Durante la presente semana, observamos tres sucesos que marcan el retroceso que ha sufrido el país, los cuales resultan preocupantes por sus implicaciones en el socavamiento de la Constitución Política y que involucran a los tres organismos del Estado.
En primer lugar, la posición del Organismo Ejecutivo que abiertamente desobedece la ley, al irrespetar la resolución de la Corte de Constitucionalidad que autoriza el ingreso del comisionado Iván Velásquez al país. Por si fuera poco, tanto la ministra de Relaciones Exteriores, el ministro de Gobernación y el vicepresidente han dado declaraciones donde señalan que no acatarán lo indicado por la Corte. Aún más, el presidente de la República asistió a la asamblea anual de las Naciones Unidas ofreciendo un discurso donde miente acerca de su apoyo a la lucha contra la impunidad y argumentó que su gestión se encuentra libre de cualquier tipo de acusación al respecto. También expuso sus exigencias para el secretario general de esa organización, para que se renegocien los términos del acuerdo de la Cicig que vence en septiembre del próximo año, ante la negativa de su prórroga.
Detrás de su planteamiento, basado en el ejercicio de la soberanía, se esconden las intenciones de reiniciar a gran escala con las prácticas de corrupción que se han observado durante décadas en el país. Además, pretende la continuidad de relaciones de poder e influencia basadas, por un lado, en el financiamiento electoral ilícito por parte del sector privado y el narcotráfico, y, por el otro, en el respaldo de las fuerzas armadas. El juego consiste en dar el tiempo suficiente para que se desarrollen unas elecciones que ante la crisis presentan más incertidumbres que salidas políticas viables.
Lo que realmente ha ocurrido es un golpe de Estado, pues la desobediencia de lo resuelto por la Corte Constitucionalidad en relación a la Cicig por parte del Ejecutivo, rompe el orden legítimo. La fragilidad de la unidad se mantiene por la vía de la fuerza y el miedo que el presidente pretende transmitir con un ejército comandado por su lado oscuro, y que una vez más deja a los guatemaltecos sin resolver por la vía legal los problemas políticos más profundos.
En segundo lugar, observamos un Organismo Legislativo que en su mayoría está implicado en acciones de corrupción y que forma parte esencial en el entramado de la impunidad. De manera vil intentaron aprobar dos leyes que reservan para sí el control total de los procedimientos de antejuicio y la modificación del Código Penal en lo referente al financiamiento electoral ilícito, exculpando a los secretarios generales de los delitos cometidos en ese sentido. Por si fuera poco, el Congreso ha sido un punto focal de la alianza con grupos religiosos ultraconservadores que quiebran el Estado democrático y la libre expresión de la ciudadanía, y no se contentan con prohibir la educación sexual, el reconocimiento de los derechos de la comunidad LGTBIQ, sino que ahora prohíben expresamente la entrada de agrupaciones musicales y hasta géneros de música. Realmente están convirtiendo al país en un Estado confesional comparado a una nueva forma inquisitoria de conducir la cosa pública. Lo que los diputados hacen del país es un territorio marcado por el oscurantismo.
En tercer lugar, el Organismo Judicial, en una sentencia sin precedentes, acepta que en Guatemala sí hubo genocidio. Pero no existen responsables de las masacres y del exterminio. Este ha sido uno de los delitos más flagrantes que se han cometido en contra de la nación, pero se desvanece a los responsables. Un absurdo que solo recuerda lo dicho por el propio presidente, aunque no demos crédito de ello: se persiguen los delitos, no las personas.
Lo temible de esta posición consiste en que al pueblo solo le quedan pocas alternativas en el marco de la ley para resolver los problemas del país.
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