Mario Castañeda | Música / EL ARCO, EL SELLO Y EL GRIMORIO
Recién comencé a leer otro libro. Lo traía pendiente entre pecho y espalda y al fin se me dio disfrutar de sus líneas. Apenas llevo las primeras 45 páginas pero he gozado cada una de ellas. Son palabras que recuperan muchos sentimientos, libertades de todo el mundo recopiladas desde la pasión y el ojo crítico del autor. Es el libro de Eduardo Galeano El fútbol a sol y sombra, primera reimpresión de la quinta edición, la cual contiene un apartado sobre el mundial de futbol de Brasil de 2014.
Quienes me han leído, posiblemente no se imaginan que tenga un gusto profundo por el fútbol. Casi no lo demuestro. Me atormenta pensar en esas discusiones innecesarias de fanatismos por equipos o todo aquello que se anteponga a lo deportivo, como la obscenidad económica en que este deporte se ha convertido desde finales del siglo XX a la fecha.
A la par de estas reflexiones, como siempre, agregaré algunos enlaces que, para mí, son significativos. Comienzo con este capítulo de un documental sobre la historia del fútbol, específicamente en África:
Como buen narrador, Galeano comienza analizando los elementos sustanciales de este deporte: el fútbol, el jugador, el arquero, el ídolo, el hincha, el fanático, el gol, el árbitro, el director técnico (antes llamado entrenador), los especialistas del fut, la pelota, entre otros. Y, así, gradualmente, después de caracterizarlos con una sutil ironía y sin perder ingenuidad, se va adentrando en aspectos históricos. Claro, con una mirada aguda que relaciona lo económico con lo social y político alrededor.
Muchos podrían juzgar las reflexiones de este uruguayo de nostálgicas. Creo que Galeano es más profundo que la nostalgia como parte de la memoria. En este libro lo percibo como un apasionado repensando algo de lo mucho por lo que se interesaba, pues le gustaba y sabía que tenía un impacto real en las sociedades. No solo ve el antes, sino los distintos presentes conforme han ido aumentando las ediciones correspondientes. Esos cambios a los que la maquinaria neoliberal ha reducido las relaciones sociales a una lógica de “competitividad” individualista.
Con ese hilo conductor escrito de forma amena, me llevó no solo a pensar lo que el Mundial de Rusia 2018 depara en términos deportivos, sino en todo lo que implica la situación internacional en que nos encontramos. Por supuesto, llego a ello desde mi experiencia con el fútbol desde la infancia.
Recuerdo que, cuando vivía cerca del “Muñecón”, en la zona 5, con los amigos de la cuadra solíamos jugar para las vacaciones casi todo el día. Lo que significaban los retos contra patojos de la siguiente avenida, quienes tenían la dicha de contar con artículos deportivos de verdad. Nosotros, para jugar pelota, solíamos hacer coperacha para comprar un par de pelotas plásticas, una para forrar a la otra y así evitar que los aires novembrinos se llevaran nuestro preciado tesoro hacia los techos de los vecinos. Algunos de ellos que, al darle pelotazos a sus puertas, salían indignados a regañarnos, a quitarnos la pelota y a quejarse con nuestras familias de la “jodedera” que teníamos. Que buscáramos oficio en lugar de estar como vagos por las calles. Que de plano no le importábamos a nuestros padres y madres porque nos dejaban estar molestando a los vecinos. Recuerdo que después de que la pelota impactara en la puerta de un señor, cuyo nombre no recuerdo, corríamos a escondernos detrás de los carros para que no nos vieran. Al huir, el riesgo era de perder la pelota que tanto ahorro nos había costado. Los chavos de la otra cuadra jugaban con pelota de fut. Sus padres les mandaban a hacer las porterías de metal con malla. Les compraban pintura para simular en la avenida las dimensiones del campo con su centro, esquinas para los tiros de esquina, áreas y manchones de penal. Nosotros, con un par de piedras hacíamos las porterías.
Desde las 8 de la mañana hasta las 8 o 10 de la noche. Solo regresábamos a casa para almorzar. Y cuando era el ciclo escolar, si podíamos, nos juntábamos por las tardes. Los sábados eran para jugar toda la tarde y el domingo, como solía ser familiar, pues cada quien miraba los partidos de la liga nacional o de la liga alemana, por televisión.
No puedo ni quiero olvidar la emoción de jugar en mi primer equipo. Comencé en la quinta división del Campo de Marte, en el Fedecocagua. En aquella época, allá por 1983, no dimensionaba el rol que esta, como otras instituciones, jugaba en la vida económica del país.
