Los matones vergonzantes de la oligarquía

De nuevo, y solo después de largos y complejos esfuerzos investigativos, el Ministerio Público y la Cicig han logrado sentar en el banco de los acusados a los responsable de la más siniestra y macabra matanza de reos y delincuentes sucedida en el país. No ha sido fácil pues, como criminales de cuello blanco, conocedores de los vericuetos legales y con protectores dueños de grandes fortunas, casi no dejan huellas.

Los crímenes se cometieron durante el gobierno de Óscar Berger, régimen que, propuesto y financiado por el empresariado para consolidar las políticas neoliberales y destruir las organizaciones sociales, no logró ni una cosa ni otra, y si bien se consiguió una significativa reducción del Ejército y la puesta en marcha de la Cicig, dejó en manos de lo más tenebroso de la derecha criminal guatemalteca el control de la seguridad.

Asesinar delincuentes, como supuesta medida para encausar el orden social, es un acto criminal, más aún si se hace usando las estructuras del Estado. Lamentablemente un amplio sector del empresariado nacional simpatiza, apoya y hasta financia esta práctica, producto de una visión extremadamente autoritaria en la que los asesinatos se justifican si son practicados o benefician a los que ilegítima y hasta ilegalmente explotan a los trabajadores.

Perdedores en el debate por la imposición legal de la ineficiente pena de muerte, grupos de empresarios se dieron a la tarea de financiar el asesinato selectivo de delincuentes, usando para ello las estructuras del Estado. Alcanzaron su mayor expresión durante el gobierno de Berger, lo que no significa que antes y después nos las hallan usado para sus aviesos fines.

Como no están comprometidos con el funcionamiento estricto y firme de las instituciones, las que consideran para su uso y beneficio exclusivo, en Pavón asesinaron a unos, pero impusieron a otros aún más nefastos, solo que esta vez eran sus piezas dentro de las cloacas del crimen organizado. Ejecutaron a Luis Alfonso Zepeda y compañeros, para luego imponer a Byron Lima. No reorientaron el funcionamiento de la Granja Penal –que no es una cárcel para criminales peligrosos –, pues en su visión de sociedad no está la reinserción social de los delincuentes, sino el uso de algunos y la eliminación de los que les estorban o desagradan.

Los crímenes por los que se acusa ahora a Carlos Vielman no son los mismos por lo que se le juzgó y, mañosamente, se le declaró inocente en España. Son otros, tan escabrosos e infames como aquellos, lo que hace suponer que la lista es aún más grande. Las pruebas son tan contundentes que la temerosa jefa del Ministerio Público optó por apoyar decididamente la denuncia, a pesar de que sabe que tendrá en su contra a lo más granado de la «gente bien» de Guatemala, esos que piden la muerte inmediata para el desarrapado que asalta y roba, pero que sienta a su mesa al que mata y tortura porque es de los suyos.

La fuga cobarde de Kamilo Rivera, acusado por esos crímenes y quien era viceministro de Gobernación hasta hace pocos días, es una evidencia clara de que el Gobierno actual es copia fiel de esas prácticas criminales, y que en la ya histórica foto en la que se anunció el cierre de la Cicig, estaban en primera fila los que quieren gozar de impunidad para sus crímenes y delitos. Rivera es, tal vez, la más diáfana imagen del actual régimen y su fuga, una muestra de la complicidad del Gobierno con los crímenes que, desde el Estado, se cometen contra la ciudadanía. Pero, posiblemente es evidencia de que, conociendo las prácticas de sus jefes, es candidato a ser eliminado en cualquier momento, como sucedió con Byron Lima y otros miembros de ese grupo de esbirros.

Por todo ello, el juicio contra Vielman y compañeros debe ser entendido como un intento más por poner al país en el camino de la justicia y el Estado de derecho. Nadie es dueño de la vida e integridad de nadie, mucho menos si ejerce un cargo público. Las reveladoras y repugnantes palabras del fallecido Álvaro Arzú, cuando ofreció garrotes a los vendedores de El Amate, deben no solo desaparecer de nuestro lenguaje, sino ser efectiva y profundamente rechazadas. Solo así tendremos, algún día, un país medianamente civilizado.

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