Día de los muertos

-Jaime Barrios Carrillo-

I

La expresión todo el mundo come fiambre, implica más que el señalamiento de una tradición. Refiere a una comunión que uniforma. Desaparecen las diferencias, por tanto las clases y hasta las etnias, y florece la comunidad total. Las partes se unifican en el todo. Y se goza no solo comiendo, sino dando de comer. El fiambre se intercambia. Y se invita, se hacen siempre cantidades suficientes para convidar. No importa acaso lo anecdótico sino el hecho social y cultural. Es decir, no interesa el origen directo de la preparación improvisada en una cocina de la clase criolla capitalina para un convivio que no se había preparado. Lo esencial es el sentido que el fiambre ha obtenido históricamente de conglomerado mestizo como el guatemalteco. El mestizaje entendido no como meramente biológico sino cultural. Por lo tanto histórico. El fiambre no es maya ni ladino, es simplemente Guatemala.

Tiene que ser rojo, por ser comida que relata simbólicamente al proceso de vivir y morir. El rojo simboliza en casi todas las culturas no solo el peligro, la sangre que puede derramarse, sino también es el color de la vida. Y por lo tanto la negación de la vida. La sangre al derramarse niega la vida. Escoger la remolacha no es casual. Todos los fiambres la llevan. Pero lo que diferencia está en el secreto del aliño. La diversidad en la unidad. Refugio de la individualidad. Del clan familiar, de lo absolutamente propio. Del origen, por tanto de lo perdido y buscado. La fuente, el útero, el nirvana. Para el aliño no hay receta abierta. Nadie cuenta fácilmente como hace su aliño. Suele decirse «como lo hacía mi abuela”. Y basta. El aliño es refugio del yo, confirmación de la soledad incurable del alma.

El secreto de un aliño que pretenda ser original se trasmite, estrictamente, dentro del círculo familiar. De generación en generación. Es así una manera más de permanecer. Una reelaboración simbólica de la procreación. Delimitación atávica. Una impronta del sello particular. Encontramos también esa tendencia guatemalteca a la secretividad, a lo clandestino. Donde el yo se despliega sin peligro de la uniformidad aplastante de lo gregario imperante. El fiambre en pocas palabras es lo convencional, el aliño lo original.

El fiambre te reunifica con el mundo perdido. Vence por un momento a la separación absoluta de la muerte. El aliño es también simbólicamente el semen. El elemento fecundador. ¿Pero, si el “tango es macho” es el fiambre masculino? Ni uno ni otro. El fiambre es una síntesis. El Popol Vuh es clarísimo cuando hace coincidir el principio de la vida con la historia. Antes era la nada que reposaba en un mar inerme, infinito. La vida además vino del agua. Los antiguos k’iche’ situaban a los muertos en la otra parte del mundo. No es un mundo dual sino bipolar, donde los contrarios se confirman mutuamente. La visión del mundo k’iche’ es finalista. El fin es el hombre. Dioses y hombres se comunican. Y como ya lo ha expresado Lévi-Strauss en otro contexto, los dioses por medio de los mitos, los hombres a través de ritos. Rito y mito resultan dos caras de la misma moneda. El mundo de los dioses k’iche’ está sumergido en el mar de la memoria colectiva, que los anónimos escritores del Popol Vuh quisieron rescatar.

El chamán es intermediario audaz. Viaja hasta los muertos con las peticiones, los ruegos y los mensajes de los vivos. Vuelve con soluciones. Los muertos no solo conviven con los dioses, son los dioses. Fin y origen se connubian en el nivel mítico. Los dioses han muerto primero como hombres para renacer en el más allá divinizados, despojados de la humana mortalidad. Reducción última supeditada a un principio supremo, origen de los Formadores. Vivos y muertos constituyen las bipolaridades de la unidad. La historia, no solo de los hombres sino de todo el universo. Teológicamente, los k’iche’ que se expresan en el Popol Vuh son en última instancia monoteístas. Más bien una especie de panteísmo, donde toda divinidad refiere al eslabón primero de la cadena: el Corazón del Cielo.

Los rituales llevan comida y bebidas. Los indígenas identificaron plenamente los ritos católicos como una manera de comunicarse con lo divino. No fue difícil integrar sincréticamente la comida de la ostia y la libación ritual del vino y sus sendos significados simbólicos. En el fiambre, la remolacha es la raíz que mana sangre. Al comer fiambre se transpola el rito de la ostia y la tradición intermediaria del chamán que comía y bebía para drogarse, sublimarse y desdoblarse.

Por Geovin Morales ©2014

II

Es primero de noviembre en el pueblo kaqchikel de Santiago Sacatepéquez. El día de los santos difuntos se celebra volando barriletes gigantes. Las casas se adornan con flores amarillas conocidas como flores de muerto. Es el día del regreso del invierno. Un día límite, cuando el mundo de los vivos y el de los muertos se tocan. Se abren puertas y pasadizos. Y se utilizan los códigos del color y los medios volátiles de los grandes papalotes. Los colores en todas las culturas siempre están cargados de simbolismo, ya que refieren a los orígenes de la materia sensible. El amarillo es la luz, el reflejo fundamental del origen de la vida. También la fuerza primigenia que trasforma, que crea al mundo del caos. El amarillo representa metafísicamente la inmortalidad. Físicamente puede sin duda referirse dentro de la tradición kaqchikel al alimento primordial: el maíz.

