Leonardo Rossiello Ramírez | Política y sociedad / LA NUEVA MAR EN COCHE
Los lectores habrán notado que los algoritmos están de moda, pero en verdad son más viejos que Matusalén y nos han acompañado desde la infancia a lo largo de toda la vida.
Como muchas personas, comencé a pensar en los algoritmos ya en la escuela, solo que no sabía que eran una serie de procedimientos o «pasos lógicos» para resolver «problemas». Con mis pocos años, no podía saber que la lógica era también un sistema que se actualizaba en discursos altamente formalizados, con su metalenguaje y sus operaciones, pero había una lógica viva que aplicaba de manera intuitiva y con buenos resultados.
Aunque no supiera qué era exactamente un «problema», la intuición y la observación me ayudaron a formularlos y a aplicar algoritmos para resolverlos. Cuando el Rey de los Problemas convocaba a sus súbditos y a alguno le encargaba que me presentaran uno, sencillo y adecuado a mi infantil circunstancia, este me lo presentaba y yo confiaba en que un algoritmo iba a solucionarlo. Por lo general, lo resolvía de manera elegante.
El súbdito podía presentarme un problema, que yo formulaba así: Entrada: «La niña Marlene te gusta pero ni te mira. Logra llamar su atención sobre tu persona».
Una vez presentado el problema, el súbdito regresaba a su reino. En este, la secuencia del algoritmo con que yo iba a resolverlo era así:
¿Está Marlene? -Sí/No. (Sí)
¿Sonreírle haría que le llamaras la atención? -Sí/No (No)
¿Tirarle de las trenzas haría que le llames la atención? -Sí/No (Sí).
¿Es un momento adecuado ahora para ir y tirarle las trenzas? -Sí/No (No).
Salida: Esperar a que llegue la hora del recreo para tirarle de las trenzas a Marlene.
Al terminar el recreo yo había logrado llamarle la atención, pero me ardía el cachetazo que me había dado en mi carita. Entonces el Rey de los Problemas distribuía nuevas tareas y me mandaba un súbdito a que me presentara otro problema, que yo formulaba así: «La niña Marlene te tiene fastidio. ¿Cómo transformar ese fastidio en simpatía?». Entonces, para solucionarlo, ponía en marcha un nuevo algoritmo.
Sospecho que lo binario y el examen sistemático de los fractales que cada opción abre está en la base de todo aprendizaje y de toda inteligencia. Incluida la artificial (IA), que, por cierto, muchos la presentan como la panacea universal que va a solucionar todos los problemas. Va a tomar, nos aseguran, las mejores decisiones políticas, va a resolver incluso, y de manera eficaz, el problema del hambre en el mundo y hasta el de las injusticias sociales. ¿Pero quién se pregunta qué puede pasar el día en que la IA se pregunte, o en otras palabras, se plantee, el problema de cuál es la «solución final» al problema de la estupidez humana?
Los mejores robots (o motores) de ajedrez analizan centenares de millones de jugadas diferentes por segundo (poca cosa si tenemos en cuenta que la cantidad de variantes es mayor que la suma de todos los átomos del universo). Eso explica convincentemente por qué ningún humano puede ya derrotarlos. Pero la IA basada en redes neuronales es mucho más potente que los mejores motores de ajedrez.
No ha mucho, un algoritmo llamado Alpha Zero logró aprender a jugar al ajedrez en cuatro horas (jugando contra sí mismo) y derrotar luego al mejor robot de ajedrez existente, el Stockfish, y lo hará siempre de aquí en más. El truco consiste en que AlphaZero autoaprende constantemente y no usa algoritmos minimax, esto es, secuenciales, sino que está basado en redes neuronales artificiales: virtualmente funciona en una simultaneidad tridimensional, para decirlo con palabras de lego, y a velocidades increíbles. Y no falta mucho para que lleguen nuevos modelos de computadoras cuánticas.
Por lo pronto, con unas de las ya existentes, basada en algoritmos cuánticos, unos investigadores españoles crearon hace muy pocos días «vida artificial». Lograron simulaciones virtuales de dos organismos que, como los vivos, se autorreplicaron, interactuaron, crearon un tercero que pudo repetir los procesos de sus padres, mutaron y murieron, es decir, simularon de manera artificial las funciones esenciales de la vida. Parece sin duda un paso significativo hacia la resolución del problema o de la pregunta (problema: encontrar uno que no esté basado en por lo menos una pregunta) de si es posible crear vida natural a partir de la mecánica cuántica.
Somos formidables; si un problema no existe, lo creamos. Si hay soluciones, le encontramos indefectiblemente problemas adecuados. La pregunta que me surge ante semejantes «avances» técnicos (especialmente los que se verifican en el terreno militar) que anuncian otros, por ahora inimaginables, es si la humanidad no estará asistiendo a una puesta en marcha de un gigantesco y trágico complejo de Pigmalión, una variante del narcisismo en la que el artista se enamora de su propia obra y queda paralizado en su contemplación.
Si así fuera, ¿estaremos a tiempo de sacudir al timonel para que con un golpe de timón evite el naufragio inminente? Es que está soplando contra los arrecifes —no sé si todos nos hemos dado cuenta— y además la corriente nos empuja hacia ellos, por lo que hay riesgo de que los sujetos capitán y timonel queden paralizados contemplando su objeto erótico, la IA, lo que no sería tan grave si no fuera porque la tripulación somos nosotros.
Hay muchas formas de amar y no está mal ser tolerantes con los Pigmaliones de todos los tiempos. Según afirman los sabios, el mejor amor es el incondicional. Pero el problema es que el condicional puede asumir también una forma sofisticada de la exigencia, y el día en que le pongamos exigencias a la IA, vale decir, el día en que le pongamos a tiro ese problema, me temo que la IA vaya a solucionarlo con algoritmos cuánticos, lo que significa de manera eficaz, veloz y definitiva.
Leonardo Rossiello Ramírez

Nací en Montevideo, Uruguay en 1953. Soy escritor y he sido académico en Suecia, país en el que resido desde 1978.
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