Entré a ese equipo porque el tío de un amigo de la cuadra trabajaba en esa federación. Invirtieron comprando uniformes y lo inscribieron en aquella liga. Jugaba de portero. Nunca estuvimos entre los primeros lugares y no nos importaba, al menos a los jugadores. Lo lindo era jugar. Vivir la emoción de que, al terminar el partido del domingo, comenzábamos a contar los días para el siguiente juego.
Era tanta mi ansiedad que, el sábado por la noche, después de ver La hora macabra por televisión nacional, que realmente nunca ha sido nacional, me acostaba a dormir con la camisola, pantaloneta y medias del equipo. No lograba conciliar el sueño pensando en cómo jugaría al día siguiente. Y es que ser portero, como dice Galeano, a quien también se le denomina “guardameta, golero, cancerbero o guardavallas, pero bien podría ser llamado mártir, paganini, penitente o payaso de las bofetadas (…) El portero siempre tiene la culpa. (…) Los demás jugadores pueden equivocarse feo una vez o mucha veces, pero se redimen mediante una finta espectacular, un pase magistral, un disparo certero: él no. La multitud no perdona al arquero. ¿Salió en falso? ¿Hizo el sapo? ¿Se le resbaló la pelota? ¿Fueron de seda los dedos de acero? Con una sola pifia, el guardameta arruina un partido o pierde un campeonato, y entonces el público olvida súbitamente todas sus hazañas y lo condena a la desgracia eterna. Hasta el fin de sus días lo perseguirá la maldición.” (p. 4)
Imaginaba atajar tiros libres, evitar que los contrincantes más audaces fueran contenidos dentro de mi área, ese lugar sagrado que me tocaba defender. Pensar en que si podía atajar un penal a jugadores del Waldmar o del Liceo Guatemala, sería el más grande de los grandes. No importaban los raspones en el campo de tierra, los doblones de tobillo o las faltas de los contrarios. No hacíamos teatro cuando alguien nos “faboleaba”. Tampoco nos peleábamos entre jugadores ni insultábamos al árbitro, ese señor que, acertadamente describe nuestro querido autor, “(…) Silbato en la boca, el árbitro sopla los vientos de la fatalidad del destino y otorga o anula los goles. Tarjeta en mano, alza los colores de la condenación: el amarillo, que castiga al pecador y lo obliga al arrepentimiento, y el rojo, que lo arroja al exilio.” (p. 5).
Y así, de ilusión en ilusión, crecí y llegué a jugar en la cuarta división. Lo hice en el Tipografía Nacional. La adolescencia era la turbulenta etapa para entrar a demostrar que podía comerme el mundo. Jugar y ver que alguna chica podía estar presente aunque no le prestara atención a uno y menos que uno se acercara porque era la hermana de un compañero de equipo y toda la familia la “cuidaba”, pues, solo quedaba la esperanza de que jugar bien sirviera de algo para lograr un guiño, una sonrisa o un aplauso. Al final, de la emoción del partido, nunca se percataba uno si algo de lo anterior sucedía.
Después, el mundo real no permitió que siguiera en la tercera división. El sistema me fue mostrando otras cosas que debía resolver y ese tránsito de la primaria al ciclo de educación básica nos llevó a muchos jóvenes de estratos populares a participar en actividades estudiantiles durante las manifestaciones de 1985 y 1989.
Entre esos años, se dio el Mundial de México 86. Para mí, el último mundial donde el fútbol prevaleció. A partir de 1990, los mundiales han sido llenos de todo menos de deporte. Un negocio total. Gradualmente, junto a las reformas de ajuste estructural en América Latina y casi el final de las guerras internas, el modelo económico ha tratado de absorber todo para lucrar. El fut no ha quedado fuera de esa trampa seductora capitalista. Personajes que cobran cantidades exorbitantes por jugar, endulzados con la idolatría de quienes han vuelto este deporte como una religión y por quienes se enriquecen aunque no entiendan ni sientan absolutamente nada de lo que importa para quienes realmente lo disfrutamos.
Sin embargo, Galeano, me recuerda, con su honesta acuciosidad, que todavía queda en el mundo gente que lo vive sin pensar en las mieles efímeras del dinero y la fama. Que el fútbol, como deporte, todavía conserva algo de dignidad y que en él se encuentran aires de rebeldía. Todavía no están todos los cuerpos sometidos a las normas y a ese nivel de exigencia que privilegia el signo de dólar. Como dice Eduardo, “aparece (…) en las canchas, aunque sea muy de vez en cuando, algún descarado carasucia que se sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad.” (p. 2)
La lectura continúa. Vale la pena.
Imagen principal tomada de Gandhi.
Mario Castañeda

Profesor universitario con estudios en comunicación, historia y literatura. Le interesa compartir reflexiones en un espacio democrático sobre temáticas diversas dentro del marco cultural y contracultural.
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