-Iván Velásquez Gómez | ENSAYO–
El próximo 3 de septiembre concluye, por decisión del gobierno de Guatemala, una singular experiencia de cooperación internacional cuyo éxito –a pesar de las dificultades de los últimos meses– tal vez ni sus gestores, verdaderos visionarios, alcanzaron a imaginar.
Es mucho lo que se ha logrado hacer en el país con el apoyo de la Comisión, pero esencialmente por el trabajo de los y las guatemaltecas que desde hace muchos años –y con mayor intensidad desde el 2015– se han preocupado por el estado de su democracia, de su justicia, de la impunidad, en fin, de la vigencia real de un Estado de Derecho
Permítaseme hacer un poco de historia:
El 12 de diciembre del 2006, casi 10 años exactos después del acuerdo de paz suscrito el 29 de diciembre de 1996 que puso fin a 36 años de conflicto armado, el Gobierno de Guatemala y la Organización de Naciones Unidas firmaron un convenio mediante el cual crearon la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala, un organismo de carácter internacional cuyo mandato fundamental se diseñó alrededor de una aspiración propia del optimismo reformista que se genera en las sociedades cuando salen de un largo conflicto interno: la construcción de democracia.
Bien sabían que uno de los más grandes obstáculos para lograr avanzar seriamente en ese proceso era la existencia de los cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad, CIACS, organizaciones criminales de altísimo poder a cuyo desmantelamiento se había comprometido el Estado en el Acuerdo Global de Derechos Humanos firmado en México el 29 de marzo de 1994 entre el Gobierno de Guatemala y la insurgencia representada por la URNG.
Esa claridad quedó plasmada en el mencionado Acuerdo de constitución de la Cicig, en el que se definió a los CIACS como aquellos grupos que actúan ilegalmente para afectar el pleno goce y ejercicio de los derechos civiles y políticos y que están vinculados directa o indirectamente con agentes del Estado o cuentan con capacidad de generar impunidad para sus acciones ilícitas, noción que en la época del conflicto armado interno y en el posconflicto temprano aludía a las delictivas estructuras paraestatales encargadas de la represión de toda forma de disidencia, aunque ciertamente no era esa la única motivación pues siempre tuvieron el interés de fortalecer su poder por la vía de la apropiación de Estado.
Pero ese concepto de CIACS ligado a la contrainsurgencia no podía considerarse estático, pues era evidente que la evolución del Estado y de la sociedad, la mayor apertura democrática –por lo menos formalmente– hizo que los CIACS se adaptaran a los nuevos tiempos y se convirtieran en lo que hemos denominado redes político-económicas ilícitas –RPEI– que se organizan de manera oculta para realizar actividades legales e ilegales con tres propósitos bien definidos: 1) acumular y ejercer poder ilegítimo público o privado, 2) enriquecerse ilícitamente y 3) generar impunidad para sus miembros y aliados.
Así, aparece más claro que el propósito fundamental de los CIACS, en tanto redes político-económicas ilícitas, ha sido siempre el de capturar al Estado, que por definición debería ser generador del bien común y defensor de intereses generales, para aprovecharlo en su beneficio.
Con este entendimiento, pero aún sin dimensionar la magnitud del fenómeno, a principios del 2014 se diseñó un plan general de investigación que pretendía verificar en todos los poderes públicos algunas hipótesis que se habían conocido sobre graves hechos de corrupción. Los primeros resultados se produjeron ese mismo año, al descubrir un gran foco de corrupción en el sistema penitenciario que había sido entregado por el gobierno del Partido Patriota a Byron Lima Oliva y una estructura sicarial en Izabal al servicio de Haroldo Mendoza Matta, seguidos del que se constituyó en un hito en la historia judicial y social guatemalteca, el conocido caso «La Línea» el 16 de abril del 2015, culminando esa primera etapa el 2 de junio del 2016 con el caso denominado «Cooptación del Estado de Guatemala».
