A muchas de nosotras cuando fuimos adolescentes se nos asignaron labores domésticas que, además de alivianar la neurosis de nuestra jefecita santa, nos permitieron adentrarnos en las responsabilidades de la vida adulta. Muchas veces se nos dijo que cuando mayores y casadas deberíamos saber cocinar, llevar una casa. Que una mujer que no ponía atención a la limpieza de su hogar era mal vista. A cuántas de nosotras se nos dijo que no se nos iba a criar como huevonas ni mucho menos mugrosas –ni dios lo mande-. Y aunque siempre me sentí una princesa caramelo, de lavar mi ropa, alzar mi cuarto o asear un área de la casa no estuve exenta. El tiempo pasó. Supe del empoderamiento femenino, de que no somos objeto ni gatas de nadie. Pero, mi neta fue que cuando contraje nupcias me dediqué gran parte del día a limpiar y ordenar mi nidito de amor. Aunque en las orejas me rezumbara la frase maldita: el quiaser envejece, embrutece y nadie te lo agradece, yo cumplí al pie de la letra aquello de ser la joven esposa que pasaba la prueba rechinando de limpio. Así que cuando por azares del destino unos años después regresé a la soltería, me volví floja, pasiva, despreocupada, en pocas palabras, vaquetona, pero empoderada. Ya no tenía que quedar bien. No debía lavar ni planchar a la perfección la camisa de nadie. Ya no estaba obligada a demostrar que era toda una mujer. Mi amor no era medido por qué tan limpia mantenía la cocina. Mi pasión no dependía de levantar del baño los calzones sucios de mi pareja. Así que limpieza y amor dejaron de ser sinónimos.
Sé que muchas personas que cohabitan un mismo espacio, unidas por amor terminan odiándose por culpa de las labores domésticas. Un “no sabes cocinar”, “increíble que no sepas usar una lavadora”, “ayúdame levantando tus chingaderas”, o la máxima de todas “que no venga tu madre a decirme cómo debo hacer las cosas”, las llevan al fracaso. En México es bien sabido que tener una “muchacha” que trabaje en castigado terreno ayuda a la estabilidad de cualquier matrimonio, sin mencionar que nos da estatus. Pero, como preguntara el príncipe de la canción, José José: Dónde está el amor. La vida da muchas vueltas y al son de Amor, amor si me escuchas y me puedes ver, no me cierres tu guarida, llena un poco de mi vida, llena un poco de mi ser. Veinte años después me casé nuevamente, nos mudamos a la muy tradicional y nada relajada campiña alemana. Aquí las mujeres mantienen la casa súper ordenada (sin ayuda de trabajadoras domésticas), los jardines parecen de concurso y el fin es igual que en Latinoamérica, depender del qué dirán. Por fortuna mi esposo y yo salimos de acuerdo en el tema. No hay necesidad de despeinarse y no tenemos mayor problema.
Hace pocos días conocí la historia de Herr Weber, un hombre que a lo largo de su vida sufrió profundas depresiones. Se casó con una mujer que también tuvo una historia llena de sufrimiento, pero juntos (eso me gusta pensar, pensar que el amor en cualquier parte del mundo mueve los corazones más duros, los más lastimados, los profundamente solitarios), desearon tener una mejor vida formando una familia. En su caso, su casa era un reverendo desmadre. Los dos medicados, sin trabajo, dependientes de las terapias y los servicios sociales, estuvieron a punto de perder la custodia de su hijo. Después de un tiempo accedieron a separarse, pero no porque su relación estuviera acabada, no. Sino como opción de una nueva forma de convivencia. Otra manera de amarse y amar a al niño. Así que Frau Weber se trasladó a un nuevo departamento, al chiquillo lo ingresaron a un internado de tiempo completo y don Weber permaneció en su antigua casa. En un inicio el lugar idóneo para la visita semanal del chico era el espacio del padre porque era lo menos sucio, era mejor en ese momento. Ahora, Frau Weber se puso las pilas, su departamento está limpio, ordenado así que el pequeño y el marido acuden con la madre. Ellos siguen siendo una familia, los Weber son pareja, pero su amor se rige por un código de bienestar que de principio está generado por hábitos de limpieza.
Mi pregunta sigue en el aire, dónde está el amor. Puede estar cansado, puede estar encadenado, quizás esté dormido a la sombra de un olvido. Me lo cuestiono seriamente aquí frente a mi computadora después de asear la cocina y de que mi esposo me trajera una taza de café endulzada con un besito en la frente. De fondo musical la lavavajillas en acción.
Maya Lima

(México D. F. 1973). Poeta, cuentista, lectora en voz alta y promotora cultural. Autora de los poemarios El síndrome del desierto (2013) y Gerontofilia de una reina (2015). Ha participado en más de diez antologías de cuento y poesía en México. Es una de las fundadoras del grupo Cabaret Poético (performance poético de burlesque), presentándose en diversos foros de la ciudad de México. Fue responsable operativa de la Casa del Poeta José Emilio Pacheco del Instituto Municipal de las Artes en el municipio de Tlalnepantla de Baz, Estado de México. Actualmente radica en Alemania.
0 Commentarios
Dejar un comentario