Dígale revolver y no cuete

Luis Enrique Morales | Política y sociedad / OTREDAD Y EDUCACIÓN

Estaba sentado ante el escritorio, en el taller de mecánica de uno de los establecimientos en los que laboré. La puerta chiquita del taller, comúnmente la mantenía abierta. Eso por si algún alumno se le antojaba pasar saludando o, por si algún desventurado se aburría en sus clases y quería capearse. El taller siempre era un buen escondite. Estaba intentando resolver un problema de calibre pedagógico, ¿cómo explicarle a estudiantes de primero básico el proceso de la combustión interna en los motores de gasolina?, ¿cómo explicar las etapas propias de la combustión en sí, de una forma fácil?

De manera inesperada, entra un estudiante comentando que estaba aburrido en clases de idioma español y que se puso a molestar para provocar que lo echaran de la clase. Un estudiante de catorce años. Luego de su justificación se acercó a mi escritorio, tomo un banco y me preguntó cómo estaba. Le comenté lo que estaba pensando y él muy interesando en el tema, me dijo que la combustión interna era como la explosión dentro de una bala. Casi al instante de terminar la frase, puso un revolver sobre mi escritorio y un otro, lo mantuvo en la mano derecha, como sujetándolo listo a disparar. Yo intenté no alterarme y simplemente mostrarme experto en el tema de las armas. Entonces le pregunté: ¿ese cuete es un LeMat de espiga con tambor de 9 balas? “No profe, me dijo, es un Smith & Wesson, modelo 10 del siglo XX, dígale revolver y no cuete”. Él seguía sujetando el otro revolver como preparado a disparar, entonces sujeté el Smith & Wesson que estaba sobre mi escritorio y le dije: “pesa un poco más de lo que creía, nunca había tenido un revolver en mano”. Él se sonrió y me dijo “usted que es el de mecánica debe de comprender esto mejor que yo, vamos a ver en cuanto tiempo puede desarmar y volver a armar el revolver”. Tomó el cronómetro y empezó a medir el tiempo.

Intenté, pero no logré desarmarlo. Entonces, él puso el otro revolver sobre el escritorio y me dijo “hagámoslo juntos”. En cuestión de minutos los dos revólveres estaban hechos pedazos. Entonces, me empezó a explicar cómo funcionaba el revólver y a mencionar partes importantes como el martillo, el tambor, el disparador, el muelle del martillo, etcétera. Luego, me explicó que ninguno de los dos revólveres funcionaba explicando los porqués, y aparte de todo, me dijo que eran muy viejos para ello. Él tenía una atracción por las armas y toda su estructura mecánica. Luego me contó de las estructuras de las balas y cómo esas funcionan, llevaba una para una nueve milímetros, para corroborar que era una nueve milímetros tomó prestado un vernier del taller para medirla. La bala estaba usada y él la encontró tirada en la calle. Luego, sacó dos pañuelos celestes y envolvió los revólveres, se los metió a la bolsa del pantalón, la bala a la relojera y se marchó. Yo me quede pensando que había corrido con suerte y que la próxima quizás no, entonces pensé en reportarlo a la dirección y a la policía. Me paré del escritorio y fui pero a cerrar la puerta del taller. Decidí en lugar de reportarlo pensar en cómo yo como había actuado y si debía o no reportarlo.

Non violence Pistolen- La pistola de la no violencia, uno monumento situado en el centro de Estocolmo y muchas más replicas en diferentes partes del mundo, el monumento fue hecho por Carl Fredrik Reuterswärd. La imagen fue tomada de Picssr.

Bajo estos principios pensé en no reportarlo. Al final, el estudiante estaba aburrido en el curso de idioma español, y la culpa no era de él, era del profesor que no sabía otra cosa que dictar las reglas gramaticales que ni él mismo maestro comprendía. El estudiante llevaba las pistolas para que compartiéramos aprendizaje. Yo como docente de mecánica y el estudiante cómo amante de las armas. En este caso los revólveres no eran un arma, eran un dispositivo de aprendizaje. El estudiante jugaba a desarmarlos y a armarlos pero en ese juego él entendía la estructura mecánica que por muy fácil que parezca, es muy compleja. Dentro de esos mecanismos de las armas, existen holguras, y calibres específicos para que un arma cumpla su función final, la de disparar. El estudiante entendía eso mejor que yo (yo pase viendo videos en YouTube intentando comprender lo que él me explicó). Ese enseñarme me recordaba a Aristóteles, quien decía que la educación nunca termina, es un proceso de perfeccionamiento y por tanto ese proceso nunca termina. Dura la vida entera. La frase la complementé con lo que dijo uno de tantos filósofos: enseñar es aprender mejor lo que ya sabemos.

Otro factor por lo que pensé no reportarlo fue porque cuando yo le preguntaba algo al muchacho, él tenía la respuesta, yo intentaba arrinconarlo con preguntas acerca del funcionamiento, pero él tenía las respuestas que yo más adelante corroboré con expertos en la materia. También recordé que las armas no funcionaban. Así fue que me convencí de no reportarlo. El alumno, a raíz de su lazo afectivo con el arma (Pensando en Heidegger), quería conocer el arma en su profundidad y entender no solo su funcionamiento, sino que también su fin último, a través de comprender a profundidad el funcionamiento de cada una de sus pequeñas piezas y cómo estas engloban la totalidad.

El otro factor que pensé luego de haber obrado, fue el de romper paradigmas. Qué fácil era para mí catedrático de teorías pedagógicas, sentarse en el pupitre de la universidad y decir que la labor del docente es romper paradigmas y luego ponerse a dictar una clase magistral de una hora sin pausa. En Guatemala, uno de los países más peligrosos, más violentos de la región latinoamericana, lo más obvio era pensar que el interés particular por las armas de aquel estudiante, era porque quería ser un criminal, o porque ya lo era. O pensar que se quería suicidar y que a medida que iba teniendo contacto con el arma se iría familiarizando para luego pegarse el tiro de gracia. Para mí, no fue así. Muy honestamente, aún sigo creyendo en que la labor del docente es romper paradigmas y de cuestionar el valor establecido, romper los prejuicios y darle un chance a lo que parece imposible. Con esto quiero decir que muchas veces, el miedo, los prejuicios o la rutina nos enceguecen y no nos dejan ir más allá. No haría falta ver millones de docentes que están hartos, cansados o en boca de una rectora sueca, que hay docentes sin el más mínimo interés por los seres humanos. Esto solo limita el aprendizaje a la comodidad de los que se dicen ser maestros, reduciendo la complejidad de esta labor a formas pedagógicas de Tatalapo.

Ese acontecimiento, de hace siete años, en la aledaña Xelajú, aún lo recuerdo como si fuera ayer, y lo recuerdo cuando pienso en la labor del docente, no porque puede haber muerto como maestro, sino más bien porque ese fue un encuentro con lo que era en aquel tiempo, un profesor que estaba muerto en vida, porque estaba lleno de prejuicios, de miedos, de rutinas. Todo eso me limitaba a ir más allá del paradigma establecido, sin lograr ver que lo que muchas veces parece un arma mortal puede ser una dispositivo de aprendizaje o viceversa.


Imagen principal tomada de Betto Espectador.

Luis Enrique Morales

Quetzalteco nacido en 1989, escritor independiente y estudiante. Egresado de la Universidad Galileo en 2012, excatedrático en el área automotriz de la región de Quetzaltenango. Actualmente residente en Estocolmo, donde trabajo en docencia y, al mismo tiempo, estudio Ciencias de la Educación (Pedagogía) en la Universidad de Estocolmo.

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