Vinicio Barrientos Carles| Política y sociedad / DESARROLLO & PAZ
La desigualdad económica y social es uno de los temas recurrentes que más preocupan en la actualidad, en parte porque es un fenómeno complejo difícil de reducir a unos pocos componentes, fuertemente vinculado con los modelos específicos de desarrollo que se adopten. Aunque la comunidad internacional ha logrado grandes avances sacando a las personas de la pobreza, es un hecho que la desigualdad ha ido en paulatino aumento.
Desde hace un buen tiempo se ha venido hablando de crecimiento económico. Las naciones más vulnerables —los países menos adelantados, los países en desarrollo sin litoral y los pequeños Estados insulares en desarrollo— continúan avanzando en el ámbito de la reducción de la pobreza. Sin embargo, siguen existiendo desigualdades y grandes disparidades en el acceso a los servicios sanitarios y educativos básicos, así como a otros beneficios comunitarios de fácil acceso para otros.
En este sentido, existe un consenso cada vez mayor de que el crecimiento económico global no es suficiente para reducir la pobreza, si este no resulta inclusivo y no toma en cuenta las tres dimensiones del desarrollo sostenible, léase: económica, social y ambiental. Existe pues un esfuerzo de tipo teórico por comprender de manera más profunda la temática en torno al concepto de «crecimiento» a la luz de las problemáticas prioritarias que se circunscriben en estas primeras décadas del siglo XXI.
De manera complementaria, otros países con una historia media, como el caso de las naciones latinoamericanas, incluida Guatemala, no han podido confrontar eficientemente las desigualdades heredadas de la época de la Colonia, y peor aún, no se tiene claridad si los esfuerzos que actualmente se realizan a nivel de país van específicamente orientados a la reducción de las desigualdades imperantes, lo cual, a todas luces, puede ser un problema aún mayor que la misma desigualdad socioeconómica, política y cultural en sí.
En esta línea de ideas, los nuevos conceptos para el desarrollo sostenible enfatizan una visión no sumativa sino integral de las sociedades, en donde los peor calificados no resulten significativamente distanciados de los ciudadanos mejor posicionados respecto del concepto de desarrollo que se asuma. De alguna manera se concibe el desarrollo como la cantidad de opciones que tiene un ser humano para realizarse en la forma que él desea. De esta guisa que el desarrollo humano se encontrará indefectiblemente atado a lo que entendemos por calidad de vida de las personas, y es una variable fundamental para la calificación integral del bienestar de un país, región o segmento poblacional.
Para realizar comparaciones que permitan cuantificar convenientemente las diferencias observadas en fenómenos sociales tan complejos, como estos del desarrollo, la calidad de vida, el bienestar, la pobreza o la desigualdad socioeconómica, se han desarrollado metodologías macroestadísticas basadas en componentes y en correspondientes técnicas de integración. Uno de los ejemplos relevantes mejor conocidos para medir la calidad de vida de las personas ha sido el esfuerzo iniciado por la Organización de Naciones Unidas –ONU– con la definición del índice de desarrollo humano –IDH–.
A este respecto, aunque desde sus inicios muchas objeciones han sido planteadas, llevando a intensos debates por la connotación política que reviste el tema, consecuentes mejoras en la metodología se han ido implementando gradualmente, y la temática resultante en términos generales ha sido acogida con relativo éxito. El problema fundamental es que muchas de las variables utilizadas en su medición son extensivas, y captan las características del conjunto de personas en su totalidad, asumiendo ciertas condiciones de uniformidad o de distribución interna, lo cual requiere de un capítulo aparte desde perspectivas analíticas, metodológicas y epistemológicas de los constructos.
Así, se señala que en el caso del componente económico se presenta un sesgo descriptivo considerable, y evidente, que no puede dejarse pasar por alto, pues por lo general, al utilizarse el producto interno bruto por persona, o PIB per cápita, PPA, se genera una distorsión de primer orden. El problema se presenta cuando al dividir el PIB total dentro del número de personas que habitan la población que se describe, es decir, al considerar un promedio, se obvian las diferencias internas y se introduce un error cognitivo que será fuente de error en toda posible interpretación.
En particular, en el tema de la riqueza, las disparidades se ocultan dejando detrás del telón información primordial del fenómeno. Un país o grupo poblacional puede gozar de un PIB per cápita aceptable, a pesar de que un fuerte porcentaje de grupo en cuestión sufra de paupérrimas condiciones económicas. Para ilustrar el problema, asúmase que se ha obtenido un promedio de 60 % del desempeño en una prueba consistente de tres componentes sobre el manejo de un artefacto delicado que requiere de 50 % de pericia efectiva. Uno puede pensar que todo marcha bien, pero el caso es que los punteos componentes han sido 80 %, 70 % y 10 %. Claramente, el uso del promedio ha provocado un error cognitivo que nos conduce a una mala interpretación de los resultados. Nuestro sujeto fallará en el uso del artefacto, a pesar de mostrar un indicador satisfactorio.
