Día del Ejército, Día del Maestro

Jorge Solares | Política y sociedad / PIDO LA PALABRA …

Treinta de junio: ¡Día del Ejército! ¡Feriado nacional en todo el territorio patrio! Desfiles y parafernalia oficial, con los presidentes al frente, por las gloriosas y múltiples victorias.

Veinticinco de junio: Día del Maestro. ¿Feriado nacional? NO. ¿Desfiles en las calles? NO. ¿Victorias ganadas? NO. ¿Presidentes al frente? NO. Silencio nacional.

Esa es Guatemala: castrense, no cívica; militarizada, no civilizada. Añorando a Ubico y olvidando a Arévalo, militar dictador el uno, pedagogo y humanista el otro. Un ilustrado sudamericano asesor de Minugua me lo comentaba: “en Guatemala, desde el principio, me asombró apreciar que lo castrense aparece en cada recodo, en cada frase, en cada gesto de la vida: ‘Jefe’; ‘¡A sus órdenes!’; ‘¡Sí mi jefe!’; ‘¡Ordene usted’; ‘¡Cómo usted mande!’; ‘a su servicio’; etcétera”. Esto se encuentra en el ethos, en la memoria histórica del país, en las instituciones y vida nacional. ¿Es dicho ethos natural? Por supuesto que no. No es natural. No es genético. Es ideológico cultural. Implantado (¿por quiénes?) en la mente colectiva del ser guatemalteco. Se ha ocultado a la gente, por ejemplo, que el 30 de junio no se crea como “día del ejército”, realmente se conmemora el triunfo de las fuerzas liberales de García Granados y Barrios, este último sustituyendo una tiranía por otra más cruel.

Resulta inevitable comparar nuestra idiosincrasia con la cívica de los costarricenses, ejemplo en Centro América, donde el ejército fue institucionalmente cancelado por decreto oficial y en su lugar se incrementó el fomento a la cultura y la educación. No soldados sino maestros. Por el contrario, Guatemala, militarística hasta en los desfiles escolares de la Independencia: tamborones, trompetas desafinadas, uniformes de opereta, gastadores, “bandas de guerra”, pasos de ganso, “Hitler-itos” de fantasía. Y lo peor: maestros y directores gozándose en ello. Una ministra de Educación, pocos años atrás, suprimió todo eso reemplazándolo con celebraciones cívicas. Cuando la ministra concluyó su mandato, volvió la tropa.

Los maestros son hoy representados por holgazanes y vividores, turba desaliñada y vulgar, echada “en horas hábiles” en el Parque Central, bebiendo, bailando, jugando cartas, estafando a la juventud, paralizando lo que se le pone enfrente y exigiéndole a cada mísero gobernante interminables beneficios personales. Dirigidas por un individuo bandolero que podría representar a una pandilla, no a un magisterio. ¿Dónde están los maestros dignos, que los hay? ¿Dónde están los militares dignos, que los hay y no se expresan? ¿Dónde los escasísimos diputados de mérito que callan? En este caso, callar puede confundirse con encubrir y encubrir confundirse con proteger al delincuente. Entre rastrojos como estos se ha enseñado a gente común a añorar figuras negativas e ignorar las que no convienen al sistema: ¿quién no sabe de Ubico hasta sin haberlo sufrido o conocido? Por el contrario, ¿recuerda alguien a María Chinchilla? ¿Quién fue y qué realizó? Nadie la conoce en este junio, pero sí a los uniformados que la mataron el 25 de junio de 1944.

En su nombre y en el de los sucesores de Martí, de Arévalo, de Galich, de todos los educadores de verdad, los de cada día, los héroes del intelecto, los del fomento de valores, del humanismo, de la ética profunda, del civismo, de la protesta ciudadana, por todo lo cual fue asesinada la maestra María Chinchilla en aquel desde entonces nombrado Día del Maestro, es que como catártico exorcismo no tengo hoy nada mejor para ofrecerle a ella y a usted en este veinticinco de junio, que unas palabras expresadas por invitación sorpresiva ante los Colegios Profesionales hace justo un año, el 23 de junio de 2017:

No es un formulismo de mi parte venir a decirles que agradezco y me confunde la distinción que se me hace al habérseme designado para dirigirme a ustedes en nombre de mis colegas docentes universitarios homenajeados. En verdad, me ha tocado en lo más hondo. Porque he revivido el principio mismo de aquella profesión de vida que atrapó mi conciencia hace ya años, muchos años, “tantos que parece que fue ayer”.

