Los fantasmas tienen la costumbre –buena o mala– de seguir a los vivos casi hasta la locura, de susurrarles palabras al oído, de buscar espacios en medio de un trago de licor y el siguiente para adoptar la voz de algún recuerdo y recrear tormentos.
«Dijo que yo era como ellos, que la carroña me alimentaba…» dirá Rodrigo –El Zope– a Diego, el sicólogo a quien le confiará la existencia y la persecución de sus fantasmas: Rosario, la guerra, el Ejército, el Colochito, los gatos, el pasado del cual su cuerpo, su rostro y su psique son testigos.
El lamento de El Zopilote de Braulio Salazar Zelada tiene la estructura de un laberinto hechizado, tramos con tope, largos caminos que por momentos parecen no conducir a ningún lado, espectros que asaltan sin aviso y la esperanza, la eterna y apetecida esperanza de liberarse de sí mismo.
Un recorrido por la guerra guatemalteca, por las huellas que dejó en el protagonista y que pueden extrapolarse a la sociedad violenta que aún parece no comprender que hablar, narrar, relatar, inventariar los fantasmas colectivos e individuales puede ser un camino para la paz que no termina de llegar.
Por Denise Phé-Funchal
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