El negocio de las armas

Marcelo Colussi | Política y sociedad / ALGUNAS PREGUNTAS…

En el mundo, cada minuto mueren dos personas por el uso de algún tipo de arma; cada segundo se gastan 30 000 dólares en la fabricación de estos instrumentos mortíferos. Hay quien afirma –posición autoritaria y patriarcal– que con una pistola en la cintura se logra seguridad. ¿De qué estamos más seguros teniendo armas? Quienes nos matan, mutilan y aterrorizan, impidiendo el desarrollo armónico de las sociedades son, justamente, las armas.

Pero las armas no tienen vida por sí mismas. En realidad, expresan las diferencias injustas que recorren la vida humana, la conflictividad que define nuestra condición. Son seres humanos quienes las inventaron y perfeccionaron, y, con la lógica capitalista del mercado, las conciben como una mercadería más (mercadería deleznable ¡pero altamente lucrativa!). Mercadería que, aterradoramente, capta los esfuerzos más grandes del desarrollo humano, las inversiones más cuantiosas y los estudios más profundos. ¿Está tan «loca» la humanidad que prefiere gastar más en armas que en solucionar sus ancestrales problemas (hambre, vivienda, ignorancia), o es el capitalismo el causante de esa locura? Se venden armas como golosinas; eso lo dice todo.

Por otro lado, somos nosotros, los seres humanos organizados en sociedades clasistas marcadas por el afán de lucro económico individual que el capitalismo en estos últimos siglos impuso, quienes transformamos el negocio de las armas (que es lo mismo que decir: el negocio de la muerte) en el ámbito más rentable del mundo moderno, más que el petróleo, las comunicaciones, el acero. Es el único negocio que, pese a la crisis capitalista que se arrastra desde el 2008, nunca dejó de crecer.

Salvo poquísimas, insignificantemente pocas armas fabricadas para la cacería (de animales, claro está), el monumental desarrollo armamentístico con que hoy cuenta la humanidad está destinado al mantenimiento de las diferencias de clases y al resguardo de la propiedad privada de los medios de producción, o de la propiedad privada en general. Es decir: seres humanos matan a otros seres humanos para mantener su poder, para defender lo que se considera propio. Y también para «resolver» conflictos de la cotidianeidad. Sin dudas, los modelos de desarrollo social en juego son cuestionables, no ofrecen salida.

El universo de las armas de fuego comprende una variedad enorme: armas pequeñas (revólveres y pistolas, rifles, carabinas, subametralladoras, fusiles de asalto, ametralladoras livianas, escopetas), livianas (ametralladoras pesadas, granadas de mano, lanzagranadas, misiles antiaéreos portátiles, misiles antitanque portátiles, cañones sin retroceso portátiles, bazookas, morteros de menos de 100 mm), pesadas (cañones en una enorme diversidad con sus respectivos proyectiles, bombas, explosivos varios, proyectiles de uranio empobrecido), y los medios diseñados para su transporte y operativización (aviones, barcos, submarinos, tanques de guerra, misiles). Además: minas antipersonales, minas antitanques. Todo lo anterior es armamento convencional. A ello se suman las armas de destrucción masiva: armas químicas (agentes neurotóxicos, agentes asfixiantes, agentes sanguíneos, toxinas, gases lacrimógenos e irritantes), biológicas (cargadas de peste, fiebre aftosa, ántrax) y nucleares (con capacidad de borrar toda especie de vida en el planeta).

En manos de la población civil, muy pocas veces sirven para evitar ataques y en general ocasionan accidentes hogareños. En manos de los cuerpos estatales que mantienen el monopolio de la violencia armada, los arsenales crecientes no garantizan un mundo más seguro; al contrario, hacen posible la extinción de la humanidad.

Actualmente, el capitalismo necesita de este negocio, no solo porque produce pingües ganancias a los fabricantes, sino que a nivel global sirve como válvula de escape para cuando el sistema se traba. Aunque sea repugnante y éticamente monstruoso, la guerra dinamiza al capitalismo, es siempre una bocanada de aire fresco que le oxigena. Por lo pronto, la principal potencia capitalista, Estados Unidos, hace de la guerra su principal negocio, pues el 10 % de su economía nacional depende de la industria armamentística. Hay que vender armas a toda costa, para lo que hay que estar fabricando continuamente enemigos, inventando guerras, elaborando hipótesis de conflicto ante siempre crecientes potenciales enemigos (si no es la avanzada soviética, ahí está el «terrorismo», el narcotráfico, la delincuencia organizada, algún «dictador», como Nicolás Maduro).

¿Qué hacer? ¿Comprarnos una pistola para defendernos? ¿Buscar oponer un misil a cada misil que aparece por allí, tal como fue la Guerra Fría? La proliferación armamentística nunca terminó, aunque oficialmente terminara la Guerra Fría. En la lucha por mantener la supremacía, la geoestrategia de la principal potencia capitalista apunta a asfixiar por todos los medios a sus rivales, a sus verdaderos rivales, que no son ni la Unión Europea ni Japón, que son, sin vueltas de hojas, el eje Pekín-Moscú. La guerra, entonces, es una de las opciones, quizá la única, en esta lucha a muerte, y la posibilidad de una guerra nuclear generalizada nunca está descartada (lo que equivaldría al fin de la humanidad y a la destrucción del planeta).

Hoy día la producción de armas no es un negocio marginal: es el principal sector económico de la humanidad. Desmontar esta tendencia humana del uso de armas se ve como tarea titánica, casi imposible: es terminar con la violencia, es terminar con las injusticias. Pero es vital seguir planteándosela como requisito para la permanencia de la especie, y para una permanencia más digna. Quizá sea imposible terminar con la violencia como condición humana, aunque eduquemos para la convivencia tolerante; pero es imprescindible seguir luchando contra las injusticias.

Imagen tomada de En línea directa.

Marcelo Colussi

Psicólogo y Lic. en Filosofía. De origen argentino, hace más de 20 años que radica en Guatemala. Docente universitario, psicoanalista, analista político y escritor.

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