Porque recuerdo vívidamente mi primer día cuando el titular de quien yo era auxiliar, ante emergencia intempestiva, me impulsó física y fraternalmente en aula humanística, delante de unos doscientos estudiantes ¡¡para dar la clase!! Silencio. Frente a mí, doscientas miradas.

No sabía yo si temer más al silencio o bien a alguna de aquellas preguntas que suelen hacérsenos para ponernos a prueba. Esa tarde pensé que ninguna experiencia futura sería peor que esta. Procedí a organizar de emergencia mi arsenal de métodos, técnicas y estrategias para salir avante. Aquel primer momento sigue vibrando en mi recuerdo. Y esa tarde aprendí que más aprende el que enseña que el que aprende.

Posteriormente y durante años, diversas disciplinas, unidades académicas, universidades y poblados, todos muy distintos, tuvieron a bien aceptarme. Esta historia personal no tendría importancia en este momento si no fuera porque percibí algo: cada unidad académica, cada carrera, cada región, es también una comunidad cultural, con su ethos, su idiosincrasia, su comportamiento particular, cada una socializando, estudiando y hasta bromeando a su modo, cada una viendo y comprendiendo el mundo a su manera. No se comportan igual quienes, por ejemplo, navegan por los interminables mares culturales de la formación humanística de quienes estudian, por caso, la salud (que mide, pesa, experimenta), o de quienes, teorizándolo todo, estudian sociedades y cada imprevisto comportamiento de incorpóreas estructuras sociales; o bien, el mundo de autoridades formalistas regulado por las leyes; o bien, quienes se acercan a nuestros laberintos dibujando el universo del interior de la mente humana para comprensión de lo que somos o creemos ser; o el entendimiento entre lo concreto del ser y la inferencia de lo que fuimos e hicimos a través de nuestras etapas pretéritas; o bien, el etéreo mundo del diseño de la forma del espacio y del espacio de la forma; o bien, la estricta lógica de los números y sus relaciones mostrando y demostrando toda construcción artificial; o el dominio del intercambio compra – venta que nos indica cuánto tenemos y cuánto debemos; o el mundo de los seres que acompañan a nuestra especie en este planeta; o bien, la contemplación creadora de aquello elusivo que llamamos “arte”, ya en su rostro tangible, ya en el intangible.

Percibí lo que une y diferencia a las docencias en diversas ramas del saber. Se entienden pero no se comprenden. Un buen día Aristóteles tuvo a bien el recordármelo: “Las cosas se diferencian en lo que se parecen”.

Fui encontrando en el camino lo necesario que es el traducir expresiones complejas a términos no complicados. La docencia me enseñó que todo puede y debería expresarse lisa y llanamente, de manera comprensible para cualquiera que nos oiga o lea. Porque fácil es escribir difícil. Y fácil es hablar difícil.

Así, va aprendiéndose que la docencia universitaria no es tanto una disciplina cuanto un racimo de dominios. No es tanto una profesión laboral, cuanto una dignidad que la convierte en una de las más nobles de las vocaciones. Porque además de entrenar en tecnologías, hacer docencia es exaltar un fermento de identidad, de culturas y desarrollo y civilización, conservando, mejorando y transmitiendo e interpretando cada saber, cada valor, todo aquello que conforma la esencia del ser humano en cuya base aparece la huella del magisterio. Docencia es trascender.

Si el conocimiento es ya una libertad, semejante caleidoscopio conduce a la idea de que ser docente es ser un practicante y oficiante de la libertad. La docencia constituye una ética profunda. Una ética de la libertad de conciencia y expresión, así como de respeto. Veo la ética como el modo de combinarse que tienen mis patrones de respeto. Respeto al otro, porque respetando al otro, estoy respetándome a mí mismo. Respeto, apertura y tolerancia. De ahí que he terminado por creer que es mejor maestro quien más respeto y tolerancia mantenga con el estudiante. ¡Quién no recuerda a sus docentes tolerantes y amigables! No mueren nunca.