No me detendré en la reseña específica de otras importantes investigaciones presentadas ante los jueces a lo largo de estos años, cuya detallada relación se anexa al informe final entregado en este seminario y además son analizadas en el informe Guatemala: un Estado capturado, que será dado a conocer en los próximos días. Basta con afirmar ahora que las investigaciones han permitido dejar al descubierto la corrupción en los sistemas de salud, aduanas y penitenciario y en los organismos ejecutivo, legislativo y judicial; los vínculos entre la política y la corrupción y entre el lavado de dinero y la política; las relaciones entre jueces y abogados constituidos en bufetes de la impunidad; redes de narcotráfico y poder local; empresarios financiando ilícitamente campañas políticas y obteniendo los beneficios de la contratación estatal y, en todo caso, distorsionando la democracia; en fin, una intensa actividad investigativa producto de la cual se encuentran procesados o condenados –para citar solo algunos comprometidos en esos hechos– 2 expresidentes de la República, una ex vicepresidenta, 2 magistrados de la Corte Suprema de Justicia y algunos jueces y magistrados de sala, un expresidente del Banco de Guatemala, casi dos decenas de exministros, varios diputados incluyendo 3 presidentes del Congreso de la República, un presidente del Instituto Guatemalteco de Seguridad Social, un director del sistema penitenciario, 2 superintendentes y otros funcionarios de la administración tributaria, alcaldes, altos funcionarios de instituciones bancarias y otros empresarios.
Esta parcial pero impresionante relación muestra el círculo de captura plena del Estado, que garantiza el espacio para que la corrupción se pueda desarrollar en todo el sistema político, económico y social del país; una corrupción sistémica o estructural, con vocación de permanencia –más allá de la vigencia de un gobierno– que permea inclusive la cultura del pueblo y relaja las barreras éticas de la sociedad.
Mucho más desolador este panorama, si se considera además cómo se viene afianzando el poder violento y corruptor del narcotráfico, que ha penetrado todos los niveles y extiende su accionar impune a numerosas regiones del país. Según cifras del Departamento de Estado de los Estados Unidos, en el 2017 llegaron a Guatemala 1 400 toneladas de cocaína de las cuales, de acuerdo con los datos oficiales del Ministerio de Gobernación, la Policía Nacional Civil decomisó 13.6 toneladas, menos del 1 % de toda la cocaína que tocó territorio guatemalteco! En cuanto al poder territorial, un estudio de las elecciones del pasado 16 de junio identifica que 60 gobiernos municipales –es decir, una cuarta parte de las alcaldías– fueron ganados por conocidos narcotraficantes.
¿Cómo puede construirse, en estas condiciones, una cultura de legalidad? ¿Cómo pueden lograr respeto ciudadano las instituciones públicas?
La actividad investigativa de la Cicig, los éxitos del 2015 apoyando al Ministerio Público, recibió amplio respaldo de casi todos los sectores sociales. Un espontáneo y genuino movimiento popular se manifestó en plazas y calles del país durante 22 semanas y a las voces de rechazo a la corrupción y de apoyo a la fiscalía y a la comisión, se sumó la exigencia de reformas institucionales y jurídicas. Se conformó entonces la Plataforma por la Reforma del Estado, liderada por la Universidad de San Carlos, pero su existencia fue efímera. El gobierno de transición que asumió luego de la renuncia del presidente Pérez Molina fue incapaz de liderar el proceso de cambio.
Entre tanto las investigaciones seguían penetrando las raíces de la captura del Estado y el temor a que se descubriera cómo funcionaba el mecanismo y el entramado de redes político-económicas ilícitas, generó en el segundo semestre del 2016 una contraofensiva liderada por importantes empresarios, en la que participaron también diputados del Congreso de la República, exmilitares, algunos funcionarios judiciales y un gran porcentaje de los procesados que viven a sus anchas en una cárcel militar. Bien planeada y mejor financiada, desataron una campaña de difamación a todos los niveles y difundieron, al amparo de costosos lobistas en Estados Unidos, falsas acusaciones de sesgo ideológico en las investigaciones y de persecución política, llegando al extremo de atribuirle a la lucha contra la corrupción la responsabilidad de la situación económica del país, de la disminución de la inversión extranjera, de la polarización que también alimentaron y hasta de un estado de inseguridad jurídica propiciado por la guerra a la corrupción!
Todo ello, con el respaldo de un gobierno que para anunciar el 31 de agosto de 2018 la no renovación del mandato de la Cicig más allá del 3 de septiembre de 2019, se hizo acompañar de varias decenas de oficiales de la fuerza pública mientras las instalaciones de la Comisión eran asediadas por vehículos militares artillados.
Ahora, la contraofensiva se dirigirá a las instancias judiciales para rescatar a los suyos de la acción de la justicia. Quizás logren su propósito. Tal vez sean absueltos todos los acusados que durante estos años han sido presentados ante los tribunales; posiblemente consigan frenar investigaciones en curso o que se inicien otras que los pudieran comprometer; tal vez pueden negociar criterios de oportunidad con quienes ahora se muestran indignados porque por una vez estuvieron sentados en el banquillo de los acusados; pueden incrementar sus campañas de desprestigio y señalarnos de haberlos perseguido por razones políticas como lo vienen haciendo tantos corruptos de América Latina; pueden pretender criminalizar a jueces, fiscales y funcionarios de la Cicig que actuaron honestamente con la convicción de aportar al proceso de recuperación del Estado; pero no podrán enceguecer de nuevo a la población que ya ha visto la realidad.
