Edgar Rosales | Política y sociedad / DEMOCRACIA VERTEBRAL
Hoy es una buena ocasión para escapar de la coyuntura y seriedad de los temas político-sociales. Y es que no todos los días se cumple medio siglo de alguna hazaña importante y menos, si esta se considera una de las proezas más trascendentales en la historia del hombre, tal la ocurrida el 20 de julio de 1969, cuando la nave Apolo 11 llevó a los astronautas Neil Armstrong, Michael Collins y Edwin «Buzz» Aldrin desde la Tierra a la luna.
Ese día se cumplieron varias metas. Una, la trazada por el presidente John F. Kennedy, en 1962, cuando anunció ante el Congreso norteamericano: «Tenemos que poner un hombre en la Luna y hacerlo volver a la Tierra con vida antes de finalizar la década». Sin embargo, había otra muy importante para Washington: ganarle la carrera espacial a la Unión Soviética, triunfo que ilustraría también la supremacía política entre las dos naciones más poderosas de entonces.
Aunque el acontecimiento ha sido enturbiado con teorías de conspiración que niegan la veracidad del alunizaje –las cuales no me me merecen crédito alguno– es inevitable recordar en estos días lo que, desde el andamiaje mnemónico de fascinación, podía sentir un patojo ante la increíble vivencia de un acto que solo era concebible en los cómics de héroes espaciales –chistes les llamábamos a dichas revistas– y que ahí, frente a la tele en blanco y negro, se iba convirtiendo en asombrosa realidad.
Imposible olvidar la imagen –más bien la sombra proyectada– de una parte del módulo lunar Eagle al acercarse a la superficie selenita, luego de desprenderse del Columbia. Igualmente inolvidable, el proceso de descenso –largamente prolongado por la ansiedad–, la colocación de la bandera estadounidense o los enormes saltos de Neil Armstrong y Aldrin sobre el mar de la Tranquilidad, comprobando así la inexistencia de gravedad en nuestro satélite natural. Según el plan, Collins se quedaría durante el resto del viaje dando vueltas en «el lado oscuro de la luna».
Igualmente memorable fue escuchar a Richard Nixon dirigirse a los astronautas: «Hola Neil y Buzz, les estoy hablando por teléfono desde el Despacho Oval de la Casa Blanca y seguramente esta sea la llamada telefónica más importante jamás hecha…».
Momentos antes, cuando Armstrong descendió por la escalinata del Eagle, pronunció una de las frases que se han registrado como de las más importantes en la historia: That’s one small step for man, one giant leap for mankind. «Un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad».
Muy emocionante, a no dudarlo pero… ¿de verdad fue un gran salto para la humanidad?
La frase fue prefabricada por Armstrong y con el transcurrir del tiempo he llegado a la conclusión de que, si bien el gran paso fue para el primer astronauta, el «gran salto» realmente lo fue para los gringos. Un salto científico, político y económico. Y es que fue un esfuerzo de la ciencia –auspiciado por impresionantes cantidades de dinero– cuyos fines, nada ocultos, disfrazaban lamentables pasiones narcisistas y políticas, que al final derivaron en beneficios –cognoscitivos y tecnológicos– que fueron apropiados con exclusividad por las élites científicas y políticas.
Tal y como ha ocurrido en diversas etapas del desarrollo capitalista, los conocimientos científicos adquieren la categoría de mercancía y son utilizados a conveniencia del poder que los aprehende para su beneficio, tal como ocurrió en el caso de esta épica misión. Las enseñanzas que se trajeron de la Luna, apenas se impartieron a cuentagotas al resto de «la humanidad», al cabo de los años. Sin embargo, estoy seguro que si el «conquistador» de Selene hubiese sido Yuri Gagarin, Anatoli Beriozovói u otro cosmonauta soviético, el resultado habría sido igualmente marginal para el resto de terrícolas.
Lo fútil del proyecto lunar quedó en evidencia a medida que se conocieron las cifras erogadas en una década de aventuras espaciales. El programa Apolo se estima que costó unos 30 mil millones de dólares y solo para 1969, año del histórico viaje, el presupuesto de la NASA era de 6 mil millones de dólares, según un reportaje publicado por El País en julio de 1989. Una vez cumplido «el sueño» de Kennedy, los recursos empezaron a disminuir hasta que en diciembre de 1972, el Apolo 17 llevó a los últimos humanos a la luna.
¿Y el resto de la humanidad?
Aparte de los conocimientos propiamente astronómicos y que interesan solo a los devotos de esta disciplina, en opinión de expertos, los «grandes» descubrimientos que dejaron las expediciones a la Luna se pueden resumir en casos puntuales, como la evolución de las herramientas eléctricas inalámbricas, cronómetros ultraprecisos, mejores tecnologías para eliminar bacterias y purificar el agua potable o los zapatos tenis que se han hecho cada vez más sofisticados.
Además, se descubrieron tejidos muy resistentes al fuego, como los que usan los elementos bomberiles o la comida liofilizada para economizar espacio. Sin embargo, de esa lista, lo más importante para los seres humanos es la tecnología de desfibrilación para controlar el ritmo cardíaco, gracias a los circuitos en miniatura utilizados por la Nasa.
Sin duda, todos hubiésemos deseado que el tal salto de la humanidad hubiese sido un verdadero salto de calidad. Uno que contribuyese a transformar la vida de los terrícolas de manera radical. Lejos de ello, la guerra en Vietnam se hizo cada vez más intensa y salvaje; la hambruna en Biafra dejó más de 250 mil muertos y 600 mil en Etiopía y Somalia, y en Latinoamérica, la pobreza y pobreza extremas y sus secuelas de desnutrición crónica y aguda o la mortalidad materno infantil reflejaron, como nunca, un drama económico y social, pero que no ameritaba espacio alguno en la agenda de los gringos.
Así que la supremacía estadounidense en la carrera espacial fue también un reflejo de la supremacía en la Tierra, del uso de la tecnología al servicio del poder imperial dominante, del control monopolístico y aberrante sobre la actividad económica.
Hace medio siglo fuimos testigos inermes de un hecho histórico… un gran paso para los gringos… un salto hacia la nada para la humanidad.
Imagen principal tomada de La Nación.
Edgar Rosales

Periodista retirado y escritor más o menos activo. Con estudios en Economía y en Gestión Pública. Sobreviviente de la etapa fundacional del socialismo democrático en Guatemala, aficionado a la polémica, la música, el buen vino y la obra de Hesse. Respetuoso de la diversidad ideológica pero convencido de que se puede coincidir en dos temas: combate a la pobreza y marginación de la oligarquía.
Correo: edgar.rosales1000@gmail.com
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