-Tania Hernández-
Capulina
Tenía el porte, la ropa y el gorrito de Capulina. Intenté ignorarlo cuando entró al metro, pero caminó con tanta decisión hacia el lugar donde yo estaba, que me puse muy nerviosa. Nunca sé muy bien cómo actuar ante la gente loca. Se sentó frente a mí. –El mundo es un circo, muchacha– me dijo en tono serio. –Ya nos gobernaron los enanos, los payasos y los trapecistas. ¿A usted le gusta el circo? –Masomenos– le respondí sin mirarlo. Saqué un libro de mi bolsa; un gesto muy usual en estos lugares para hacer entender que uno no tiene el menor interés de intercambiar ideas o miradas con el resto de los pasajeros. Pero él continuó como si nada –Al pueblo le gusta el circo. Es así. Ahora están todos pidiendo que saquen a los leones. Pero lo que no se dan cuenta es que todos están amaestrados. Hasta las bestias.– Me quedé pensando que lo que decía tenía sentido. Pensé en Europa y en Guatemala y en el mundo entero. Había una metáfora clara, un análisis político en todo eso. De repente estalló en una gran carcajada, me señaló ostentosamente y dijo en voz alta –Miren a esta niña, se cree todo lo que le dicen JAJAJAJA– luego, moviendo la cabeza de forma infantil, agregó –Los payasos no existen, nooooo, son de plástico y los manejan desde arriba con hilos invisibles–. Dicho esto se levantó y salió del metro, carcajéandose. Sentí que mis mejillas hervían. Hice un recorrido visual por el metro, pero ya nadie me miraba. Todos habían sacado un libro de sus bolsos y fingían estar muy concentrados en sus lecturas. El tipo raro desapareció por una escalera eléctrica. Las puertas del metro se cerraron, y me quedé pensando en lo mucho que me gustaba Capulina cuando era niña y que ya hace muchos años que dejé de entender por qué.
—y te acordá del viejo
que creía ser San Jorge
y yevaba al matungo
a tomar agua
a la zanja
Juan Desiderio
Santa Rita y el Dragón
Me acuerdo mucho de entonces, aunque, cuando nos veo así, a veces dudo seguimos siendo las mismas. Éramos chiquitas y nos sentábamos en la esquina de mi casa a jugar hasta que mi mamá me llamaba para que fuera a cenar y terminara las tareas del colegio. A la Rosita no la llamaba su mamá. Entre amante y amante y alcohol y alcohol ni se daba cuenta de si la Rosita estaba o no. Mi mamá dice que si esa señora no hubiera sido tan mala madre, la Rosita no se hubiera embarazado tan rápido de ese animal. Pero la Rosita no se embarazó porque ella quería. El animal la obligó, la violó. Con ese hombrón quién se iba a resistir. Me lo contó llorando. Lo peor es que ella sí lo quería. Y por eso después, con esas mañas que tienen los hombres para contentarnos, ella lo perdonó y volvió con él. Ella era todavía muy joven y creía que lo podía cambiar. Luego vino el hijo y, con lo que ganaba, ya no había vuelta atrás. Catorce años tenía la Rosita. Saber cuántos tenía el tipo. Como yo también era una niña me parecía re-viejo, pero ahora calculo que tendría unos sus treinta, no más.
Azul, morada, verde, aparecía la Rosita los fines de semana cuando el marido la agarraba de pelota de fútbol, cabezaso, patada, manada, y nadie cerca que le sacara tarjeta roja ni amarilla. Amarilla me quedaba yo del susto cuando la veía en la calle y mejor ni la volteaba a ver de la vergüenza que me daba el no poder ayudarla, no poder salvarla de ese animal que solo así podía quererla, así a las malas.
Fue en esa época que se vino mi Tío Jorge a vivir a la casa. A mí él me hacía mucha gracia porque le gustaba contar chistes de santos, chistes que él se inventaba. Se sabía de memoria los nombres de todos los santos, mártires, obispos, arzobispos, es decir, la Iglesia católica completa. Era muy inteligente, pero un poco quedado. Una combinación rara. Y a mi tío le gustaba la Rosita. Es que en verdad era bonita, delgadita pero de piernas bien formadas, poco busto, pero redondito, y el pelo rizado, bien rizado natural, no como el mío que tengo que estar yendo al salón para que me lo ricen y por eso está todo quemado. No, el de la Rosita sí que era bien bonito.
