Cuatro ojos

Carlos Gerardo | Literatura/cultura / RESIDENCIA CON LLUVIA

Es triste saber cómo mis ojos desfiguran las cosas delante de mí. Es triste, pero también hermoso. En las últimas semanas, he salido a caminar sin mis anteojos. Un arrebato de valentía que, en mi vida de miope cobarde nunca había emprendido. Sin ellos, los árboles, los caminos se difuminan en el paisaje. La luz que golpea los objetos estalla en una amalgama de colores pastosos, lentos. Los pájaros se vuelven puntos, estelas de movimiento sin partes en el aire. El agua, un refugio de la luz que permea del cielo.

Los vehículos que pasan a mi lado son solo eso: su partida. Y no reconozco rostros ni leo los anuncios. Son solo luces molestas que pretenden entrar en mí, pero se topan con la torpeza con la que acostumbré ver. Tengo cinco grados de miopía en el ojo derecho y más de cuatro en el ojo izquierdo. En el ojo derecho tengo, además, astigmatismo. Mis padres me heredaron esta hermosa enfermedad, o más bien, este sesgo en mi capacidad para ver. Se trata de una tenue debilidad que me ha obligado a usar anteojos desde la adolescencia.

El filósofo lituano Emmanuel Lévinas escribió algo sobre la pintura de Paul Cézanne. Decía que Cézanne eliminaba las perspectivas para que dejaran de ser visibles por sí mismas y lograba un orden naciente, justo como sucede en la visión natural. Pintaba las cosas «en trance de aparecer». Gracias a la miopía, he podido vivir en estos días en un cuadro impresionista. Pude ver el mundo a través de ese statu nascendi del que hablaba Lévinas y mi caminata matutina se convirtió en una experiencia estética completamente nueva.

Al regresar a casa, me pongo los anteojos. Ese molesto complemento de mi cuerpo que, desde los trece años, me ha ayudado a ver como si no tuviera enfermedad. Los siento pesados e impostados. Las cosas sin embargo adquieren una falsa nitidez. Distingo las letras del calendario y los platos que acabo de lavar en el escurridor. Todo adquiere una claridad plana, lisa, sin desfiguraciones ni bordes, sin estallidos de color ni movimientos indescifrables. Abrazo mi enfermedad, la encuentro como una parte mía que me confiere el acceso a otro tipo de experiencias. Después de una caminata mágica, vuelvo a ser útil para el mundo, y escribo este texto.


Imagen principal, Monte San Victoria (1905) de Paul Cézanne, tomada de The Art History

Carlos Gerardo

Mi nombre completo es Carlos Gerardo González Orellana. Nací en El Jícaro en 1987 y migré a la ciudad de Guatemala a los doce años. Me gradué como ingeniero químico en 2010 de la Landívar, pero dejé de ejercer mi profesión formalmente a inicios de 2016, con el fin de dedicarle más tiempo a mi carrera humanística. También estudié Literatura en la Universidad de San Carlos de Guatemala y Filosofía a nivel de maestría en la Landívar, de nuevo. Trato de ser consecuente con la decisión que tomé y le dedico a la escritura y a la lectura todo el tiempo que puedo. Me gusta mucho la poesía, leerla sobre todo, pero también escribirla, y estos ejercicios han sido constantes en mi vida. Escribir y leer representan un signo de identidad para mí. Estoy seguro de que la literatura es algo muy importante y de que no es algo que se pueda tomar a la ligera. Además de eso me gustan el vino, el cine y las conversaciones.

Residencia con lluvia

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