Francisco Cabrera Romero | Política y sociedad / CASETA DE VIGÍA
El sistema educativo sigue siendo una máquina que trabaja para conservar la estratificación social.
Contrario a lo que sucede en otras partes, aquí los hijos de los dueños de la fábrica jamás irían a la misma escuela que los hijos de los obreros de la fábrica. El sistema se asegura de que eso no pase, al mantener a salvo a los niños ricos de mezclarse con los niños pobres.
Aunque se trata de un sistema público, funciona con la reglas del mercado. Cada uno pone a sus hijos en la mejor escuela o colegio que puede pagar. Quienes pueden pagar poco solo pueden elegir entre un colegio de garaje o una escuela pública. Quienes no pueden pagar nada, no tendrán la escuela entre sus propósitos, porque hasta en la escuela pública hay que pagar: inscripción, útiles, uniformes, materiales, fotocopias, día de la madre, del padre, del maestro, elección por votos comprados de la reina del carnaval, de la independencia, del aniversario, etcétera.
Los aprendizajes, salvo excepciones, se cobran en correspondencia con la calidad que se pretende. Si la familia cuenta un gran capital, sus hijos contarán con tecnología, aprenderán idiomas, artes, deportes, tendrán acceso a programas internacionales y sus diplomas serán reconocidos en el primer mundo.
Si la familia no cuenta con un capital, ni siquiera modesto, sus hijos aprenderán a leer y escribir hasta cierto punto, algunas fechas simbólicas, sabrán que existe algo aburrido que se llama Matemática, jugarán futbol con la aspiración de llegar a ser jugadores profesionales y sabrán que existen unas maquinitas electrónicas en las que se puede jugar sin echar fichas. Asistirán a una escuela donde se suspenden las clases frecuentemente para que el sindicato negocie según sean las crisis de gobernabilidad de cada período.
Eso explica que la figura del sistema educativo tenga una parte gruesa en la primaria (aunque en reducción constante) y a la vez una parte muy delgada en la secundaria. La educación primaria es provista mayormente por establecimientos oficiales, mientras que la educación secundaria es provista por establecimientos privados (de pago) y la proporción de familias con capacidad de pago es reducida.
Un mes en un colegio privado de élite puede llegar a costar el equivalente a lo que un jornalero ganaría en una finca durante seis u ocho meses. No hemos mejorado en eso. Mientras, los empresarios se quejan de que los salarios mínimos son los más altos de la región, que eso «resta competitividad».
Claramente, los pueblos indígenas y la población rural tienen menos oportunidad. Hay municipios en los que ni siquiera cinco de cada cien pueden concluir estudios de secundaria.
El caso es que el sistema educativo, salvo excepciones, asegura que la estratificación social se mantenga. Afirma las bases de la pirámide socioeconómica que, una vez cada veinte años, produce el caso de un estudiante brillante que se graduó en un instituto público y que rápidamente es convertido en la prueba viviente de que «si se tiene optimismo se puede triunfar».
No hay cambios que se produzcan desde «arriba». Ni desde «abajo». Ni desde «en medio». Pretender un sistema decente y equitativo se convierte en una ofensa a la moral social, a las buenas costumbres y se trata como un intento por «polarizar» y provocar una «confrontación entre hermanos».
Un pueblo sin educación, o lo que es casi lo mismo, con mala educación; es manipulable. Y cuando escribo esto no necesariamente pienso en quienes hacen gobierno, sino en los poderes reales, constantes y no democráticos.
Con un sistema educativo así se asegura que no haya unidad, democracia, bien común, ni paz.
Imagen principal por Francisco Cabrera Romero.
Francisco Cabrera Romero

Educador y consultor. Comprometido con la educación como práctica de la libertad, los derechos humanos y los procesos transformadores. Aprendiente constante de las ideas de Paulo Freire y de la educación crítica. Me entusiasman Nietszche y Marx. No por perfectos, sino por provocadores de ideas.
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