El espíritu de nuestra Revolución de Octubre

Edgar Rosales | Política y sociedad / DEMOCRACIA VERTEBRAL

¿Y vos sabés qué se celebra el 20 de Octubre?
¿20 de octubre? ¡Ah, sí! Es una colonia que queda allá por la zona 5.
¿20 de octubre? ¡Es un feriadón que nos cae de perlas porque cae cerca del primero de noviembre.
¿20 de octubre? Yo estoy muy chavo para saber de qué se trata esa onda.

Parece broma, pero es más real que la vida.

Las anteriores son algunas pocas entre una amplia gama de respuestas planteadas, al alimón, a algunos de nuestros jóvenes -no tan millennials que conste- acerca de la más grande gesta que este país puede registrar en su historia: la Revolución del 20 de octubre de 1944.

Lamentablemente, no es asunto solo de los jóvenes. Incluso, personas que rebasan las cuatro décadas tienen una pálida idea de lo que esta significó para Guatemala. Su conocimiento del tema a menudo se reduce a las mismas reivindicaciones que aparecen en los boletines conmemorativos de la marcha popular que tiene lugar en esta fecha y que suelen resaltar:

La emisión del Código de Trabajo, la creación del IGSS, las autonomías municipal y universitaria, las escuelas tipo federación y algunos otros logros del Primer Gobierno de la Revolución, encabezado por el Dr. Juan José Arévalo.

En cuanto al siguiente período revolucionario, correspondiente al coronel Jacobo Arbenz Guzmán como presidente de la República, indudablemente la Reforma Agraria, la construcción de la carretera al Atlántico y la hidroeléctrica Jurún Marinalá suelen aparecer como las conquistas de mayor relevancia.

Es obvio, entonces, que aquella gloriosa Revolución que inspiró a muchas generaciones de chapines, ha entrado en un serio declive en cuanto efemérides digna de celebrarse. Y es que esto tiene una explicación lógica: para un guatemalteco de hoy, el Código de Trabajo es un instrumento que protege al capital, el IGSS es la peor de las cloacas estatales y las autonomías sirven para favorecer la opacidad y la comisión de actos corruptos en las instituciones que disfrutan de estas.

Dolorosamente, es la imagen que han construido los representantes de dichas instituciones, a medida que las han utilizado como medios de enriquecimiento ilícito, en artera y abierta contraposición a los elevados principios que motivaron su creación e impulso. Dicho deterioro es aprovechado por lacayos como Estuardo Zapeta, para quien la Revolución del 44 es un mito que solo sirvió para facilitar la crisis del Estado y el imperio de la corrupción. ¡Así de infeliz!

Y en cuanto a la Reforma Agraria, de sobra está mencionar la satanización que se ha volcado sobre ella, al grado de haberse convertido en palabra impronunciable en cualquier reunión de «gente medio bien», como la que abunda en nuestros círculos clasemedieros. Y, obviamente, por sus antecedentes históricos como pretexto para el derrumbe revolucionario, se ha convertido en una expresión improductiva electoralmente. Ello explica por qué solo aparece -y muy de soslayo- en las propuestas de grupos de extrema izquierda, que no pierden nada con ello, porque nada tienen que ganar.

Y, sin embargo, esa Reforma Agraria de Árbenz significaba la incorporación de Guatemala a las corrientes sociales y económicas del siglo XX. Además, representaba la instauración del sistema capitalista en el país -tal como rezaba el artículo 1 del Decreto 900, que le dio vida-. Y es que por esa vía, se buscaba nada más y nada menos que redistribuir el inmoral uso de la tierra.

El Gobierno de EE. UU. promovió la contrarrevolución y el resultado es un país monocultivista, donde millones de campesinos mueren a causa del hambre o se marchan al exterior a exponer la vida y donde el 50 % de los niños menores de cinco años son condenados desde su nacimiento a padecer la tragedia de la desnutrición crónica.