Los extremos con frecuencia se funden y confunden. Y entonces, y en este caso, solo se diferencia el en medio, que es tolerar. Creo que la tolerancia no es que sonemos todos al unísono. Es polifonía, simultaneidad de los diferentes. De todos, uno. En ciencia, en arte, en cultura, en civilización. El ser humano es extremadamente diverso, pero es uno. Conviene dudar de prejuicios que lo niegan.

La duda racional es viento para las alas del intelecto, del conocimiento, de la personalidad. Pero no todo cuanto vale equivale a volar hacia lo alto. De valor es también descender hasta lo profundo. Puedo llegar a la verdad, así como a la belleza, remontándome o sumergiéndome. Volando o hundiéndome. Llegando las alturas o descendiendo a lo profundo del enigma. Una puerta personal: dudar de ajenos pensamientos fijos.

Eventualmente encontré estudiantes universitarios asumiendo que una obediencia ciega, aunque fuera ficticia, a mis ideas, era lo que yo esperaba. Se sorprendieron cuando dejé en claro que sus ideas no tenían premio ni castigo, sus ideas no se calificaban ni sancionaban, tan solo el procedimiento lógico para llegar a ellas, fuesen cuales fueran. Y que pusieran en tela de juicio cuanto les dijera yo. Adentro o afuera del aula. Positivo para ellos y para mí. Porque creo que opiniones contrarias enriquecen. Iguales, sostienen y refuerzan. Tantos logros hay en los que subyace un irónico rasgo de herejía.

Profesores conocí que presionaban para ser repetidos. Pocos maestros instaron a no repetir, ayudaron a reflexionar. A estos los tengo vivos y frescos en mi memoria. Los veo, oigo y les converso prácticamente a diario. Que ya fallecieron es un decir.

Porque el verdadero Maestro no muere jamás. El Maestro es aquel que se prolonga en el estudiante. Aquel por el que me pregunto cada día: ¿soy precursor o repitente? Ignoro si voy o vengo. No sé si abro ventanas o cierro puertas. ¿Cuál es mi puerto?

Hace ya veinte años, un katún para los mayas, me encontré a Rubén Álvez exclamando en una fecha como la de hoy: “Enseñar es un ejercicio de inmortalidad. De alguna forma continuamos viviendo en aquellos cuyos ojos aprendieron a ver el mundo a través de nuestra palabra. El maestro, por ello, no muere jamás”.

Y ya antes había abierto yo un cofre y les traigo el recuerdo de letras que abrasan porque abrazan: “Yo llegué meses hace a un pueblo hermoso: llegué pobre, desconocido, fiero y triste. Sin perturbar mi decoro, sin doblegar mi fiereza, el pueblo aquel, sincero y generoso, ha dado abrigo al peregrino humilde. Lo hizo maestro, que es hacerlo creador”.

El prócer americano, José Martí, lo escribió en su pequeña joya literaria llamada simplemente Guatemala. País refugio para el desterrado. Ambas citas literarias resumen al maestro: creador e inmortal.

Les pido que lo que me ha sido permitido expresarles en el curso de esta noche, no sea percibido como palabras nada más. Todo es una historia de vida, es haberme encontrado desde otro ángulo y compartido con ustedes, compañeros de viaje en esta hermosa travesía que llamamos Docencia Universitaria. Es profesión de fe ciudadana, profesión de lealtad universitaria.

Si hemos cumplido, las generaciones jóvenes a nuestro cargo tienen la palabra.


Jorge Solares

Evocando un desarrollo humano integral con justicia social dentro de una democracia culta, participativa, equitativa, en esta sociedad étnicamente plural, económicamente desigual, políticamente golpeada. El camino, una Ciencia con Conciencia como docente, investigador y editor, integrando Humanidades, Ciencias Sociales y Ciencias de la Salud.

Pido la palabra …

0 Commentarios

Dejar un comentario