El hombre que curaba la muerte

-William Lemus | NARRATIVA

El hombre llegó de muy lejos cargando su desvencijada y polvorienta maleta. Jadeando se sentó en una banca del parque y luego se metió en calzoncillos a la fuente, para refrescarse. Cuando terminó su baño, los policias lo esperaban para capturarlo por aquel desplante. Pero el forastero que sabía decir las palabras adecuadas para obtener el perdón, logró convencerlos de su inocencia.

– Vaya con Dios. -Le dijeron en prueba de su absolución salomónica-.

– No -se negó rotundamente- ¡me quedo!

– ¡Ah! -se sorprendieron los policias y él insistió-: Me quedo en este pueblo. Necesito un lugar donde instalarme.

– ¡Está la cárcel! -le ofrecieron-, allí puede pasar la noche…

– Pero es que me quedaré mucho tiempo. -Hizo una pausa-. ¡Creo que toda la vida!

– No importa… -siguieron firmes en su ofrecimiento, y llevándolo a la estación de policía le abrieron la puerta de una celda. de par en par, para que el recién llegado entrara y saliera con libertad de aquel recinto del encierro.

El extranjero entró con su maleta y acondicionó un petate y una colcha en el suelo:

– ¡No está mal! -Dijo en señal de agradecimiento-. Es acogedor este sitio.

Estiró los brazos para desperezarse y bostezó varias veces. En ese momento entró un niño corriendo con la noticia:

– ¡Doña Rupertá se muere!

– ¡Ya era tiempo! -Convino uno de los policias-. ¡Está tan ancianita la pobre!

Pero el recién llegado, sin resignarse a los embates de la muerte, le pidió al niño que lo llevara con la señora agónica, y este lo guió por las estrechas callejuelas de las afueras del pueblo. Entró al rancho donde se respiraba un olor a ciprés de camposanto. Vio a doña Ruperta trabando los ojos con las últimas convulsiones. Sacó un frasquito de su bolsillo y dejó caer tres gotitas de un líquido ambarino sobre el trismo final de la ancianita. Luego la moribunda dio un respiro profundo. Después un sollozo de alma que vuelve de un viaje de ida y vuelta. Por último, abrió los ojos, se sentó en el catre de pitas y dijo: «¡Caramba, tantas candelas, ni que me estuviera muriendo!». Y se levantó a servirse café caliente y pan del que estaba destinado para los asistentes a su velorio.

La noticia de las gotas mágicas corrió por todo el pueblo y al día siguiente, antes de que amaneciera por completo, había una fila de enfermos incurables esperando que el curandero abriera la puerta de la cárcel, para atenderlos.

Primero entró una señora con cáncer, que después de dos gotas de un líquido turquesa, recobró el encanto de sus ojos antes marchitados, y luego de dos gotas de otro líquido anaranjado, ya no sintió el tumor criminal que se estaba devorando sus ovarios.

Segundo, entró un tuberculoso que escupía cuajarones de sangre en cada tosida. Le dio a oler un humito de unas hojas nacaradas y salió corriendo de la cárcel como un atleta.

Tercero, entró un paralítico que había vivido sesenta años sin poder mover las piernas a causa de un ataque cruel de poliomielitis en su infancia. Le untó en las rodillas una pasta de color ambarino, como el jabón de coche ordinario, y el enfermo salió caminando.

Y así, con gotas de colores, con grasas olorosas y pestilentes, con humitos de hojas raras, con secretos al oído, con palabras justas, con gritos, con palmaditas en cualquier parte, con soplidos en los oídos, con unas sonrisitas largas, con punturas de sus índices en regiones específicas y con toda su ciencia de maniobras que sería largo enumerar en estas páginas, el forastero curó a los ciegos, a los retrasados mentales, a los leprosos, a los sordos, a los moribundos de amores imposibles, a los despechados, a los curiosos, a los ateos, a los creyentes empedernidos, a los viciosos, a los abstemios, a los políticos demagógicos, a los cianóticos, a los enfermos de mollera hundida y «maldiojo», a los embrujados, a los que soñaban despiertos, a los sonámbulos que caminaban dormidos de día; y etcétera, etcétera. Y esa enfermedad en la que usted está pensando, también la curaba. ¡Ni lo dude!

