría ocupar la mente.
Cuatro cuadras más, segunda tienda, cerrada. Se detuvo, pensó en regresar pero ese lugar la llama, y está tan cerca. Sintió su respiración agitada, el temblor de sus manos, el divagar de sus ojos le dio la sensación de estar perdiendo el equilibrio. Cerró los ojos, respiró profundamente y dejó que sus pies decidieran a dónde ir.
Estaba cansada, pero no de ese cansancio del cuerpo que una buena siesta puede aliviar. Estaba cansada del alma, de la mente, de la sonrisa que se esforzaba en dibujar cada mañana en cada entrevista de trabajo que no prosperaba. Estaba cansada de la esperanza que no terminaba de morir. Estaba cansada, pero eso no le impedía seguir caminando como autómata. Parecía que había abandonado su cuerpo y que una fuerza externa la atraía.
Giró a la izquierda y pasó frente a su antiguo trabajo. Durante los últimos seis meses había evitado caminar por allí, inventado grandes circunvalaciones para eludir ese edificio. No quería recordar los más de mil días que había sufrido en esas oficinas, mil doscientos treinta y seis días negándose a las insinuaciones del jefe, ¿para qué? La palabra de él valía más que la suya, y al final hasta sus compañeros más cercanos le creyeron a él. Ella era una puta.
Extrañamente sus pies no se detuvieron allí, le sorprendió que su garganta no gritara todo lo que había guardado desde su despido, también le asombró que sus manos no buscaran recoger todas las piedras que estuvieran a su alcance para romper el ventanal del edificio. Algo más movía su cuerpo: la necesidad de llegar allí.
Al llegar al tope de la calle, viró nuevamente a la izquierda. Una débil luz iluminaba la calle pero, aún en su debilidad, le permitió distinguir su objetivo. Una fina brisa comenzó a caer, cubriendo el ambiente de miles de pequeñas gotas. Tiritó, realmente hacía mucho frío y había abandonado su casa sin tomar tan siquiera un suéter.
Finalmente llegó. Lo recordaba más amplio, más alto y menos sombrío. Lo primero y lo último en nada le afectaban, lo segundo, sí. ¿Cómo corroborar que la altitud fuese la necesaria? La luz no era suficiente y, obviamente, no llevaba ni un fósforo en la bolsa. Se acercó al barandal, vio hacia abajo. El puente era viejo, decían que había sido construido durante la época de la colonia, pero el barandal era nuevo. El alcalde lo había mandado a instalar para aparentar que su administración se preocupaba por la seguridad de los habitantes.
Era más fácil pensarlo que hacerlo. Había imaginado que el barandal era más pequeño o tal vez creía que sus piernas eran más largas. Buscó en donde apoyar el pie, pero no encontró nada, ni una piedra cerca. Puso sus manos en el barandal, el frío del hierro recorrió su cuerpo estremeciéndola. Tomó impulso e hizo todo el esfuerzo para subir la pierna derecha. Quedó a horcajadas, asiéndose con todas sus fuerzas del metal helado. Lentamente pasó la pierna izquierda y se sentó en el barandal. (Definitivamente es más fácil pensarlo que hacerlo.) Buscó en su mente algún signo de arrepentimiento… nada. Buscó en su mente algo que hubiera olvidado hacer… nada. No había ni siquiera de quien despedirse, sus amigos habían huido de su lado cuando las murmuraciones llegaron a sus oídos. Inspiró lentamente, cerró los ojos.
Despacio y con mucho trabajo fue deslizando las piernas hasta que las puntas de sus pies llegaron a la orilla del puente. Así, en esa posición incómoda y con las manos aferradas al barandal, permaneció por un momento que duró una eternidad. Apretó los ojos. Dicen que cuando uno se deja caer al vacío, pasan por la mente todas las imágenes que hicieron parte de su vida. Estaba a punto de comprobarlo. Dedo a dedo fue soltándose de la baranda. Uno. Perdón madre por desperdiciar mi vida. Dos. Perdón Canche por no darte de comer estos últimos días. Tres. Perdón planeta por no haber sembrado ni un solo árbol, pero ¿cuenta la albahaca? Cuatro. Perdón Joyce por no haber intentado leer el Ulyses. Cinco…
Un ruido sordo interrumpe sus enumeraciones y le parece que ya lo había escuchado antes. Trata de recordar cuándo y dónde lo había escuchado. Abre los ojos. Sorprendida se percata de que está envuelta por una completa oscuridad y, mientras se acostumbra a ella, advierte que no hay ningún puente, ni barandal, ni luz tenue. Lo que sí hay es una mesa vacía, un gato que la observa con extrañeza (y hambre), una ventana abierta de par en par y aquellas tinieblas que la cubrieron completamente.
Nuevamente, el sonido sordo. Esta vez lo comprende, alguien toca a la puerta. Se levanta y, automáticamente, busca el picaporte. Lo gira. Entreabre la puerta. Alguien, con un hilo de voz, dice:
– Hubo un apagón general en el edificio. Venía a ver si no necesitaba fósforos.
Fósforos, y también papel, comida para gato, pasta de dientes, jabón, tortillas, frijoles…
Susana Alvarez Piloña

Ha encontrado su lugar en el mundo de la literatura. Amante de la lluvia y del verso libre. En constante aprendizaje, nunca da nada por sentado. Cree firmemente en la posibilidad de construir un mundo mejor.
6 Commentarios
que belleza, me tuvo en suspenso,,cuando dijo lo de la mesa en un segundo pense se tiro del puente y esta en la morgue,,,como viaja de rapido el pensamiento ,,,saludos y felicitaciones a la autora
Muchas gracias por la lectura y los comentarios, Ana.
Me gustó mucho. Tiene muy buen suspense. Y, encima del ritmo narrativo, algunas frases son hondas, como esa que dice que estaba cansada de dibujar una sonrisa cada mañana.
Me gustó mucho.
¡Muchas gracias Manu! Un abrazo.
Excelente Su, lo ví todo a través de tus palabras, tenés un don y está dando frutos, sigue así!
¡Muchas gracias Dwina!
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