El caso Molina Theissen y la memoria histórica

Nery R. Villatoro Robledo | Política y sociedad / HECHOS E IDEAS DE NUESTRO TIEMPO

En los últimos años hemos sido testigos de algunos juicios por delitos de lesa humanidad cometidos durante la guerra interna. Son apenas una ínfima parte en relación a la cantidad de actos atroces y de víctimas que dejó la maquinaria de terror estatal. Cuerpos militares, policiales, paramilitares, parapoliciales, de espionaje y vigilancia; toda una compleja estructura construida para perseguir y aniquilar a aquella persona de quien se sospechaba era «enemigo interno». Y en esa lujuria de terror desatada por el Estado, se fueron decenas de miles de mujeres, ancianos, niños y hombres de quienes solo se sospechó, por ser indígenas o, incluso, por venganza; pero también miles que luchaban contra las injusticias.

Si algo caracterizó la lucha contrainsurgente en este país, como en ningún otro, fue el ensañamiento y la crueldad represiva del Estado para aniquilar todo signo de oposición y disidencia. Muchas exhumaciones han revelado cómo mujeres embarazadas eran asesinadas con el feto en el vientre, o cómo este era arrancado, vivo, del vientre de las madres. Testimonios de víctimas han revelado cómo la violencia y la violación sexual, como en los casos Sepur Zarco y Molina Theissen, se convirtieron en atrocidades cotidianas. Ello no solo muestra el grado de la barbarie, sino también el simbolismo que tuvo para destruir a las víctimas desde muy dentro, desde sus propias subjetividades, desde su ser individual y social.

Los más grandes carniceros de este país fueron entrenados en la famosa y siniestra Escuela de las Américas del Ejército de Estados Unidos; y muchos, pero muchos, oficiales del Ejército y agentes operativos de inteligencia militar fueron adiestrados en Israel, Argentina y Chile, principalmente. Adiestrados para asesinar; para masacrar y torturar; adiestrados para no sentir el más mínimo sentimiento de culpa por sus crímenes. Hay una historia en mi pueblo que yo mismo escuché, siendo muy joven, de boca de un G2 refiriéndose a un compañero suyo a quien ellos mismos asesinaron: «a él no le dieron diploma porque no sabía torturar, y lo mataron porque era un bocón». Por eso siempre me he preguntado qué carajos hace el embajador gringo en esos juicios, cuando su país entrenó y adiestró en todo tipo de crímenes y torturas a los milicos guatemaltecos criminales de guerra y genocidas.

Nunca, en los juicios en los que he tenido la posibilidad de estar presente en algunas de las audiencias, se ha escuchado a uno solo de los acusados tener la valentía de reconocer su participación en esos crímenes y el hecho de haber sido crímenes que se cometieron en el marco de una política de Estado, en cuyo diseño e implementación tuvieron participación directa los gobiernos estadounidense e israelí, y el apoyo de las dictaduras militares de Argentina y Chile. Ríos Montt dijo en su momento: «no he sido genocida, ni pretendo serlo»; los militares acusados en el caso Molina Theissen negaron su responsabilidad y acusaron a las víctimas de haber «inventado esa historia». La cobardía a flor de piel. Valientes cuando torturaron y violaron a sus víctimas, pero cobardes ante las víctimas sobrevivientes y ante la justicia.

Por eso, es indescriptible el sentimiento que se siente al escuchar a Emma decir a la cara de los militares durante su petición al tribunal

mi cautiverio, la tortura, la violencia sexual, son responsabilidad de los acusados y muy particularmente del señor Zaldaña (…) quiero decirles a los señores acusados, que les devuelvo la vergüenza, que les devuelvo el terror; no puedo deshacerme del dolor y jamás podré deshacerme del asco; los dejo con su odio, porque se necesita mucho odio para hacer lo que nos hicieron. Merecemos justicia, merezco justicia, y quiero que los acusados se queden con todo lo demás, y ojalá que tengan un poquito de honor y nos digan dónde está Marco Antonio.

No se puede describir lo que se siente cuando se escucha y ve a cuatro grandes mujeres enfrentarse a los victimarios y decirle al tribunal, en presencia de ellos, todo aquello que les hicieron y por lo que pasaron.

