A diferencia de la mayoría de las otras especies, donde los machos son bellos, coquetos y usan todos sus atributos para, cuando el apareamiento, atraer a las hembras, que son desgarbadas, sosas y, en las especias canoras, desafinadas y hasta sin voz; los humanos históricamente nos hemos constituido al revés.
En nuestra especie las mujeres somos las hermosas, garbosas y llenas de gracia. Al andar, reír, mirar, hasta respirar, exhalamos belleza y encanto. Como el pavo real macho, que al andar muestra involuntariamente su espléndida cola, esté o no esté próxima una hembra, las mujeres nos movemos con finura, gracia y sensualidad, simplemente porque así somos, y no solo para atraer al macho. Nosotras tendemos a la belleza, en todos sus sentidos y formas, la que se transforma muchas veces en sensualidad pura, pero que no significa búsqueda o necesidad de pareja. Si cuando se inventó la escritura se nos prohibió acceder a ella para no expresar nuestro sentir y pensar, los hombres, que se la apropiaron, necesitaron de nuestra presencia, real o imagina, para construir las más bellas de sus narraciones. No hay manifestación artística que no haga referencia, directa o indirectamente, a las mujeres y la feminidad.
Convertidas en objetos de deseo, al ser en sí mismas la encarnación de la belleza y el placer, el varón, al no poder comportarse como las hembras de las otras especies, que aceptan su condición con natural humildad, ha inventado miles de formas y discursos para reducirnos a simples instrumentos de su reproducción. En la incapacidad casi infinita del hombre para atraer naturalmente a la mujer, inventó creencias y doctrinas para hacernos parecer pecado, maldad, solo por el hecho de ser, en nuestra especie, el género portador de la belleza, la sensualidad y el erotismo, las definidoras del qué y el cómo en las relaciones sexuales.
Por eso, al andar resaltamos nuestro cuerpo, no para que el otro lo vea y lo desee, sino simplemente porque por naturaleza nos deleitamos en hacerlo. Que hay hombres, y hasta mujeres, que hacen de eso un negocio y manipulan la incapacidad masculina de apreciar la belleza femenina sin intentar apropiársela, es asunto de los que analizan los mercados y negocios.
Descalzas nos sentimos y sabemos majestuosas. Deslizamos los pies y la frescura de la tierra nos invade. Pero no hay duda de que, cuando usamos zapato de tacón alto, esos que nos permiten andar sobre la punta de los pies, nuestro cuerpo se eleva en búsqueda de las nubes, haciéndonos caminar aún con más gracia y soltura, diosas de nuestro universo y soberanas de nuestro mundo. Mientras más finos y altos, mejor, pues la tierra casi desaparece y la majestuosidad de nuestro cuerpo resplandece, y no es necesario que sean Manolo Blahnik, ni los de las suelas rojas de Louboutin.
A pesar de los límites y las exclusiones, en cada época hemos ido conquistando condiciones e instrumentos que nos hacen sentir más bellas, libres y dispuestas a disfrutar de nosotras, a romper con las ataduras que la incapacidad masculina, por disfrutar de la sensualidad pura, nos ha querido imponer. Los zapatos de tacón alto, estilo aguja o stilettos, fueron posiblemente el invento más adecuado para hacer sobresalir la silueta femenina y hacer sentir la majestuosidad de nuestra presencia. No importa si somos de baja, mediana o alta estatura, si tenemos un cuerpo delgado o curvilíneo, de poco o más peso del que gustaríamos, los stilettos nos proyectan a las alturas, haciendo de nuestro andar un voluptuoso avanzar incuestionable. Son el instrumento perfecto para que, al dar un paso, nuestras pantorrillas se extiendan y resulten más leves y los muslos se proyecten hacia los glúteos, haciéndolos más redondos y, en consecuencia, más vistosos. Con ellos caminar resulta, además de vistoso, sensual. Hacia dentro de nosotras, y también hacia afuera. No pasa lo mismo con los de plataforma, que hacen el andar pesado, tosco, atándonos al piso y desfigurando la silueta.
Con falda larga o corta, con pantalones justos o flojos, los tacones altos y delgados nos estimulan la alegría de vivir del talón a la cabeza, la que por la propia posición de los pies debemos llevar erguida, imponente. El cuello pareciera ser más suave y esquivo, mientras la cabellera, larga o corta, el viento parece arrullarla con lujuria.
Los stilettos son para nosotras, por nosotras y de nosotras. Pueden ser útiles para las conquistas, pero no son exclusivamente para ello, como los hombres quieren suponer para suplir sus limitaciones. Calzarlos o no, en un día gris o soleado, no tiene nada que ver con que estemos en búsqueda de pareja para pasar la noche. Los usamos para decirnos que somos hermosas, porque nos inspiran frescura, gracia y, sobre todo, feminidad.
Fotografía proporcionada por Ju Fagundes.
Ju Fagundes

Estudiante universitaria, con carreras sin concluir. Aprendiz permanente. Viajera curiosa. Dueña de mi vida y mi cuerpo. Amante del sol, la playa, el cine y la poesía.
0 Commentarios
Dejar un comentario