Antes de que se juntara con el animal, antes que él la empezara a buscar, varios de los chicos del barrio aduvieron locos por ella. No sé si con alguno de ellos le hubiera ido mucho mejor que con el marido. A mí con el Fabio tampoco es que me haya ido muy bien. O será que simplemente hemos tenido mala suerte. El tío Jorge era bueno, y le gustaba mucho la Rosita. Pero claro, él no tenía trabajo fijo y vivía con nosotros y ya entonces la Rosita vivía con el aquél, y dios me guarde si la cachaba mirando a otro hombre. Cada vez que el tío Jorge le llevaba una flor a la panadería, donde trabajaba la Rosita, ella se asustaba y le decía que no, que no podía, que qué iba a querer llevar, que si quería pan dulce o salado, y no dejaba que el tío le hablara demasiado, porque no fuera a ser que alguien lo oyera y le fuera a contar al marido cosas que la gente después agranda o inventa. El tío me lo contaba con una tristeza que no llegaba a frustración ni a rabia. Él no entendía mucho de infidelidad ni de esas cosas. Él solo sabía que la quería, pero que, por alguna razón, nadie más que él podía saberlo. Y yo, claro, porque era su confidente.
Hace un año, pasó lo de la zanja. Nadie sabe exactamente qué ocurrió. No hubo más testigo que la fuerte lluvia que cayó ese día sobre la ciudad como si hubiera sido un diluvio que estaba dispuesto a arrasar con la maldad del mundo. Por eso nadie vio nada, sino hasta que todo había acabado. Pero, por lo que mi tío me había contado antes, yo hice mis propias suposiciones y me lo explico así: el tío estaba en la tienda y de repente se desató el aguacero, el tío se puso la capa y, sin querer, dejó la rosa a un ladito del mostrador. Nadie se dió cuenta y en la noche, cuando el tipo vino a buscar a la Rosita, encontró la rosa y empezó a pegarle a su mujer, y quesi allí mismo pasó el tío, lo vió, le mentó la madre –el tío era tranquilo, pero cuando se enojaba, se enojaba–, y el tipo salió de la panadería y mi tío, que fue boxeador –dicen que por un golpe se había quedado así– le empiezó a pegar y, entre forcejeo y forcejeo, el tipo se cayó en la zanja que estaba llena de lodo y agua por la lluvia que no hacía más que caer, y el tío cada vez que el tipo quería salir le pegaba y el tipo caía otra vez, como la lluvia, y la Rosita de tanta sangre y tanto grito se desmayó y cuando, al final, los chaparrones callaron un poco, la gente empiezó a escuchar los gritos, pero ya era muy tarde y el tipo que ya estaba en las últimas, no aguantó a que lleguera la ambulancia y se quedó allí, tranquilito para siempre. Para eso ya mi tío andaba lejos, y nadie vio más que los dos cuerpos, el de la Rosita desmayada y el del tipo moribundo que no pudieron salvar.
A la Rosita la llevaron al hospital primero y al siquiátrico después, porque empezó a hablar de la lluvia y el fuego que salía de la boca de un gran dragón y de San Jorge y de su la lanza que tenía tanto filo que cortaba de un tajo las cortinas de agua. Unos meses después le dieron de alta. Regresó al barrio un día de neblina. «Vino flotando entre nubes», contaba doña Dolores, la de la tienda, meneando las manos para arriba y para abajo. Ella fue quien empezó a llamarle Santa Rita, por eso, por lo de las nubes y porque uno que otro pensaba que había sido ella la que había matado al marido. Se le quedó el mote de Rita a la Rosita, y ahora hay gente que llega a la panadería, donde volvió a trabajar, y la llama Seño Rita o Nía Rita, y muchos de los nuevos que han venido piensan que así se llama de verdad.
La acompañé el día que fue a comprar una imagen de San Jorge para ponerla en la panadería. Allí la tiene sobre una mesita, en una esquina, todas las semanas con una nueva rosa. Yo no soy muy santera, pero también me compré uno y en las noches le pongo veladoras. Quien quita que un día lo convenza y a mí también me haga el milagro que le hizo a Rosita, pero con el Fabio.
Los cuentos publicados aquí, pertenecen a Desnudar santos.
Tania Hernández

Nació en Guatemala, Ciudad. Es ingeniera en Sistemas e Informática, con estudios de Filología Latinoamericana y Análisis Fílmico. Ha participado en la curaduría y producción del Festival de Cine Latinoamericano en Frankfurt «Días de cine». Es coorganizadora del grupo literario guatemalteco «Literatas que dan lata». Ha participado en varias publicaciones antológicas como Cuerpos de F&G Editores, Paseo bajo la luna creciente de La Décima Letra, Lectures du Guatemala, Leer es Soñar de Casimiro Bigua Cartonera y Letras adolescentes y Poética del reflejo de Letralia. Cuenta con tres libros de cuentos cortos publicados: Love veinte diez de Editorial Sin Tecomates, Desnudar santos de edición conjunta de La Maleta Ilegal y Alas de Barrilete, y Cuentos para adultos fantásticos de Editorial Alambique.
0 Commentarios
Dejar un comentario