Pero cuando se escucha a personajes como Estuardo Zapeta, Rodrigo Polo y todo ese grupito de «libertarios», seudoperiodistas, agentes activos de esa extensa red de operadores políticos y mediáticos al servicio de la oligarquía y de organizaciones funestas como la Fundación del terrorismo y Avemilgua, uno no puede menos que sentir asco y repugnancia. Ese tipo de gente deshumanizada, cabeza hueca, que se mueve por dinero, mercenarios del «periodismo» que no tienen ni dos dedos de frente para diferenciar entre justicia e injusticia, que defienden militares criminales de guerra y genocidas, que acusan a las víctimas, no son menos que esbirros, parecidos a los que durante la guerra interna fueron los autores materiales de tanto crimen. Son gente que pertenece y está al servicio de las mismas estructuras de poder responsables de todos los crímenes cometidos durante la guerra interna, que solo alimentan el odio contra las víctimas que reclaman justicia.

Nos conocimos con Emma hace muchísimos años, en el contexto de la militancia política que ambos teníamos; creo que ella ya pasaba de los 20 años y yo tendría unos 16 o 17. Eran los tiempos en los que el riesgo de ser asesinados, desaparecidos y torturados, se vivía segundo a segundo. Emma, como muchos y muchas, cayó en manos de esbirros que se ensañaron cruelmente contra ella; era consecuencia de ese anticomunismo violento, asesino, sembrado hasta el tuétano en el Estado y sus cuerpos represivos. Es la historia de su desaparición, tortura, violaciones, fuga y, en represalia, desaparición de su hermano Marco Antonio de solo 14 años. Son los hechos que el tribunal conoció y por los que condenó a cuatro de los implicados; militares de alto rango que, en ese momento, formaban parte de las estructuras de mando y operativas de la contrainsurgencia.

¡20 años! Sí. Una joven que recién había ingresado a la universidad y que apenas año y medio antes de ser detenida-desaparecida perdió a su pareja, Julio César del Valle, estudiante universitario asesinado junto a Julio Pereira e Iván Bravo, militantes los tres de la Juventud Patriótica del Trabajo, que se preparaban para la celebración de la Huelga de Dolores. Uno no puede dejar de preguntarse y repreguntarse, por más que se haya respondido mil veces, cómo fue posible tanto grado de crueldad contra quienes solo buscaban y aspiraban a tener un país mejor que el de aquellos años, que no tiene muchas diferencias con el de hoy; que la gente de este país algún día pudiera tener una vida digna, con todas sus necesidades satisfechas; que las nuevas generaciones no se enfrentaran a la incertidumbre de un futuro incierto. Nunca dejará de tener sentido aquella frase que dice «no era la muerte tras la que íbamos; íbamos tras la vida».

Esas ideas por las que luchaba Emma le significaron aquello de lo que fue víctima y la desaparición de su hermano. Por ello, la sentencia condenatoria del tribunal presidido por el juez Xitumul contra cuatro de los militares implicados y su orden al Ministerio Público para que continúe la investigación contra otros que resulten responsables, no solo es una forma de resarcimiento para la familia, sino también un acto de justicia contra tanta injusticia. Pero hace falta que se cumplan las medidas de reparación solicitadas por la familia Molina Theissen, entre ellas la declaración de muerte presunta y localización de los restos de Marco Antonio.

La sentencia en el caso Molina Theissen tiene dos aspectos de mucha importancia para la justicia transicional y como reparación a las víctimas: reafirma que la violación sexual se utilizó en Guatemala como un acto de guerra por las fuerzas represivas del Estado, y la desaparición de niños como un acto de extrema crueldad.

Gracias a la familia Molina Theissen, a doña Emma, a Emma, Lucrecia y María Eugenia porque con su lucha inquebrantable han dado tanto a este país. Nos dan un ejemplo palpable de dignidad, integridad y entereza. Algo de lo que siempre carecerán los esbirros y sus testaferros políticos y mediáticos como Zapeta y Polo. Ellas son, junto a las señoras de Sepur Zarco, las víctimas ixiles del genocidio, las de Dos Erres y decenas de miles de víctimas, depositarias de la dignidad de los pueblos de Guatemala y mantienen viva la memoria histórica.


Nery R. Villatoro Robledo

Historiador, investigador social, analista político y columnista de prensa. Ejerce el periodismo de opinión desde hace 25 años. Es autor de estudios sobre la cuestión agraria, la tenencia y mecanismos de acceso a la tierra, y la seguridad alimentaria. Autor de varios ensayos políticos en revistas especializadas, y de más de mil artículos de opinión en varios medios de comunicación escrita.

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