Los corruptos pueden obstaculizar investigaciones, pueden comprar absoluciones, pero no pueden comprar la conciencia de una sociedad. Si la impunidad impide que haya reproche penal, que la verdad permita que haya reproche social.
En todo caso, son miles y miles los hombres y mujeres de Guatemala que confiaron en nosotros y con los que compartimos su sueño de construir un país en el que todos sus habitantes tengan derecho a la vida digna.
Es que el legado de la Cicig tiene una dimensión intangible, pero imborrable por su peso histórico. Abrió una coyuntura que contuvo el camino de Guatemala hacia el Estado fallido al derrotar la etapa simbiótica (criminalidad y sistema político se necesitan y se alimentan mutuamente) de evolución de las estructuras mafiosas.
Al desnudar al statu quo, la Cicig provocó –sin que necesariamente haya sido su propósito– la expansión de la conciencia de la sociedad sobre la naturaleza de la estructura de poder político y económico. La leyenda urbana sobre la corrupción del poder y el egoísmo de las élites económicas se convirtió en verdad jurídica, y eso tendrá impactos a mediano y largo plazos.
Naturalmente, dado el contexto político problemático que rodea el fin del mandato de la Comisión, no se puede hablar con seguridad, por ahora, que sea sostenible el legado de transferencias de capacidades técnicas. Tampoco a otros organismos del Estado con los cuales trabajó Cicig codo a codo. Visto desde otra perspectiva, la Cicig puso de manifiesto que Guatemala requiere el apoyo de la comunidad internacional para enfrentar con éxito las estructuras de corrupción e impunidad.
El legado de la Cicig se podrá identificar en el corto plazo en las reformas normativas que aprobó el Congreso, en la formación del recurso humano en varios campos como la investigación, el método de análisis y construcción de casos judiciales para develar y procesar complejas y poderosas redes criminales, así como en una capacidad de litigio y una interpretación más dinámica de las normas, cuestionando la tradicional hermenéutica, literal y dogmática de los códigos jurídicos por parte de los operadores de justicia.
Pero también la reacción de las redes político-económicas ilícitas, como acabo de expresarlo, se traducirá muy probablemente en el corto plazo en un esfuerzo sistemático por anular esos aportes y reescribir la historia de los últimos doce años satanizando la Cicig y sus aportes. En el plano meramente político, el statu quo ha emprendido su propia tarea de recuperar el control del sistema de justicia, lo cual incluye aislar y procurar la muerte civil de los operadores de justicia independientes; sin embargo, no les resultará una tarea sencilla ni con el éxito garantizado, pues la ciudadanía se resentirá y los medios independientes seguirán denunciando la corrupción, la ineficiencia del sistema de justicia, los privilegios que favorece y la impunidad que produce.
Deben saber los que pretenden retornar al reino de la impunidad que el retroceso de la justicia impactará, además, negativamente en la economía y en la gobernabilidad democrática. Las inversiones sostenibles, locales y extranjeras, seguirán paralizadas, ralentizando el crecimiento general de la economía. Seguramente se ampliará la brecha de la desigualdad social y se profundizará la pobreza, lo cual se reflejará en los índices de desarrollo humano.
El nuevo vigor y sensación de triunfo que ya se percibe entre las mafias y quienes operan mediante transacciones corruptas, volverán a Guatemala, una vez más, en fuente de inseguridad en la región. Al enseñorearse las estructuras criminales y de corrupción, será mucho más complicado el control del trasiego de drogas y de las corrientes migratorias irregulares, que aumentarán en volumen.
Por otro lado, abordar de manera eficiente la identificación y procesamiento de los CIACS –como lo hemos logrado– significó desarrollar operacionalmente el concepto de Cuerpos Ilegales y Aparatos Clandestinos de Seguridad, considerando que estos, como cualquier organización criminal que configura según sus necesidades su hábitat, evoluciona, sea con mandos permanentes o rotativos. Los CIACS funcionan como un engranaje probado exitosamente y son capaces de adaptarse a circunstancias cambiantes. A la vez, han adquirido la lógica de empresas ilícitas incidiendo y dominando campos cada vez más amplios, que robustecen su poder y su permanencia. Como lo hemos dicho repetidamente y nuestras investigaciones lo confirman, los CIACS del posconflicto llegaron a cooptar el sistema político y sus representantes han capturado instituciones estatales contaminando así el régimen democrático; es más, desnaturalizándolo y vaciándolo de contenido.
