Marco Vinicio Mejía | Arte/cultura / TRINCHERA DE FLORES
El dolor no es sagrado. Es el crujido seco de los maderos, el eco de caídas con la cruz a cuestas, el suplicio de los cantos frotados de los caminos del agua. Es el martirio producido por la astilla perenne, clavada en el esmalte del microplaneta llamado corazón del hombre. El sufrimiento no era venerable en aquellos hombres y mujeres atrapados por recuerdos inmediatos. En la hora de las sombras, los méritos naufragaron como hojas marchitas, abandonadas tras festejos copiosos y nubes erráticas, insolentes en su brevedad. Es el dolor abandonado por la culpa, que no alcanzaba a ser expiado en la procesión de los lamentos y los remordimientos a flor de piel.
La mirada vidriosa se perdía en el vaivén del ciempiés implorante, en el sordo arrastrar de pasos nunca dados. El lamento no se extravió en la marcha de sones producidos por metales relucientes, portados por músicos de trajes raídos. No es el olor recuperado en las calles rampantes, impregnadas de sudor y corozo purificante. Lo que fluye no es tan antiguo, pues la sangre siempre ha brotado fresca. De otro modo, hablaríamos de piedra. Sangre tan profana que se adelantaba a la queja, gozoso escape de los sentidos en la batahola de rumor, veneración y recogimiento. Agonía sin contrincante, arena sin sangre, fractura sin hueso, lágrimas sin vapor. No hubo sacrificio, ni renuncia, ni fatiga que apartaran el cáliz amargo. Es una tregua, duramente adivinada bajo la cachucha del cucurucho que por un momento había vencido la mirada torva y la pasión oscura.
Los golpes secos exponen la carne efímera, repetida en el desahogo de látigos, serpientes que despiertan tras un año de permanecer guardadas en la caja de los intemporales. Es el dolor sentido con mansa aspereza en el luto de las mujeres y en la violenta piedad del morado polvoriento de los hombres. Seres anhelantes y derrotados por la culpa, tiernamente amada, cruelmente destruida. Pies que no quieren recordar los pasos de otras noches negras, o bien, pasos que no se dan, pero se sueña en ellos, como venganza contra sí mismos.
Todo es silencio. Todo es pavor. Ruido sobrecogedor que quiere barrer lo que las estrellas puras y la blanca luna parecen acusar. Gritos escritos en piedra, que han de quedar afuera, pues para eso estaba allí, desnudo y fogueado en sangre, el Cristo del silencio. El dolor no es sagrado. Es el ruido de lanzas arrastradas y quejas retenidas en los hombros dislocados. Es también el rumor de todas las aldeas, que siempre bajan del frío para ser devoradas por la costa, caravanas eternamente serpenteantes en busca de comida o esperanza. Ese Cristo de la columna, con el mundo a cuestas y todos nuestros lanzazos en su costado, apenas coagulado, es la encarnación del oprobio que desespera. Es el amigo en la postura de quien amanece un día después para que renazca la alegría de vivir más dentro de nosotros mismos.
Espera. A veces nos acordamos de ella en la esquina de la historia, con el aserrín a punto de dispersar todos sus colores de asombro, en la noche acordada por saxofones angustiantes y tambores llenos de trapo, frente al cortejo macerado de siempre suplicantes.
Hoy nos vemos en esa misma esquina, ateridos, frente al Cristo que siempre ha estado allí. Manos del Cristo macerado a golpes, carne patibularia de un ayer que nunca parecemos recuperar, flor del futuro, ojos del niño renacido que no tiene a donde ir.
Marco Vinicio Mejía

Profesor universitario en doctorados y maestrías; amante de la filosofía, aspirante a jurista; sobreviviente del grupo literario La rial academia; lo mejor, padre de familia.
Correo: tzolkin1984@gmail.com
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