El pueblo, en señal de agradecimiento al sabio-médico-forastero-de-las-mil-medicinas-, después de sacar a los galenos del Centro de Salud y a sus demás auxiliares de aquel imperio de la moderna medicina; lo instaló allí, colgándole una hamaca en el corredor principal, para que sin cansarse y meciéndose, ejerciera su función de curandero absoluto.

Creo que está de más insistir en que curaba los tumores más avanzados del cáncer, aliviaba la vejez, le daba ideas a los que no las tenían, impedía la violencia en el corazón de los hombres, evitando así, las sentencias a muerte. Como usted puede imaginarse, curaba la calvicie, las rasquiñas perniciosas, el telerín y el pie-de-atleta. Pero como usted no puede imaginárselo, quiero decirle que curaba «L-A M-U-E-R-T-E».

¡Sí! Desde que llegó al pueblo nadie se moría de nada, porque tenía el remedio para la muerte. La gente al enfermarse, de inmediato consultaba, y quedaba totalmente sana. Los moribundos que le llevaban en parihuelas, al recibir las gotas milagrosas regresaban caminando a sus casas.

Un día, después de muchos años del ejercicio médico del forastero, apareció temprano en el Centro de Salud, un pordiosero. El hombre salvador de vidas dormía aún, en su hamaca, con el sueño tranquilo de la bienaventuranza. El pordiosero lo vio con un odio infernal, descargándole un leñazo mortal que le partió en dos la cabeza. Unas horas más tarde, los policías lograron capturar al homicida, que resultó ser el dueño del otrora próspero negocio de la «f-u-n-e-r-a-r-i-a» del pueblo.


Texto publicado originalmente en El hombre que curaba la muerte, Editorial Cabezón, Guatemala, 1996.

William Lemus

(1950-2008) Poeta, cuentista, novelista, dramaturgo, ensayista, guionista para radio y televisión, médico y cirujano guatemalteco. Escribió más de 35 libros de poesía, 10 libros de cuentos, 4 novelas, 8 obras de teatro, 3 obras de teatro para niños, artículos para revistas y periódicos. Obtuvo múltiples premios a nivel nacional e internacional. Fue declarado Maestre del Teatro en la ciudad de Quetzaltenango, en 1993.

Un Commentario

Marco Vinicio Mejía Dávila 13/05/2019

Ameno.
Tan cercano que tengo a William Eleazar, escritor prolífico, que siempre luchó contra una enfermedad que solo lo limitaba para caminar.
En el garaje de su casa mantenía un vehículo clásico, de estilo deportivo.
En alguna ocasión, nos llevó a pasear, a una de las mujeres de mis sueños y a mi, quienes nos acomodamos atrás, sentados sobre la capota que estaba desplegada.
Conoció a la que sería mi esposa, María Eugenia, cuando se la presenté en un restaurante de comida mexicana, ubicado en la zona 1 y ya desapareció. Mi compañera de hogar sw convirtió en su mejor amiga y, se veían en todo momento. Era profesora universitaria de Literatura y la mercadóloga de los libros de William. Centenares de jóvenes los leyeron y se encontraban con el autor en el auditorio de la Universidad.
Cuando le pedí que me acompañara a reconocer los cuerpos de mi esposa y el de hija, en la morgue de Escuintla, no quiso.
Una parte de William murió también. Desde entonces, nos distanciamos, para sufrir en paz, en silencio y cada uno en su propio rincón.
Todo lo bueno tiene fecha de caducidad.
Fui el editor de uno de sus libros de cuentos.
Su prosa es diáfana, envolvente y de un naturalismo que le viene de su natal Monjas, Jalapa.
Muchas gracias por brindarnos esta lectura.
Refresca en el inicio de esta semana, en que se definirá nuestro destino electoral.
Nada más desintoxicante que leer esta narrativa, en estos tiempos en el que todos son analistas.

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