Confío plenamente en la capacidad del pueblo guatemalteco para superar estos tiempos de adversidad; que como lo ha hecho en el pasado y lo demostró a lo largo del 2015, podrán recuperar el camino del proceso transformador que entonces iniciaron en la construcción de un verdadero Estado de derecho en el que la dignidad humana tenga plena realización, opere una robusta institucionalidad de justicia y una nueva ciudadanía se empodere de todos los espacios públicos y reivindique su incidencia en la administración del Estado, bien mediante mecanismos de participación directa o bien fortaleciendo herramientas de control y vigilancia de quienes ejercen los poderes públicos. En la convicción de ustedes, en la mente y en el corazón de ustedes, guatemaltecos y guatemaltecas, estará dar el paso definitivo hacia el futuro.
Fotografía principal por Omar Solís, tomada de Publinews
Iván Velásquez Gómez

Jurista colombiano, actuó en su país como procurador departamental (Antioquia) 1991-1994, magistrado del Consejo de Estado, 1996-1997, y director general de fiscalías de Medellín, 1997-1999, donde se enfrentó legalmente a los grupos paramilitares, que aterrorizaban el país asesinando civiles, para hacerlos aparecer como guerrilleros, logrando la incautación de millones de dólares que ilegalmente esos grupos manejaban. Miembro de la Corte Suprema de Justicia 2000-2012, donde se destacó por sus investigaciones contra la corrupción, llevando a juicio a decenas de diputados y paramilitares, develando, además, las estructuras criminales de la narcopolítica. Desde 2014 es el responsable de la Comisión internacional contra la impunidad en Guatemala.
Un Commentario
Iván Velásquez, Honorable y Reconocido Comisionado de la CICIG en Guatemala, tiene toda la razón cuando en su discurso inaugural del Seminario Internacional “El Combate a la corrupción e impunidad en Guatemala: ¡juntos lo hicimos!”, que desnuda la asquerosa situación en que se encuentra Guatemala con la telaraña de los invisibles hilos de los cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad, CIACS, metamorfoseados al estilo Kafkiano en las flamantes clicas de cuello blanco, civiles y militares, con supuestos nombres de honorabilidad y largas trayectorias de éxitos en su arrastrarse a las cumbres del ambicioso poder denominadas “redes político-económicas ilícitas –RPEI– que se organizan de manera oculta para realizar actividades legales e ilegales con tres propósitos bien definidos: 1) acumular y ejercer poder ilegítimo público o privado, 2) enriquecerse ilícitamente y 3) generar impunidad para sus miembros y aliados”, tiene absoluta razón cuando nos plantea la interrogante: ¿Cómo puede construirse, en estas condiciones, una cultura de legalidad?
Indiscutiblemente, la correcta respuesta a esa interrogante convertida en reto político y social, no puede ser otra que la realización de una cirugía mayor en todos los aspectos y sectores de la sociedad y sustantividad guatemalteca, la cual no podrá realizarse con los honestos pero frágiles, insuficientes, esfuerzos del quehacer aislado de determinadas personas y/o organizaciones sociales o pequeños partidos políticos fraccionados en sus posibles capacidades e intenciones de construir una plataforma única unitaria para la realización de la requerida cirugía mayor.
Su segunda interrogante apunta hacia, ¿Cómo pueden lograr respeto ciudadano las instituciones públicas? En este caso, considero imprescindible reelaborar el planteamiento de la pregunta reto, en el sentido de que no es suficiente que la institución publica alcance el respeto y reconocimiento de la ciudadanía, sino muy al contrario, que la ciudadanía dirija, controle, fiscalice a esas instituciones publicas al grado que las mismas entiendan que las personas inmersas en esas instituciones públicas son servidos públicos transitorios en todas las instituciones públicas, ya sean en el ejecutivo, legislativo o judicial.
Iván Velásquez, desea lanzar un elevado optimismo cuando nos dice que “Confía plenamente en la capacidad del pueblo guatemalteco para superar estos tiempos de adversidad; (…) y una nueva ciudadanía se empodere de todos los espacios públicos y reivindique su incidencia en la administración del Estado, bien mediante mecanismos de participación directa o bien fortaleciendo herramientas de control y vigilancia de quienes ejercen los poderes públicos”. Si leemos bien, Iván Velásquez, también nos aconseja, recomienda y apoya una radical, seria, profunda cirugía mayor en Guatemala. ¡No Podemos Volver a Equivocarnos!
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