Ah, pero dígale a usted a cualquier liberaloide criollo, de esos que se desgañitan para glorificar el impresionante desarrollo alcanzado por Taiwán, que dicho país se convirtió en potencia gracias a que se libró de la oligarquía y que impulsó un proceso, sí señor, de reforma agraria, y que significó su plataforma para encaminarse hacia la industrialización.

Y sin embargo, la Revolución del 44 no se quedó únicamente en las reivindicaciones políticas y económicas. Como nunca en la historia, esa época abrió paso a una de las más imponentes producciones artísticas en todos los órdenes, gracias a que el Estado apoyaba con firmeza a los artistas. Así, la literatura fue favorecida por la enorme producción editorial de la Tipografía Nacional, al poner al alcance de las manos obreras la obra de Mario Monteforte Toledo, de Luis Cardoza y Aragón o de Enrique Muñoz Meany.

En la música fue impresionante el desarrollo de la Orquesta Sinfónica Nacional y el Ballet Guatemala. En la plástica, la revolución floreció y se cubrió de gloria con las formas y colores de Carlos Mérida, de Roberto Ossaye o de González Goyri. Y el teatro se hizo accesible a los trabajadores, quienes disfrutaron con la gracia y denuncia plasmada por Manuel Galich en la épica obra De lo vivo a lo pintado, o bien, pudieron deleitarse y estrechar la fraternal mano de Pablo Neruda, el más grande de los poetas chilenos.

Por supuesto, yo tampoco viví nada de eso. Lo leí y aprendí mucho después: en los relatos de mi viejo, joven sindicalista en aquellos tiempos. En los libros de Cardoza y Aragón, de Jorge Mario García Laguardia, en la Fruta amarga de Stephen Kinzer y Stephen Schlesinger. Pero también en la praxis: como en aquel mitin de Francisco Villagrán Kramer durante su campaña por la alcaldía capitalina, en 1962, que fue interrumpido a balazos por las huestes emelenistas. O en la organización de las jornadas populares del FUR, como denominaba Meme Colom a las concentraciones que año tras año realizaba en estas fechas. O frente al cuerpo acribillado de Oliverio Castañeda de León en la banqueta del Pasaje Rubio, apenas minutos después de escuchar su discurso en la concha acústica del parque Centenario.

Así que, además de las remembranzas, de los homenajes y la nostalgia, es imprescindible rescatar el espíritu de la Revolución de Octubre. Este es el ingrediente que le hizo falta a «la plaza»: el espíritu rebelde, creador y revolucionario del pueblo; el mismo que despertó aquella madrugada de hace 44 años y que solo está esperando, por ahí, en cualquier recodo, una oportunidad para reencauzar el camino.


Fotografía tomada de todanoticia.

Edgar Rosales

Periodista retirado y escritor más o menos activo. Con estudios en Economía y en Gestión Pública. Sobreviviente de la etapa fundacional del socialismo democrático en Guatemala, aficionado a la polémica, la música, el buen vino y la obra de Hesse. Respetuoso de la diversidad ideológica pero convencido de que se puede coincidir en dos temas: combate a la pobreza y marginación de la oligarquía.

Democracia vertebral

Un Commentario

arturo ponce 23/10/2018

EN EL AÑO 1974 NO RECUERDO ALGÚN EVENTO NACIONAL MUCHO MENOS UNA REVOLUCIÓN EN NUESTRO PAÍS, ES MAS, CREO QUE FUE MAS REVOLUCIÓN EL GOLPE DE ESTABLO QUE PUSO A RIOS MONT QUE ESE RELAJO Y ALBOROTO DEL 1944 QUE PROVOCÓ ALGUNOS CAMBIOS EN LA ESTRUCTURA SOCIAL DE NUESTRO PAÍS Y QUE A LA FECHA NO SE LE VE NINGUNA REPERCUSIÓN IMPACTANDE EN NUESTRO SUB DESARROLLO.

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