Discurso de lanzamiento de Filgua 2019, a cargo de Luis Aceituno

-Luis Aceituno | PUERTAS ABIERTAS

Contaba Ray Bradbury que el día que se enteró de los tres incendios que sufrió la biblioteca de Alejandría, se puso a llorar a mares. Tenía nueve años y una fiera convicción de que los libros eran la única puerta hacia lo desconocido, la única manera de romper las barreras que nos impone el tiempo presente y poder desplazarnos sin ningún tipo de restricciones por el pasado y por el futuro, vivir vidas que no vivimos y habitar realidades insospechadas que nuestra propia finitud no nos permitirá alcanzar.

Se sabe que la biblioteca de Alejandría encerraba todos los libros del mundo, es decir, todo el conocimiento que nos permitió ser humanos, toda la memoria de los hombres y las mujeres que habían habitado este planeta. Su destrucción nos impedía saber quiénes fuimos, por qué estábamos aquí, hacia dónde nos dirigíamos.

Nací a finales de los años cincuenta del siglo pasado, casi en el mismo momento en que cientos de libros ardían en hogueras frente al Palacio Nacional de Guatemala. Con esto se inauguraba una de las épocas más oscuras de la historia patria. Durante muchos años, aspiré el humo de la catástrofe, esa calcinación del pensamiento que me llegó a provocar asfixia. Cuando tenía la misma edad en la que Bradbury lloró por la destrucción de la biblioteca de Alejandría, soldados y policías cateaban casas a la búsqueda de libros sospechosos, tan peligrosos como las bombas y las armas, tan poderosos que podían botar gobiernos.

Si algo hay que reconocerles a los dictadores de antaño, es la conciencia que tenían del peso de la palabra escrita. La perseguían, pero la respetaban y le temían, sabían que podía arrastrarlos a la gloria o la ruina. Ubico tenía tres fobias: los comunistas, los ladrones y los poetas. Estos últimos, gente de mal vivir, holgazanes, borrachos, fracasados y, sin embargo, capaces para él de provocar cataclismos, de hacer volar su poderío en mil pedazos. En Guatemala no solo quemaron libros, también quemaron poetas: Otto René Castillo, Roberto Obregón, José María López Valdizón, Luis de Lión, Alaíde Foppa…

Y sin embargo, pese a la barbarie, pese a la oscuridad y a los malos augurios, todo lo que se sobre la vida, sobre el mundo en el que habito, sobre la sociedad a la que pertenezco, todo lo que sé sobre mí mismo, lo aprendí en los libros, prohibidos o no, perseguidos o tolerados. Apenas estaba empezando a descifrar la realidad, cuando mi abuela me leía Los cuadros de costumbres de Pepe Milla y Las tradiciones de Guatemala de José Batres Montufar. Aún los visito de vez en cuando y les agradezco el oxígeno que me proporcionaron, las puertas que me abrieron, el destino que me trazaron, la vida que me regalaron. Con ellos intuí por primera vez que existían otras realidades, no solo la mía. Por ellos llegué a la palabra escrita, descubrí la lectura y el poder y la belleza que puede encerrar la metáfora.

Una sociedad sin libros está demasiado cerca del desastre, es una sociedad sin imaginación ni memoria, sin posibilidad de futuro. «Si los libros desaparecen, desaparece la historia y también desparecen los seres humanos», escribía Susan Sontag en su Carta a Borges. Los libros nos ofrecen la posibilidad de comprendernos y de comprender a nuestros semejantes, la posibilidad de entendernos a pesar de nuestras diferencias y nuestras contradicciones, la posibilidad del diálogo y la supervivencia.

Desde la Ilustración, toda democracia se ha fundamentado en la libre circulación de las ideas, y la única posibilidad de que todos podamos acceder a ellas es mediante los libros y la discusión sobre los mismos. Una sociedad que lee está menos expuesta al dogmatismo, al fanatismo, a la mentira como instrumento de confusión y de dominio político. Y, por supuesto, está más abierta a la razón y al conocimiento. Es por todos sabido que en Guatemala atravesamos por una crisis de legitimidad institucional a la que nos es difícil encontrarle una salida. La corrupción y la violencia han hecho tambalear el frágil sistema democrático en el que nos sostenemos. La solución, lo sabemos, no puede venir de las armas sino de la reflexión y el pensamiento crítico. Tengo la convicción de que mientras haya libros circulando, existe aún la esperanza de un futuro en el que quepamos todos, un futuro más humano, más justo, más digno.