Similar sucede cuando se tiene un PIB per cápita bastante bueno, pero la desigualdad no se ve reflejada en este indicador global. Es el caso de Guatemala. Grosso modo, un PIB anual de Q 500 millardos nos conduce a un PIB per cápita equivalente a un ingreso superior a los Q 80 diarios por persona ( = Q 500 000 / 16 / 365 ), lo que significa que el ingreso medio de una familia de cinco miembros se encontraría alrededor de los Q 400 diarios. Nada podría estar más lejos de la realidad económica del grueso de la población de nuestro país.
El sesgo cognitivo del anterior cálculo, al igual que el ejemplo del test del operador, proviene del hecho que una inmensa mayoría (más de 60 %) tiene condiciones de pobreza y extrema pobreza, de una capa media también apretada, económicamente hablando, mientras que un porcentaje bajísimo de la población posee una inmensa cantidad de recursos que aglutinan la mayoría de todas las rentas que la población en su conjunto reporta a lo largo de todo un año.
En efecto, el siglo XX ha sido el siglo de la explosión de la desigualdad, y aunque nunca hemos sido tan ricos en toda la historia de la humanidad, también nunca ha existido otra época marcada por tanta diferencia en la riqueza acumulada, entre los más acaudalados y los más desposeídos. Si hace un siglo la diferencia entre los más ricos y los más pobres era de 1, ahora esa diferencia ha sobrepasado los 200, y esto prácticamente en todas las latitudes del planeta. Las proporciones de la inequidad socioeconómica se han disparado vertiginosamente a cifras verdaderamente alarmantes.
Existe un método específico para medir la desigualdad o, más propiamente, la uniformidad en la distribución de las rentas o de otro recurso. Se trata del coeficiente de Gini, mismo que recurre y está basado en la curva de Lorenz para la distribución de la renta, ambos casos particulares de un fenómeno de medición de la distribución de un recurso cualquiera. Este tema, muy importante dentro del contexto nacional, amerita una publicación que estaremos aportando en próxima ocasión.
En las cifras del coeficiente de Gini a nivel mundial, llama la atención que el Gini a nivel mundial es altísimo (0.63), mucho más que los países que lo integran. Esto refleja que al mezclar a toda la población mundial, las diferencias se agravan, por lo que existe un problema estructural INTER países muy superior al problema dentro de los países. Esta misma situación se presenta en Guatemala, y el análisis evidencia la existencia de capas o estratos que significan la persistencia sistemática de factores que inciden en la desigualdad, factores explicativos que pueden ser de naturaleza estructural o cultural, y en cualquier caso contrarios a los principios de equidad, justicia y bienestar común.
También llama mucho la atención que el coeficiente de Gini para Guatemala cambia significativamente de documento a documento, de una fuente de información a otra. En parte por la pobreza de documentación técnica al respecto, dada la precariedad en la cantidad y calidad de los datos disponibles. Pero, y no puede dejar de comentarse, también existe un sistemático esfuerzo por ocultar la pobreza de ciertos sectores, por lo que los documentos y procesos de información oficiales se encuentran fuertemente alejados de las cifras reales que describen la situación de la mayoría de la población que conforma el país.
La cultura de información y del análisis de las mediciones conlleva un espíritu de objetividad respecto a los fenómenos sociales que muchas veces se ven matizados o sesgados por las percepciones políticas del momento. Es importante que como guatemaltecos aceptemos que estos altos coeficientes de desigualdad son indicadores formales que deben motivarnos al desarrollo de políticas estratégicas contundentes con el fin de reducir la desigualdad, las cuales coadyuven especiales atenciones a las necesidades de las poblaciones desfavorecidas que sistémicamente han sido marginadas del desarrollo nacional.
Imagen principal por Vinicio Barrientos Carles, tomada de Ciudad Malvin y Wikimedia commons.
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Vinicio Barrientos Carles

Guatemalteco de corazón, científico de profesión, humanista de vocación, navegante multirrumbos… viajero del espacio interior. Apasionado por los problemas de la educación y los retos que la juventud del siglo XXI deberá confrontar. Defensor inalienable de la paz y del desarrollo de los Pueblos. Amante de la Matemática.
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