De lo posible

Leonardo Rossiello Ramírez | Política y sociedad / LA NUEVA MAR EN COCHE

Las emisiones de monóxido de carbono provocan un aumento de la temperatura promedio, menos lluvias en verano (salvo en Japón, donde el mes pasado más de 100 personas murieron a causa de las lluvias) y cada vez más incendios forestales, desde luego aumentadores del monóxido de carbono. Todavía hay quienes niegan que los humanos seamos los responsables de esa anomalía y que los incendios tengan algo que ver con el efecto invernadero. Dicen que no es posible, y se niegan a considerar datos, como los que siguen.

En 2003, los incendios en Portugal se extendieron por 425 000 hectáreas y se llevaron la vida de decenas de personas. En 2007, en Grecia, los incendios afectaron 250 000 hectáreas y causaron la muerte de 77 personas. En Rusia 60 personas murieron quemadas en 2010 y cinco años después murieron 34 en incendios gigantescos (de10 000 kilómetros cuadrados) que llegaron hasta Mongolia y la frontera con China. El año pasado hubo la friolera (sea esto dicho sin ironía) de más de 500 incendios en Portugal que causaron la muerte de más de 70 personas. Las pérdidas fueron estimadas en 1.458 millones de euros. Este año Suecia asiste a incendios que devastan decenas de miles de hectáreas; Grecia vive la catástrofe «natural» más grande de su historia contemporánea, con cerca de cien muertos y centenares de heridos.

¿No será conveniente que al menos los países europeos se pongan de acuerdo en establecer un plan de contingencias, con cuerpos de bomberos internacionales, con salarios adecuados, aviones y voluntarios y helicópteros, para prevenir y apagar incendios y salvar vidas, y, de paso, ahorrarse unos cuantos miles de millones de euros?

Desafortunadamente, dicen algunas voces de encumbrados, eso no es posible. Aducen que los incendios se dan pocas veces y que no hay una relación aceptable entre los costes de la prevención y las ganancias que se puedan obtener. Son los mismos políticos que no vacilan en votar la compra por cifras astronómicas de aviones cazas y bombardeos y submarinos y fragatas y tanques y cañones y misiles. El presupuesto europeo para gastos militares es el segundo más grande del mundo[1].

Cuando se les señala que los conflictos armados son muchísimo menos frecuentes que los incendios, se revuelven como gato entre la leña con vagas alusiones a acuerdos internacionales, con apelaciones a la seguridad nacional. Un político llegó a argumentar diciendo que invertir en armamento es algo posible, pero no lo era invertir en fuerzas antiincendios. Salvo que un genio le concediera el deseo.

Quizá no sea tan descabellado pedir que un genio haga posible resolver el problema de los incendios. Innumerables son los casos de gente que, caminando por el desierto, ha encontrado lámparas de aceite, las ha frotado (reconozco que no se me habría ocurrido frotar una lámpara recién encontrada, acaso le habría sacudido la arena) y genios han salido de ellas, han hecho una reverencia sea al frotador o a la frotadora y han dado siempre la misma y absurda orden a los nuevos dueños de las lámparas: que pidan tres deseos.

De haberme ocurrido a mí, habría empezado por rebelarme. De ninguna manera obedecería yo órdenes de un desconocido, y menos de un ente tan ubicuo como un genio. Un deseo no se puede «pedir»; su realización o cumplimiento sí.

Una explicación a tanta obsecuencia es que a las órdenes geniales parecen haber seguido promesas de que el genio se encargaría de que los deseos se hicieran realidad. El caso es que los encontradores de lámparas se han abocado a desear y los genios a satisfacer los deseos. Pero al final, los genios han terminado perjudicando a los pedidores de deseos. Es falso el rumor que dice que el presidente Nixon se encontró una lámpara y le pidió al genio ganar la guerra de Vietnam. En cambio, sí es verdadero el caso del cincuentón que deseó tener una mujer veinte años menor que él que se ocupara de ayudarlo con su ceguera (porque en su primer deseo había deseado tener ojos azules y el genio se los había dado, cegándolo), y acto seguido se encontró con una señora de 90, a quien el genio se la presentó como su señora. «Ella -agregó el genio- se encargará de todo lo concerniente a tu sepelio, que tendrá lugar mañana».

En todos estos relatos se encuentra oculta una moraleja no formulada: es mejor aceptar la realidad, es mejor no cambiar nada, todo está bien como está. Los cuentos son, por último, un divertido llamado a la mansedumbre.

En otro universo paralelo encontramos el caso verídico de una niña de siete años, con desagradable voz chillona, maleducada y que corría con las manos juntas, como una ardilla, e iba diciendo tonterías, hasta que se encontró con una lámpara de aceite. Desde luego la frotó, surgió de ella un genio, le ordenó que pidiera tres deseos, y la niña lo desobedeció: pidió que de entonces en adelante y siempre todos sus deseos se cumplieran. Cuando el genio le indicó que podía formular otro deseo, la niña deseó que el genio volviera a meterse en la lámpara y no pudiera salir nunca más de ella. Como era corta de luces, pero de buen corazón, deseó que nadie se muriera, con lo cual creó una cantidad horrorosa de pseudoproblemas y, lo que es más grave, sumió a su planeta en el más horrible de los estados: la desesperanza de nunca poder hacer o experimentar algo nuevo, ya que todos estaban sumidos eternamente en la inmortalidad.

En los relatos de genios subyace el profundo deseo humano, motor de cambios, de mejorar, enfrentado a lo que es posible y a lo que no lo es. Se despliega en ellos un abanico que encuentra protagonismos variados, un continuum que va desde las mentes egoístas, abocadas al deseo de mejorar el estado de cosas propio, hasta las mentes altruistas que desean una mejora del estado de cosas colectivo, no sin pasar por el deseable mundo de quienes ya no desean nada. En cualquier caso, la prudencia aconseja no dejar en manos de los genios, que es lo que está sucediendo, el problema de los incendios.

El desarrollo nunca fue algo continuo y uniforme. Los actores halan unos para un lado, otros para el otro y al fin es como un sistema de vectores donde lo que importa, al cabo de las generaciones, es la resultante. Muchas veces se accedió al cambio para mejor con asombrosos saltos adelante, otras con sacrificios inconmensurables, seguidos, demasiadas veces, por retrocesos que parecieron irreversibles. Con todo, fue posible en buena parte del mundo erradicar la esclavitud, imponer las ocho horas laborales y el sufragio universal. Fue posible disminuir la mortalidad infantil y eliminar enfermedades antes incurables.

Hoy se avizoran nuevas metas, pero según los políticos que mandan, entre ellas no está evitar los incendios y apagarlos apenas surjan. A lo mejor piensan que un bosque incendiado no tiene vegetación que pueda quemarse: problema resuelto. Solo quedaría asfaltar la superficie y dar así trabajo a la gente y, sobre todo, ganancias a las empresas. En tanto, Europa arde mientras los genios, escondidos en las lámparas de aceite, duermen la siesta, aguardando que alguien encuentre su casa, la frote y los despierte.


[1] Los datos provienen del Instituto de Investigación para la Paz de Estocolmo, SIPRI. Véase Euronews.

Leonardo Rossiello Ramírez

Nací en Montevideo, Uruguay en 1953. Soy escritor y he sido académico en Suecia, país en el que resido desde 1978.

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