El peligro del dulce encierro: Spotify para cerrar el año

-José Gabriel Zarzosa / UN PENIQUE POR TUS PIENSOS

Cada decisión tomada frente a una pantalla es cuantificable. Cada click, si me permiten, pero un grupo de desarrolladores en Suecia van más allá: cada movimiento de nuestros ojos, cuando estamos frente a una pantalla, es cuantificable, medible, sujeto a análisis y convoca a un movimiento en el mercado. El gusto ha sido la meca del mercado desde los experimentos de Paul Lazarsfeld, pero hasta hace poco dependía de lo que el consumidor decidiera expresar sobre el gusto o lo que el consumidor pensaba, de manera consciente, que eran sus gustos. La investigación de mercado contemporánea se salta ese paso, y va directo a la puesta en acción del gusto, su performatividad y no su discurso. Así, sabemos, Facebook tiene buen control sobre nuestros “me gusta”, Google sobre nuestras búsquedas, Netflix sobre nuestro consumo audiovisual y Spotify sobre nuestro consumo musical. Al respecto, estas empresas se defienden diciendo que no tienen ningún interés en estar hurgando entre los gustos de persona a persona, que más bien hacen un vaciado general, crean perfiles amplios en el encuentro entre nuestros gustos y nuestros posibles consumos. Suena lógico, pero no inofensivo. 2016 fue un año muy importante para ver lo que ese trazo grueso tiene de decisivo en la vida democrática de un país al hacer posible que un interés con poder económico compre inserciones de información falsa en las cuentas de aquellos cuyo perfil los hace susceptibles (vulnerables) a la manipulación informativa. Dejando de lado eso como un extremo, e imaginando todo lo que hay enmedio, quizás no en el terreno político/democrático y más bien en el político/mercantil, yo quisiera ensayar en estas líneas algunas implicaciones para el consumo cultural y la construcción de un yo-mediático-musical a partir de repertorios estables, previsibles, programables y sí, también mercadeables. Al final propongo algunas reflexiones sobre mis propios consumos a la luz de un par de entregas que Spotify hizo sobre mi año musical a modo de invitación para hacer una exploración de nuestros propios consumos.

El peligro del dulce encierro en uno mismo.

Después de usar con actitud crítica las plataformas con las que interactuamos todos los días, es posible irle tomando la medida a los algoritmos. El investigador brasileño Fabio Malini le llama develar el espíritu del algoritmo. Es una actividad más intuitiva que científica, en buena medida por esa renuencia a la transparencia de su funcionamiento que bien apunta José Luis Zapata por acá. Ese ordenamiento de pasos tiene una lógica. Por ejemplo, el algoritmo de Netflix está programado no solo para presentar en su página principal aquellos productos que intruiría por nuestros gustos, sino más bien aquellos productos propios, producidos por ellos mismos, que podrían acomodarse en función de la época y nuestros consumos pasados. Entre más relaciones establezca de manera paralela, más acertada será su sugerencia y más probabilidades existen de que terminemos por verla. Si además caemos por algunas de sus películas o series, su ganancia es doble. Es más, con tal de que sus productos sean los ganadores, llegan a descartar de su catálogo películas que serían una primera opción para sus audiencias en determinada época (triste descubrimiento cuando me disponía a ver una reconfortante película navideña).

En Spotify estas estrategias se despliegan entre las playlist que amablemente hacen por nosotros. Existen distintos productos que ofrecen a quienes tienen una suscripción, independientemente de que se pague o no por ella. El descubrimiento semanal, por ejemplo, es una lista creada a partir de nuestros gustos pero con música que “se nos ha escapado”, canciones congruentes con nuestro consumo pero que no han sido reproducidas en el pasado. Los daily mix son una serie de listas que ordenan nuestro repertorio de consumos reconocidos en función de alguna de sus características. Algunas están ordenadas por géneros, otras por épocas, otras por estados de ánimo que convocan, otras más por regiones de origen. Otro ejemplo es la automatización de la reproducción una vez que nuestra selección ha terminado. Digamos que tenemos un playlist que nosotros mismos hemos creado (estos son el enemigo). Una vez terminado, Spotify va a seguir reproduciendo música sin que sintamos el brinco. Va a haber leído la columna vertebral de nuestra selección y va a darle continuidad desde las mismas características. El objetivo, parece, es eliminar nuestro criterio editorial, nuestras búsquedas. No quieren capitanes en la exploración, quieren pasajeros. Por último, para cerrar el 2017 Spotify ofrece a sus usuarios dos productos. Un gráfico llamado 2017 Wrapped que arroja la cantidad de minutos que cada uno escuchó de música en la plataforma durante el año, y un resumen de los géneros, artistas y canciones más recurrentes. Otra, un playlist con las canciones que más escuchamos en 2017. Una delicia, pues. Y sobre ello continuaré un poco más abajo. Por lo pronto…

¿Por qué la queja? ¿No es acaso síntoma de un buen servicio? Suficientes complicaciones tenemos día a día como para además preocuparnos por qué música vamos a estar escuchando. Bueno, para muchos resultará así. Yo, en cambio, a veces me siento castrado, programado, automatizado. Si la canción que sigue se puede programar, entonces es previsible, por mi o por alguien más. Spotify, Netflix, etcétera nos presentan como consumo cultural un poco más de nosotros mismos. Un espejo, en vez de un horizonte. ¿Qué esperanzas nos dejan de quedar sorprendidos, de llegar a otro puerto, de crecernos a nosotros mismos? Lo preferimos, desde luego, porque el cerebro descansa en la definición, se regocija en el reconocimiento. La exploración en cambio le produce estrés, la indeterminación nos deja intraquilos.

Narciso de Caravaggio. Imagen tomada de Testeach.

Lo dicho. Escuché el playlist que resume mi año en música, y me encanta. Spotify, tómame, soy tuyo. Una cosa es conducirse con actitud crítica y otra es no conducirse en absoluto. Por supuesto no todo mi consumo musical se pudo registrar en Spotify, pero al menos 25 000 minutos sí.

Dos enormes canciones del A Deeper Understanding de The War on Drugs. Una de ellas me recuerda momentos de calma en medio de la incertidumbre. El descubrimiento de Cornelis Vreeswijk, con cuyas letras fui preparándole el terreno a mi cerebro para que aprendiera sueco. Algo similar sucedió con el pop sirénico de Veronika Maggio. Hay también un recuento de los que a mi gusto fueron grandes lanzamientos del año: Spoon, Lorde, Blonde Redhead, The XX, The National, Grizzly Bear, Broken Social Scene. Seguí alimentando al animal que es mi obsesión por Laura Marling. Recordé cuánto me gusta la música de John Grant y escuché hasta la saciedad Disappointing, caí gustoso en Chicano Batman, seguí en duelo por Prince y Juan Gabriel, me rejuvenecí con Drake y, como cualquier otro año, seguí escuchando a Pearl Jam. Así, si son usuarios de esta plataforma podrán hacer también una recapitulación científica, en estricto conteo de las repeticiones, de lo que ha sido su año. Dulce envenenado.

José Gabriel Zarzosa

Habitante del tercer planeta, oriundo del país llamado México, fundador de los «viernes de José José» en Suecia.

Un penique por tus piensos

0 Commentarios

Dejar un comentario