Es aquí en donde espacios como la Feria Internacional del Libro se convierten en una posibilidad para entendernos, para dialogar con la historia, para enriquecer nuestra imaginación, para proveernos de ideas que nos proporcionen una luz para salir del atolladero. En sus inicios, la Filgua nos anunció que una nueva sociedad estaba naciendo, que podíamos abandonar las confrontaciones para construirnos mediante el conocimiento y la palabra. Era una apuesta por una sociedad mas enterada, más crítica, más creativa para encontrar respuestas a todo aquello que nos interrogaba desde el presente y el pasado, era una apuesta por la democracia y el futuro.

En las sociedades actuales, leer continúa siendo un acto de resistencia contra la desesperanza y la desesperación. Si bien es cierto que los libros ya no se encuentran amenazados por el fuego, sí cada vez más son relegados de la existencia diaria por esa avalancha de banalidad y entretenimiento sin contenido que corroe todas las esferas de la vida pública, incluyendo la política. El entorpecimiento de la facultad de pensar, íntimamente ligada a la letra escrita, ha sido la estrategia de todo tipo de autoritarismos para desconectar a los ciudadanos de la realidad y convertirlos en seres pasivos sin capacidad de discernimiento.

La Filgua es una invitación para salir de nuestra apatía y nuestra indiferencia y conectarnos con el mundo, una invitación a empaparnos de nuevas ideas y propuestas, de navegar por el universo de la letra escrita, tan lleno de placeres y conocimientos. «Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado que hay dentro de nosotros», decía Franz Kafka.

Este año la Filgua está dedicada a Chiapas, un territorio que guarda una íntima relación con nuestra historia patria más allá de los tratados y las guerras. El primer Aceituno que llegó a América era un aventurero español pobre y fracasado que estuvo algún tiempo vagabundeando por el territorio chiapaneco. Un día desapareció en el camino hasta que fue a parar a La Antigua Guatemala, en donde se convirtió en ayudante de Bernal Díaz del Castillo, que era escribano público. Esto me lo contó Eraclio Zepeda y de seguro me estaba tomando el pelo, pero él tenía esa asombrosa capacidad de fabular que a uno no le quedaba otra que aceptar que era cierto. Hace muchos años, tuve el privilegio de pasar una semana con Eraclio en la Casa Internacional del Escritor, en Bacalar, Quintana Roo, y me contó historias maravillosas sobre las conexiones entre nuestros pueblos. Guardo celosamente un libro suyo que me regaló al despedirnos con la historia de la marimba. A Chiapas también me une esa devoción que nació en mi adolescencia por uno de los grandes poetas de la lengua española, Jaime Sabines, uno de los responsables de mi pasión por la literatura. Y luego esas presencias totémicas que han poblado nuestras lecturas como Rosario Castellanos, Juan Bañuelos, Óscar Oliva, Efraím Bartolomé…

La Filgua permite estos reencuentros a través de la celebración de los libros y la palabra. Esperemos que este oasis para la libertad de pensar e imaginar, o lo que es lo mismo para la libertad de leer, siga siendo una realidad por muchos años.


Luis Aceituno

Periodista, crítico y escritor guatemalteco.

Puertas abiertas

2 Commentarios

Edgar 01/07/2019

Excelebnte,hemos perdido el camino por lo borroso de la guía que se recibe por la política educativa implementada por gobiernos corruptos

Luis Eduardo Rivera 30/06/2019

Un artículo inteligente, que pone los puntos sobre la importancia de los libros y de la lectura en la vida individual y social. La lectura es sin duda el medio más eficaz para combatir la ignorancia disfrazada de sabiduría, nos proporciona las herramientas y los elementos indispensables para analizar el mundo en que vivimos; tanto los libros de creación literaria como los textos teóricos o especulativos sobre las sociedades dentro de las que nos movemos nos ayudan a comprenderlo mejor y decodificar los argumentos de quienes ostentando el poder económico, político, social y mediático tratan de hacérnoslos pasar como verdades incuestionables. Los buenos libros son hasta el día de hoy, la vacuna infalible contra la grandilocuencia, la tontería y el embrutecimiento colectivos.

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