Poco a poco, en la mañana, se va juntando la gente del pueblo. Hombres adultos acompañados de los niños cargan los grandes barriletes, que llegan a tener dimensiones colosales: entre cinco y siete metros. La procesión se dirige al cementerio de la localidad donde los artefactos se levantan majestuosos hacia el cielo. De esta manera física, no ajena de grandiosidad poética, los habitantes de Santiago Sacatepéquez se comunican con sus ancestros y con la divinidad. Mas los barriletes de mayor tamaño y confección se vuelan a las tres de la tarde. La hora en que, según la tradición judeocristiana, murió Jesucristo.

La gente lleva comida, que preparan y reparten las mujeres. La madre Tierra que da el alimento, principalmente el Santo Maíz. Se ponen platos en las tumbas, que serán consumidos por los muertos. Y se habla con ellos, se reza y se llora conjuntamente. Salen a luz antiguas discordias y también deseos de reconciliación. No puede faltar el licor, la chicha, y la libación colectiva. Todo este proceso físico está preñado de simbolización. De representaciones colectivas. Un espacio social donde solo se penetra manejando y conociendo los códigos que ahí imperan. Los turistas se concentran en la parte física. Toman fotos a los artefactos multicolores, pero están ajenos a la suave catarsis colectiva, casi teatral, de un día en que están abiertas las puertas del más allá. Y se habla en voz alta, porque los muertos pueden ese día escuchar en su morada celeste las voces vivas de la tierra.

¿Cuándo comenzó esta costumbre en Santiago? ¿Quién introdujo los barriletes? Nadie lo sabe con certeza. El sociólogo Héctor Abraham Pinto entrevistó a un grupo de los más viejos del pueblo, indagando por el origen de la costumbre. Lo único claro que los ancianos recuerdan es que, cuando niños, solo se volaban barriletes pequeños de papel. Los indígenas precolombinos no conocieron los barriletes. Fueron probablemente introducidos al país por los colonizadores hispanos en el siglo XVIII. Aunque parece creíble que pudieron haber sido llevados por la ola de emigración china que se estableció en el país a partir de 1875, cuando se trasladaron de California donde trabajaron en la construcción de ferrocarriles.

Lo central es, empero, que los barriletes gigantes de hoy en día son un producto cultural mezclado. Está el aspecto precolombino de unión de mundos. Luego la fecha católica, el Día de Todos los Santos. En la tradición católica, se honra a los muertos, se les recuerda, se ora por ellos. Pero nunca se trata de un día en que se comunican los vivos con los muertos. La visión católica es dualista, de separación y sublimación. Las almas inmateriales. Mientras que para habitantes de origen kaqchikel de Santiago, existe la posibilidad no solo metafísica sino también física. Arriba, en el cielo azul del altiplano está el reino de la verdad, territorio de lo maravilloso, de la sabiduría, porque el cielo es la paz, la serenidad y la contemplación, y ahí habitan los ancestros que celebrarán también las señales llegadas del mundo del más acá a través de inmensas mariposas multicolores flotantes: los barriletes gigantes de Santiago Sacatepéquez.

El mestizaje guatemalteco integrista por definición, une al culto agrario precolombino de la fecundidad de la tierra con el rito cristiano de la ostia y el vino. Sangre y carne de Jesús. Fiesta, religión y comida se connubian. El guatemalteco en todos sus ritos que implican transición, como la fiesta de la Primera Comunión, la de los quince años para las mujeres, los bautismos o los matrimonios y hasta los entierros, los acompaña de comidas abundantes.

Rites de passage es el clásico concepto de Vandenhoeck para definir ritos especiales que en una cultura implican un cambio de estatus, como el matrimonio, el bautismo, un sepelio. Mientras más comida más prosperidad y felicidad, entiéndase también fecundidad, incorporación. La fiesta de la Primera Comunión, por ejemplo, es precedida por un ayuno. Para recibir limpio a dios, es decir sin contaminación orgánica, por lo tanto humana y no divina. Luego vendrá esa contaminación cuando ingresen al aparato digestivo unas buenas cantidades de tamales, chocolate y mazapanes. En los velorios, en cambio, se come a medianoche. Y se toma, mientras se vela al muerto, se le recuerda y se consuela a la familia. Y se cuentan chistes, se ríe, se liba, se reza. Forma guatemalteca de acercarse a la reelaboración de la muerte.


Fotografías por Geovin Morales.

Jaime Barrios Carrillo

Columnista, escritor, investigador, periodista nacido en 1954 y residente en Suecia desde 1981, donde trabajó como coordinador de proyectos de Forum Syd y consultor de varias municipalidades. Excatedrático de la Universidad de San Carlos, licenciado en Filosofía y en Antropología de las universidades de Costa Rica y Estocolmo.

Un Commentario

Eduardo Fernández 06/11/2017

Felicitaciones por tan ilustrativo tema, toda una Semiótica que une a los guatemaltecos.

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